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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Ala de dragón (47 page)

BOOK: Ala de dragón
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—Pero nosotros pensábamos que el Juicio iba a ser pacífico.

—¿Dónde se afirma tal cosa? —Replicó Bane—. ¿Lo dice la profecía?

Limbeck volvió su atención al perro, le dio unas palmaditas en la cabeza y trató de evitar una respuesta hasta haberse acostumbrado a aquella nueva visión.

—¿Qué contestas, Limbeck? —lo presionó el príncipe.

El geg siguió acariciando al perro, que permanecía inmóvil entre sus manos.

—Una nueva visión —dijo al fin, levantando la vista—. Eso es. Ya sé qué haré cuando lleguen los welfos.

—¿Qué? —preguntó Bane, expectante.

—Pronunciaré un discurso.

Esa noche, cuando los carceleros les hubieron llevado la cena, Hugh convocó una reunión.

—No queremos terminar prisioneros de los elfos, ¿verdad? —Explicó el asesino—. Pues bien, tenemos que salir de este lugar y tratar de escapar. Podemos lograrlo..., si los gegs nos ayudan.

Limbeck no le prestaba atención, pues estaba componiendo su discurso.

—«Welfos y miembros de la Unión, gegs todos...» No, no me gusta. «Distinguidos visitantes de otro reino...» Eso está mejor. ¡Ah, me gustaría tener con qué ponerlo por escrito! —El geg deambulaba arriba y abajo ante sus compañeros de celda, dándole vueltas al discurso y tirándose de la barba distraídamente. El perro trotaba tras él meneando la cola, con aire comprensivo.

Haplo movió la cabeza en gesto de negativa.

—Aquí no busques ayuda.

—¡Pero, Limbeck, si no sería una gran batalla! —Protestó Bane—. Los gegs superan en número a los elfos. Además, los tomaremos totalmente por sorpresa. Los elfos no me gustan. Me arrojaron de su nave y estuve a punto de morir.

—«Distinguidos visitantes de otro reino...»

Haplo insistió en su planteamiento.

—Los gegs no tienen instrucción ni disciplina. Ni siquiera tienen armas e, incluso si las tuvieran, no podríamos confiar en ellos. Sería como enviar un ejército de niños..., de niños normales —añadió, al ver que Bane montaba en cólera—. Los gegs no están preparados
todavía.

Sin darse cuenta, Haplo hizo hincapié en esta última palabra, lo cual despertó el interés de Hugh.


¿Todavía?
—repitió.

—Cuando mi padre y yo regresemos —intervino Bane—, pondremos orden entre esos gegs. Atacaremos a los elfos y venceremos. Después nos haremos con el control de toda el agua del mundo, y seremos más ricos y poderosos de lo que es posible imaginar.

Ricos. Hugh se mesó la barba. Un pensamiento cruzó por su cabeza. Si se producía la guerra abierta, cualquier humano con una nave y el valor para pilotarla por el Torbellino podría hacerse una fortuna con un viaje. Y para ello necesitaría una nave de transporte. Un carguero de agua elfo con una dotación de tripulantes. Sería una lástima destruir a aquellos elfos.

—¿Y qué será entonces de los gegs? —preguntó Haplo.

—¡Oh!, nos ocuparemos de ellos —respondió Bane—. Tendrán que combatir mucho mejor de lo que he visto hasta ahora, pero...

—¿Combatir? —Repitió Hugh, interrumpiendo a Bane a media frase—. ¿Por qué estamos hablando de combatir? —Se llevó la mano al bolsillo, extrajo la pipa y sujetó la boquilla entre los dientes—. ¿Qué tal cantas? —preguntó a Haplo.

CAPÍTULO 37

EL LUGAR DE DESCANSO,

REINO INFERIOR

La mano de Jarre se escurrió, fláccida, de entre los dedos de Alfred. La enana era incapaz de moverse; las fuerzas parecían haber abandonado su cuerpo. Encogiéndose, retrocedió contra el arco y se sostuvo en él buscando apoyo. Alfred no pareció darse cuenta y continuó su avance, dejando allí a la geg, temblorosa y asustada, para que lo esperara.

La cámara en la que penetró era inmensa; Jarre no recordaba haber visto en su vida un espacio abierto tan enorme. Un espacio no ocupado por ninguna pieza de la Tumpa-chumpa que girara, martilleara o retumbara. Construidas con la misma piedra lisa y sin marcas que los túneles, las paredes de la cámara despedían una suave luz blanca que empezó a irradiar de ellas cuando Alfred puso el pie en el interior del arco. Gracias a esa luz, Jarre vio los ataúdes. Abiertos en las paredes y cubierto cada uno con un cristal, los ataúdes se contaban por cientos y contenían cuerpos de hombres y de mujeres. Jarre no podía distinguir con claridad los cuerpos, que eran poco más que siluetas recortadas contra la luz. Sin embargo, advirtió que pertenecían a la misma raza que Alfred y los otros dioses que habían llegado a Drevlin. Los cuerpos eran altos y esbeltos y yacían horizontales, con los brazos a los costados.

El suelo de la cámara era amplio y uniforme, y los ataúdes lo rodeaban en hileras que se extendían hasta el techo abovedado, muy alto. La sala en sí estaba totalmente vacía. Alfred avanzó despacio, mirando a su alrededor con gestos evocadores y apesadumbrados, como quien regresa al hogar tras una larga ausencia.

La luz de la estancia se hizo más brillante y Jarre distinguió unos símbolos en el suelo, parecidos en forma y diseño a las runas que habían iluminado su camino hasta allí. Había doce signos mágicos, cada uno de ellos tallado, separado de los demás, sin rozar ni superponerse con ninguno de ellos. Alfred se movió con cuidado entre los símbolos; su figura delgada y desgarbada se desplazó por la cámara vacía en una danza solemne, y las líneas y movimientos de su cuerpo parecieron dibujar cada uno de los símbolos mágicos sobre los que iba pasando.

Dio una vuelta completa a la sala, desplazándose sobre el suelo al son de una música silenciosa. Se deslizó hacia cada runa sin llegar a tocarla, pasando luego a la siguiente, honrándolas una tras otra por turno, hasta que llegó al centro de la cámara. Una vez allí, se arrodilló, puso las manos en el suelo y empezó a cantar.

Jarre no entendió lo que decía, pero la canción la llenó de una alegría que resultaba agridulce porque no contribuía en absoluto a aliviar la terrible tristeza. Las runas del suelo despidieron un brillo más intenso, casi cegador, durante la canción de Alfred. Cuando ésta cesó, el resplandor empezó a desvanecerse y, al cabo de unos momentos, se apagó del todo.

Alfred, de pie en el centro de la sala, lanzó un suspiro. Su cuerpo, que se había movido con tanta gracia durante la danza, volvió a encorvarse y sus hombros se hundieron de nuevo. Luego, miró a Jarre y le dirigió una sonrisa melancólica.

—¿No estarás asustada todavía? —Dijo, señalando los ataúdes con un débil gesto—. Aquí nadie puede hacerte daño. Ya no. Tampoco es que hubieran querido hacértelo..., al menos, no adrede. —Suspiró de nuevo y, girando sobre sí mismo sin moverse del sitio, paseó su mirada por la estancia—. Sin embargo, ¿cuánto mal hemos hecho sin querer, proponiéndonos lo mejor? No éramos dioses, pero estábamos dotados del poder de los dioses. Y, en cambio, carecíamos de su sabiduría.

Se acercó lentamente y con la cabeza gacha a una hilera de ataúdes situados muy cerca de la entrada, próximos a Jarre. Alfred posó la mano en uno de los paneles de cristal y sus dedos lo tocaron casi en una caricia. Con un suspiro, apoyó la frente en otro ataúd de la hilera superior. Jarre advirtió que este último nicho estaba vacío. Los de alrededor contenían cuerpos y la geg, concentrando en ellos su atención debido al gesto de Alfred, observó que todos ellos parecían jóvenes. Más jóvenes que él, pensó Jarre, contemplando su cabeza calva y su frente alta y redonda, surcada por unas arrugas de ansiedad, preocupación y solicitud tan marcadas que la sonrisa de sus labios no hacía sino resaltarlas.

—Éstos son mis amigos —anunció a Jarre—. Te he hablado de ellos mientras bajábamos. —Acarició con la mano el panel de cristal—. Te he dicho que tal vez no estuvieran aquí, que quizás hubiesen desaparecido, pero en el fondo de mi corazón sabía que no era cierto lo que estaba diciendo. Seguro que estarían aquí. Aquí seguirán para siempre. Porque están muertos, Jarre, ¿lo ves? Muertos antes de su hora. ¡Y yo estoy vivo mucho tiempo después!

Cerró los ojos y se cubrió el rostro con la mano. Un sollozo traspasó el cuerpo delgado y falto de gracia que se apoyaba en los ataúdes. Jarre no entendió de qué le hablaba. No había oído nada acerca de aquellos amigos y no podía ni quería pensar en lo que estaba viendo. Pero Alfred estaba afligido de dolor y su pena le rompía el corazón. Viendo a aquellos jóvenes de hermosas facciones, serenas e intactas y frías como el cristal tras el cual yacían, Jarre comprendió que Alfred no lloraba por uno sino por muchos, entre ellos por él mismo.

La geg se despegó con esfuerzo del arco, avanzó hacia Alfred y deslizó su mano en la de él. La solemnidad, la desesperación, el dolor de aquel lugar y de aquel hombre habían afectado a Jarre profundamente, aunque no llegaría a saber cuánto hasta mucho tiempo después. Avanzada su vida, en un momento futuro de gran crisis en que le parecería que estaba perdiendo lo más valioso para ella, volvería a su recuerdo todo lo que Alfred hombre le había contado: su historia personal, la de su pueblo y la de sus fracasos.

—Alfred, lo siento.

El hombre la miró, a punto de saltarle las lágrimas. Apretando su manita, musitó algo que Jarre no entendió, pues no lo dijo en el idioma de los gegs ni en ningún otro que se hubiera hablado en el mundo de Ariano desde hacía eras.

—Por eso fracasamos —musitó, pues, en esa lengua antigua—. Pensamos en los muchos..., y nos olvidamos del uno. Y por eso estoy solo. Solo y abandonado para hacer frente, tal vez, a un peligro antiquísimo. El hombre de las manos vendadas —añadió, sacudiendo la cabeza—. El hombre de las manos vendadas...

Alfred abandonó el mausoleo sin mirar atrás. Olvidado ya el miedo, Jarre avanzó con él.

Hugh despertó al oír el sonido. Se incorporó, extrajo el puñal de la bota y se puso en acción antes de haberse despertado del todo. Sólo tardó un instante en reconocer dónde estaba: con un parpadeo, despejó de sus ojos la bruma de la somnolencia y ajustó la visión al resplandor mortecino de las lámparas que iluminaban la perpetua actividad de la Tumpa-chumpa.

Volvió a escuchar el sonido y se dijo que había apuntado en la dirección correcta: el ruido procedía del otro lado de una de las rejas situada en las ventanas laterales de la cuba prisión.

Hugh tenía el oído muy agudo y los reflejos muy rápidos. Se había disciplinado a dormir con un sueño muy ligero y, debido a ello, no le gustó nada descubrir a Haplo, completamente despierto, plantado junto al conducto de aire con toda tranquilidad, como si llevara allí horas enteras. El sonido se escuchaba ahora con claridad. Algo o alguien se acercaban, arrastrándose por el suelo y rozando las paredes. El perro, con el pelaje brillante en torno al cuello, volvió el hocico hacia la abertura y emitió un leve gañido.

—¡Chist! —siseó Haplo; el animal enmudeció, dio unos pasos en un nervioso círculo y volvió a detenerse bajo el conducto. Al ver a Hugh, Haplo hizo un gesto con la mano, indicándole que cubriera uno de los lados.

Hugh no dudó en obedecer la silenciosa orden. Habría sido una estupidez discutir sobre liderazgos en aquel momento, cuando algo desconocido se acercaba furtivamente al amparo de la noche y los dos hombres sólo tenían sus manos desnudas y un puñal para hacerle frente. Mientras ocupaba su posición,
la Mano
pensó para sí que Haplo no sólo había oído y reaccionado ante el sonido, sino que se había movido con tal sigilo que Hugh, pese a haber escuchado el sonido, no había oído a Haplo.

El sonido se hizo cada vez más audible, más cercano. El perro se puso en tensión y descubrió los dientes. De pronto, se oyó un golpe y un amortiguado « ¡Ay!».

Hugh se relajó.

—Es Alfred —dijo.

—¿Cómo ha podido encontrarnos? —murmuró Haplo.

Una cara pálida apareció al otro lado de las rejas.

—¿Maese Hugh?

—Ese hombre posee una amplia gama de cualidades innatas —apuntó Hugh.

—Me gustaría conocer cuáles son —replicó Haplo—. ¿Cómo lo sacamos de ahí? ¿Quién viene contigo? —añadió, escrutando las sombras al otro lado de los barrotes.

—Una de las gegs. Se llama Jarre.

La geg asomó su cabeza bajo el brazo de Alfred. Al parecer, el espacio donde ambos estaban era muy reducido y Alfred se vio obligado a encogerse hasta quedar prácticamente doblado por la cintura para dejar sitio a su acompañante.

—¿Dónde está Limbeck? —exigió saber Jarre—. ¿Se encuentra bien?

—Está por ahí, dormido. Las rejas están muy firmes por este lado, Alfred. ¿No hay algún perno suelto donde estáis vosotros?

—Voy a ver, maese Hugh, pero será difícil con esta oscuridad. Tal vez si utilizara los pies para empujar los barrotes...

—Buena idea —asintió Haplo, apartándose de la reja con el perro pegado a sus talones.

—Ya era hora de que esos pies le sirvieran para algo —murmuró Hugh, retirándose también hacia la pared de la cuba—. Aunque va a producir un estrépito tremendo.

—Por fortuna, la máquina también organiza un escándalo mayúsculo. Quédate quieto, perro.

—¡Quiero ver a Limbeck!

—Dentro de un momento, Jarre —contestó la voz apaciguadora de Alfred—. Ahora, haz el favor de acurrucarte ahí para dejarme sitio.

Hugh escuchó un golpe sordo y vio que la reja se estremecía levemente. Dos golpes más, un gruñido de Alfred y la reja saltó del costado de la cuba y cayó al suelo.

Para entonces, Limbeck y Bane ya estaban despiertos y se habían acercado para contemplar con curiosidad a sus visitantes nocturnos. Jarre fue la primera en pasar al interior de la cuba cárcel, colándose por la abertura con los pies por delante. Cuando éstos tocaron el suelo, corrió hacia Limbeck, le pasó los brazos por el cuello y lo estrechó con fuerza.

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