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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Ala de dragón (55 page)

BOOK: Ala de dragón
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EN CIELO ABIERTO,

REINO MEDIO

El teniente Bothar'in, ahora capitán Bothar'el
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, condujo la nave dragón sana y salva al otro lado del Torbellino. Rehuyendo el encuentro con otras naves elfas, puso rumbo a la ciudad portuaria de Suthnas, en Aristagón, un puerto seguro que le recomendó Hugh
la Mano
y donde proyectaba hacer una breve escala para abastecerse de comida y agua, y desembarazarse del geir, del cuerpo del antiguo capitán y de la cajita del weesham.

Hugh conocía bien Suthnas, pues había atracado allí cuando su nave necesitaba reforzar su carga de magia o reparar alguna avería. Le facilitó el nombre al capitán elfo porque él,
la Mano,
tenía intención de abandonar allí la nave.

El asesino había tomado una decisión. Maldecía el día en que había topado con aquel «mensajero del rey». Maldecía la hora en que había cargado con aquel contrato. Nada había salido bien; ahora había perdido su nave dragón, por poco la vida y casi del todo el respeto por sí mismo. Su plan para capturar la nave elfa había dado resultado, era cierto, pero, como todo lo que tocaba últimamente, no el que Hugh había previsto. Se suponía que era él quien debía haber tomado el mando, no aquel elfo. ¿Por qué se había dejado enredar en aquel condenado duelo? ¿Por qué no los había matado a ambos?

Hugh era lo bastante inteligente para comprender que, si hubiera luchado, él y todos los demás estarían ahora muertos, muy probablemente. Pese a ello, hizo caso omiso de la lógica. Se negó a reconocer que había obrado como lo había hecho para salvar unas vidas, para proteger a Alfred, a Limbeck..., al príncipe.

«¡No!», se dijo. «Lo he hecho por mí mismo: por nadie más. No me importa nadie más y voy a demostrarlo. Los abandonaré; desembarcaré en Suthnas y dejaré que esos estúpidos continúen hasta el Reino Superior y se aventuren con un misteriarca. Que me olviden. Yo haré recuento de mis pérdidas, arrojaré las cartas, me levantaré y abandonaré la partida.»

El puerto de Suthnas estaba gobernado por unos elfos a quienes importaba más su bolsa que la política y se había convertido en guarida de contrabandistas de agua, rebeldes, desertores y un puñado de renegados humanos. Los prisioneros gozaron de una buena vista de la ciudad a través de la portilla y la mayoría de ellos, después de verla, decidió que estaban más seguros encerrados en su calabozo.

La ciudad no era más que un sórdido montón de tabernas y posadas edificadas cerca de los muelles, y las viviendas de los habitantes se agrupaban como un rebaño de ovejas en la ladera de un acantilado de coralita. Las casas eran viejas y destartaladas y el aire estaba impregnado de un olor a col hervida —uno de los platos favoritos de los elfos—, debido sin duda a que en las callejas infestadas de desperdicios se pudrían montones de ella. No obstante, como en la ciudad lucía un sol radiante y el cielo sobre ella era azul y luminoso, Suthnas resultó una visión maravillosa e imponente para Limbeck.

El geg no había visto nunca calles bañadas por el sol ni un firmamento tachonado por el brillo de un millón de gemas. Nunca había visto gente deambulando sin un propósito determinado, sin ir de acá para allá por algún asunto relacionado con la Tumpa-chumpa. Nunca había sentido una brisa suave en el rostro ni había olido los aromas de los seres vivos, animales o vegetales, o tan siquiera de las cosas putrefactas o moribundas. Las casas que Hugh catalogaba de chabolas le parecían palacios y, mientras contemplaba todo aquel esplendor,

Limbeck reflexionó que cuanto estaba viendo había sido adquirido y pagado con el sudor y la sangre de su pueblo. Al geg se le entristeció el rostro y permaneció callado y retraído. Haplo lo observó con una sonrisa.

Hugh deambuló por la bodega y se asomó a las portillas, impaciente y consumiéndose por dentro. El capitán Bothar'el le había concedido permiso para irse, si quería.

—Deberíais iros todos —dijo el capitán—. Marchaos ahora que aún tenéis ocasión de hacerlo.

—¡Pero si íbamos al Reino Superior! ¡Nos lo prometiste! —Gritó Bane—. ¡Lo prometiste! —repitió, mirando al elfo con expresión suplicante.

—Es cierto —respondió Bothar'el, con los ojos fijos en el muchacho. Sacudió la cabeza como si quisiera sacarse de encima un hechizo y se volvió a Alfred—. ¿Y tú?

—Yo me quedo con mi príncipe, por supuesto.

El elfo miró a Limbeck y éste, que no había entendido lo que hablaban, volvió los ojos hacia Haplo. Cuando hubo oído la traducción, el geg declaró con firmeza:

—Yo voy a ver el mundo, todo el mundo. Al fin y al cabo, existe gracias a mi pueblo.

—Yo voy con él —informó el patryn, sonriendo y señalando a Limbeck con un pulgar envuelto en la venda.

—Entonces —dijo Bothar'el a Hugh—, ¿tú eres el único que se va?

—Eso parece.

Sin embargo,
la Mano
no se marchó. Mientras estaban atracados, uno de los tripulantes se asomó al calabozo.

—¿Aún estás a bordo, humano? El capitán ya está de vuelta. Si has de bajar a tierra, date prisa.

Hugh no se movió.

—Ojalá vinieras con nosotros, maese Hugh —dijo Bane—. A mi padre le gustaría mucho conocerte..., y darte las gracias.

El comentario resultó decisivo: el príncipe lo quería con él. Se marcharía ahora mismo. Ahora...mismo.

—¿Y bien, humano? —Insistió el tripulante—. ¿Vienes?

Hugh rebuscó en un bolsillo y sacó su última moneda, el pago por asesinar a un niño. Con un gruñido, lanzó la moneda al elfo.

—He resuelto quedarme y buscar fortuna. Ve a comprarme un poco de tabaco.

Los elfos no permanecieron mucho tiempo en Suthnas. Una vez que el geir llegara a tierras civilizadas, informaría del motín y la
Carfa'shon
sería buscada por todas las naves de la flota. Una vez en cielo abierto, el capitán Bothar'el obligó a trabajar casi hasta el agotamiento a los esclavos humanos, a los tripulantes y a sí mismo, hasta considerar que la nave estaba a salvo de cualquier posible perseguidor.

Horas después, cuando los Señores de la Noche ya habían tendido sus capas sobre el sol, el capitán encontró tiempo para conversar con sus «huéspedes».

—Así pues, te has enterado de las noticias —fueron sus primeras palabras, dirigidas a Hugh—. Quiero que sepáis que podría haber sacado una bonita suma por todos vosotros, pero tenía una deuda pendiente contigo,
la Mano.
Ahora la considero saldada, al menos en parte.

—¿Dónde está mi tabaco? —quiso saber Hugh.

—¿Qué noticias? —intervino Alfred.

El capitán puso cara de sorpresa.

—¿No lo sabéis? Pensaba que ésta era la razón de que no abandonaras la nave —añadió mientras arrojaba una bolsa a las manos de Hugh. Éste la cogió con destreza, la abrió y olió el contenido. Sacó la pipa y empezó a llenar la cazoleta—. Hay una recompensa por tu cabeza, Hugh
la Mano.

—No es ninguna novedad —gruñó el asesino.

—Un total de doscientos mil barls.

Hugh levantó la cabeza y lanzó un silbido.

—¡Vaya, un buen pellizco! Eso tiene que ver con el muchacho, ¿verdad?

Volvió la mirada hacia Bane. El príncipe había pedido papel y pluma a los elfos y no había hecho otra cosa que escribir desde su subida a bordo. Nadie lo perturbaba cuando estaba dedicado a aquel nuevo pasatiempo, pues era más inofensivo que dejarlo ir a recoger bayas.

—Sí. Tú y ese hombre —el elfo señaló a Alfred— habéis sido acusados de secuestrar al príncipe de las Volkaran. Hay una recompensa de cien mil barls por tu cabeza —informó al horrorizado chambelán— y otra de doscientos mil por Hugh
la Mano,
y sólo se hará efectiva si uno o ambos son entregados con vida.

—¿Qué hay de mí? —Preguntó Bane, alzando la cabeza—. ¿No hay ninguna recompensa por mí?

—Stephen no quiere que vuelvas —gruñó Hugh.

El príncipe pareció meditar esto último y soltó una risilla.

—Sí, supongo que tienes razón —respondió, y volvió a su quehacer.

—¡Pero eso es imposible! —Exclamó Alfred—. ¡Yo..., yo soy el criado de Su Alteza! Lo acompaño para protegerlo...

—Exacto —lo cortó Hugh—. Eso es precisamente lo que Stephen
no
quería.

—No entiendo una palabra de todo esto —declaró el capitán Bothar'el—. Espero por vuestro bien que no me hayáis mentido acerca del Reino Superior. Necesito dinero para mantener la nave y pagar a la tripulación y acabo de dejar pasar una oportunidad muy favorable.

—¡Por supuesto que es verdad! —Protestó Bane, adelantando el labio inferior en una mueca encantadora—. ¡Soy hijo de Sinistrad, misteriarca de la Séptima Casa, y mi padre te recompensará con largueza!

—¡Será mejor que lo haga! —replicó el capitán. Dirigió una severa mirada a los prisioneros y salió de la bodega. Bane lo vio alejarse, se echó a reír y tomó de nuevo la pluma.

—¡No podré regresar jamás a las Volkaran! —Murmuró Alfred—. Soy un exiliado.

—Y puedes considerarte muerto a menos que encontremos un modo de salir de ésta —añadió Hugh mientras encendía la pipa con una brasa del pequeño caldero mágico
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que utilizaban para calentar la comida y combatir el frío por la noche.

—Pero Stephen nos quiere vivos...

—Sólo para reservarse el placer de matarnos personalmente.

Bane lo miró con una sonrisa taimada y murmuró:

—Entonces, si hubieras abandonado la nave, alguien te habría reconocido y entregado a los elfos. Te has quedado por mi causa, ¿no es cierto? Entonces, te he salvado la vida.

Hugh no hizo comentarios. Prefirió simular que no lo había oído, y cayó en un silencio pensativo y abatido. Ni se dio cuenta de que se le había apagado la pipa.

Cuando volvió en sí un rato después, observó que todos, excepto Alfred, se habían quedado dormidos. El chambelán estaba junto a la portilla, contemplando la penumbra gris de la noche.
La Mano
se incorporó para estirar las piernas y se acercó a él.

—¿Qué piensas de ese Haplo? —le preguntó.

—¿Por qué? —Contestó Alfred con un respingo, lanzando una mirada atemorizada al asesino—. ¿Por qué lo preguntas?

—Por nada. Tranquilízate. Sólo quería saber qué opinión te merecía, eso es todo.

—¡Ninguna! ¡No pienso nada de él! Si me disculpas, señor —lo interrumpió Alfred adelantándose a su réplica—, estoy muy cansado y debería dormir un poco.

¿Qué significaba aquello? El chambelán volvió a su manta y se acostó pero Hugh, observándolo con atención, advirtió que Alfred estaba lejos de dormirse. Yacía tieso y tenso, frotándose las manos y trazando líneas invisibles sobre la piel. Su rostro podría haber sido una máscara de alguna obra titulada
Terror y aflicción.

Hugh casi sintió lástima de él.

Casi, pero no del todo. No; los muros que Hugh había levantado en torno a sí mismo seguían aún en pie, sólidos e intactos. Se había producido una pequeña grieta por la que había penetrado un rayo de luz, cegador y doloroso para unos ojos acostumbrados a la oscuridad, pero él se había apresurado a impedirle el paso, rellenando la grieta. El poder que ejercía el chiquillo sobre él, fuera lo que fuese, era consecuencia de un hechizo. Era algo que quedaba fuera del control del asesino, al menos hasta que llegaran al Reino Superior. Retirándose a un rincón de la celda, Hugh se relajó y cayó dormido.

La nave dragón elfa empleó casi dos semanas en el viaje hasta el Reino Superior, mucho más tiempo del que había calculado el capitán Bothar'el. Lo que éste no había tenido en cuenta era que su tripulación y sus esclavos se fatigarían tanto y tan pronto. Los conjuros realizados por el mago de a bordo permitían gobernar la nave pese a la reducida presión del aire, pero el hechicero no podía hacer nada por aliviar el propio enrarecimiento del aire que los hacía sentir en todo instante como si estuvieran faltos de aliento.

La tripulación se mostraba nerviosa, malhumorada y preocupada. Volar por aquel cielo inmenso y vacío producía pavor. Encima de ellos, el firmamento brillaba y titilaba de día y resplandecía con un tono pálido por la noche. Incluso el más crédulo de a bordo podía apreciar que el misterioso firmamento no estaba compuesto de piedras preciosas flotando en los cielos.

—Pedazos de hielo —anunció el capitán Bothar'el, observándolo por el catalejo.

—¿Hielo? —Su segundo de a bordo pareció casi aliviado—. Entonces, eso nos cierra el paso, ¿verdad, capitán? No podemos volar entre el hielo. Será mejor que demos media vuelta.

—No. —Bothar'el cerró el catalejo con un chasquido. Más que a las palabras de su subordinado, parecía responderse a sí mismo, a algún dilema que debatía en su mente—. Hemos llegado muy lejos y el Reino Superior está ahí, en alguna parte. Y vamos a encontrarlo.

«O a morir en el intento», añadió para sí el segundo de a bordo.

Y continuaron navegando, cada vez más arriba, cada vez más cerca del firmamento que pendía abarcando el cielo como un inmenso y radiante collar. No vieron signo de vida de ningún tipo, y mucho menos tierra alguna donde vivieran los más dotados de los hechiceros humanos.

La temperatura descendió. Se vieron obligados a ponerse encima todas las prendas de abrigo que tenían e, incluso así, costaba mantenerse en calor. Los tripulantes empezaron a murmurar que su nuevo capitán estaba loco y que todos iban a morir allí, bien de frío o perdidos en cielo abierto, sin fuerzas para regresar.

Cuando transcurrieron unos días más sin ver rastro de vida y empezaron a escasear las provisiones y el frío se hizo casi insoportable, el capitán Bothar'el bajó a comunicar a sus «invitados» que había cambiado de idea y regresaban al Reino Medio.

Encontró a los prisioneros envueltos en todas las mantas que tenían a su alcance, acurrucados en torno al caldero mágico. El geg estaba mortalmente enfermo, ya fuera por el frío o debido al cambio de presión atmosférica. El capitán no sabía qué lo mantenía vivo todavía. (Alfred sí lo sabía, pero se cuidó mucho de que nadie se lo preguntara.)

Bothar'el se disponía a anunciar su decisión cuando un grito lo detuvo.

—¿Qué es eso? —El capitán corrió de nuevo al puente—. ¿Lo habéis encontrado?

El segundo oficial, con los ojos desorbitados y fijos en la portilla, balbuceó:

—¡Más bien diría, señor, que él nos ha encontrado a nosotros!

CAPÍTULO 44

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