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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Ala de dragón (63 page)

BOOK: Ala de dragón
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El perro sonrió, batiendo la cola contra el suelo.

—No estés muy seguro de eso. —Sinistrad lanzó una mirada penetrante al animal—. No me fío. Creo que deberíamos librarnos de él. En los tiempos antiguos, los magos utilizaban a animales como éste para que les hicieran de espías, entrando en lugares donde ellos no podían penetrar.

—Pero Haplo no es un mago. Es sólo un..., un humano.

—Y poco de fiar. Ningún hombre se muestra tan tranquilo y seguro a menos que crea tenerlo todo bajo control. —Sinistrad dirigió una mirada de soslayo a su hijo—. No me gusta la exhibición de debilidad que he descubierto en ti, Bane. Empiezas a recordarme a tu madre.

El chiquillo apartó lentamente los brazos del cuello del perro, se incorporó y acudió al lado de su padre.

—Podríamos librarnos de Haplo. Así podría quedarme el perro y tú no tendrías que ponerte nervioso.

—Una idea interesante, hijo mío —respondió Sinistrad, absorto en los diagramas—. Bueno, saca a ese animal de aquí para que corra y juegue un poco.

—Pero, papá, si el perro no le hace mal a nadie. Si se lo digo, se quedará quieto. ¿Ves?, ya está ahí tumbado.

Sinistrad volvió los ojos y encontró la mirada del can. El animal tenía unos ojos de sorprendente inteligencia. El misteriarca frunció el entrecejo.

—No lo quiero aquí, apesta. Largaos los dos. —Sinistrad alzó uno de los dibujos, lo colocó junto a otro y contempló ambos, pensativo—. ¿Cuál sería su propósito original? Algo tan gigantesco, tan enorme... ¿Qué se proponían los sartán? Sin duda, no era un simple medio de recoger agua.

—Produce el agua para mantenerse en funcionamiento —afirmó Bane, encaramándose a un taburete para ponerse a la altura de su padre—. Necesita el vapor para impulsar los motores que producen la electricidad que mueve la máquina. Es probable que los sartán construyeran esta parte —Bane señaló uno de los dibujos— para almacenar agua y enviarla al Reino Medio, pero es evidente que no era éste el cometido principal de la máquina. Verás, yo...

Bane captó la mirada de su padre, y la frase murió en sus labios. Sinistrad no dijo nada. Lentamente, el muchacho bajó del taburete.

Sin una sola palabra más, el misteriarca se concentró de nuevo en los dibujos.

Bane llegó hasta la puerta. El perro se incorporó y lo siguió alegremente, pensando sin duda que era hora de jugar. Cuando llegó al umbral, el muchacho hizo un alto y dio media vuelta.

—Yo lo sé.

—¿Sabes, qué? —Sinistrad alzó la vista, irritado.

—Sé por qué se inventó la Tumpa-chumpa. Sé cuál era su cometido. Sé cómo se puede conseguir que lo cumpla. Y sé cómo podemos dominar el mundo entero. Lo he descubierto mientras hacía los dibujos.

Sinistrad contempló a su hijo. Había algo de su madre en la dulzura de la boca y en las facciones, pero los ojos astutos y calculadores que le sostenían la mirada, impávidos, eran sin duda los suyos.

El misteriarca señaló los diagramas con un gesto negligente.

—Muéstramelo.

Bane volvió hasta el escritorio y lo hizo. El perro, olvidado, se dejó caer a los pies del hechicero.

CAPÍTULO 50

CASTILLO SINIESTRO,

REINO SUPERIOR

El tintineo de múltiples campanillas invisibles llamó a cenar a los invitados de Sinistrad. El comedor del castillo —sin duda recién creado— era largo, oscuro, helado y carente de ventanas. Una gran mesa de roble cubierta de polvo presidía la desolada estancia, rodeada de sillas cubiertas con lienzos como fantasmagóricos centinelas. El hogar estaba frío y sin leña. La sala había aparecido ante las mismas narices de los invitados y éstos pasaron adentro, la mayoría de mala gana, a la espera de que llegara el anfitrión.

Haplo se acercó a la mesa, cubierta con dos dedos de polvo y suciedad.

—No sabes lo impaciente que estoy por probar la comida—declaró.

Sobre sus cabezas se encendieron unas luces, y unos candelabros hasta entonces ocultos cobraron brillante vida, llameantes. El lienzo que cubría las sillas fue recogido por unas manos invisibles. El polvo desapareció. La mesa vacía quedó de pronto repleta de comida: carne asada, verduras al vapor, fragantes panes. Aparecieron vasos llenos de vino y agua. Una música sonó suavemente de algún rincón invisible.

Limbeck, boquiabierto, retrocedió unos pasos y estuvo al borde de caer al fuego que ahora rugía en la chimenea. Alfred estuvo a punto de salirse de su propio pellejo y Hugh no pudo reprimir un respingo y se apartó de la mesa, observándola con suspicacia. Haplo, con una tranquila sonrisa, tomó un búa
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y lo mordió. El crujido se escuchó en el silencio, «Un buen truco de ilusionismo», pensó, secándose el jugo del mentón. Engañaría a todo el mundo hasta que, pasada una hora, empezaran a preguntarse por qué seguían hambrientos.

—Tomad asiento, por favor —indicó Sinistrad con una mano. Con la otra, sostenía la de Iridal. Bane avanzó al lado de su padre—. Aquí no es preciso que andemos con formalidades. Querida... —Condujo a su esposa hasta el extremo de la mesa y la ayudó a sentarse con una reverencia—. Para recompensar a sir Hugh sus esfuerzos por atenderte hace un rato, esposa mía, lo colocaré a tu derecha.

Iridal se sonrojó y no levantó la vista del plato. Hugh se sentó donde le habían indicado y no dio muestras de disgusto.

—El resto de vosotros puede sentarse donde quiera, menos Limbeck. Mi querido señor, te pido disculpas. —Pasando a hablar en el idioma de los enanos, el hechicero realizó una elegante reverencia—. Es una desconsideración por mi parte haber olvidado que no hablas el idioma de los humanos. Mi hijo me ha contado tu valiente lucha por liberar de la opresión a tu pueblo. Te ruego que tomes asiento a mi lado y me cuentes cosas de ti. No te preocupes por los demás invitados; mi esposa los atenderá.

Sinistrad ocupó su lugar en la cabecera de la mesa. Complacido, turbado y sonrojado, Limbeck encaramó su robusto cuerpecillo a una silla a la derecha de Sinistrad. Bane se colocó frente a él, a la izquierda de su padre. Alfred corrió a asegurarse el asiento al lado del príncipe. Haplo escogió colocarse en el extremo opuesto de la gran mesa, cerca de Iridal y de Hugh. El perro se echó en el suelo junto a Bane.

Taciturno y reservado como siempre, Haplo podía parecer absorto en su comida y, al mismo tiempo, escuchar perfectamente todas las conversaciones.

—Espero que disculparás mi indisposición de esta tarde —dijo Iridal. Aunque se dirigía a Hugh, sus ojos no dejaban de desviarse, como si se viera obligada a ello, hacia su esposo, sentado frente a ella al otro extremo de la mesa—. Soy propensa a tales accesos, que me afligen a menudo.

Sinistrad, que la observaba, hizo un leve gesto de asentimiento. Iridal se volvió hacia Hugh y lo miró a los ojos por primera vez desde que el hombre había ocupado la silla junto a ella. Ensayó una sonrisa y añadió:

—Espero que no harás caso de lo que pueda haber dicho. La enfermedad..., me hace desvariar.

—Lo que me has dicho no eran desvaríos, señora —replicó Hugh—. Hablabas en serio. Y no estabas enferma. ¡Estabas asustada hasta la médula!

Al hacer acto de presencia en el comedor, Iridal tenía las mejillas sonrosadas, pero el color desapareció de ellas ante los ojos de Hugh. Volviendo la mirada a su esposo, la mujer tragó saliva y llevó la mano a la copa de vino.

—¡Debes olvidar lo que dije, señor! ¡Si aprecias tu vida, no vuelvas a mencionarlo!

—Mi vida, en estos momentos, tiene muy poco valor. —La mano de Hugh asió la de ella por debajo de la mesa y la sujetó con fuerza—. Excepto si puede ser útil para salvarte, Iridal.

—Prueba un poco de pan —intervino Haplo, pasándole un pedazo a Hugh—. Es delicioso. Sinistrad lo recomienda.

El misteriarca estaba, de hecho, observándolos detenidamente. Hugh soltó a regañadientes la mano de Iridal, tomó el pedazo de pan y lo dejó en el plato, sin probarlo. Iridal jugó con la comida y fingió dar un bocado.

—Entonces, por mi bien, no vuelvas a mencionar mis palabras, sobre todo si no piensas tenerlas en cuenta.

—No podría marcharme, sabiendo que te dejo atrás y en peligro.

—¡Estúpido! —Iridal se enderezó y el calor inundó su rostro—. ¿Qué podrías hacer tú, un humano que carece del don, contra nosotros? ¡Yo soy diez veces más poderosa que tú, diez veces más capaz de defenderme, si fuera necesario! ¡Recuérdalo bien!

—Perdóname, pues. —El rostro cetrino de Hugh había enrojecido—. Me parecía que estabas en dificultades y...

—Mis asuntos son cosa mía y no te interesan para nada, señor.

—No volveré a molestarte, señora. ¡Puedes estar segura!

Iridal no respondió y mantuvo la vista en la comida del plato. Hugh dio cuenta de la suya, impasible, y no añadió nada más.

En vista del silencio que reinaba ahora en aquel extremo de la mesa, Haplo prestó atención a lo que se decía en el otro.

El perro, bajo la silla de Bane, mantenía las orejas tiesas y miraba de un lado a otro ávidamente, como si esperara que le cayera alguna sobra.

—Pero, Limbeck, has visto muy poco del Reino Medio —estaba diciendo Sinistrad.

—Lo suficiente.

Limbeck lo miró con un parpadeo grave tras sus gafas de gruesos cristales. El geg había cambiado visiblemente durante las últimas semanas. Las cosas que había presenciado, los pensamientos que había discurrido, habían tallado como a martillo y escoplo su idealismo soñador. Había visto la vida que se le había negado a su pueblo durante tantos siglos, había contemplado la existencia que los gegs proporcionaban, y de la que nada compartían. Los primeros golpes del martillo le dolieron. Después, llegó la rabia.

—He visto suficiente —repitió. Apabullado por la magia, la belleza y sus propias emociones, no se le ocurría otra cosa que decir.

—Desde luego que sí —replicó el hechicero—. Me siento profundamente apenado por tu pueblo; todos aquí, en el Reino Superior, compartimos tu pena y tu justísima cólera. Considero que tenemos una parte de culpa. No porque os hayamos explotado nunca pues, como verás por lo que te rodea, no tenemos necesidad de explotar a nadie, pero aun así siento que estamos en deuda con vosotros, de algún modo. —Tomó con delicadeza un sorbo de vino—. Abandonamos el mundo porque estábamos hartos de guerra, hartos de ver gente sufriendo y muriendo en nombre de la codicia y el odio. Hablamos contra la guerra e hicimos cuanto pudimos por evitarla, pero éramos demasiado pocos, demasiado pocos...

En la voz del hombre había auténticas lágrimas. Haplo podría haberle dicho que estaba desperdiciando una gran actuación, al menos para aquel extremo de la mesa. Iridal hacía mucho rato que había abandonado cualquier intento de fingir que comía. Había permanecido en silencio, con la vista en el plato, hasta que se hizo evidente que su esposo estaba absorto en la conversación con el geg. Entonces levantó los ojos, pero no dirigió la mirada a su esposo ni al hombre que estaba sentado a su lado. Miró a su hijo y vio a Bane quizá por primera vez desde su llegada. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Rápidamente, bajó la cabeza y, alzando una mano para apartar un mechón suelto de cabello, se enjugó el llanto de las mejillas con disimulo.

La mano de Hugh, posada en la mesa, se contrajo de rabia y dolor.

¿Cómo había podido penetrar el amor, como un cuchillo de filo dorado, en un corazón tan duro como aquél? Haplo no lo sabía ni le importaba. Lo único que sabía era que era un hecho de lo más inconveniente. El patryn necesitaba un hombre de acción, ya que le estaba vedado actuar directamente, y sería terrible que Hugh se hiciera matar en un gesto caballeroso, noble y estúpido.

Haplo empezó a rascarse la mano derecha, hurgando bajo la venda y desplazándola un poco. Cuando el signo mágico quedó al descubierto, alargó la mano como si fuera a coger más pan y se las ingenió para —en el mismo movimiento— presionar con fuerza el revés contra la jarra del vino. Cuando tuvo el pan en la mano, devolvió ésta al plato y pasó la izquierda sobre las vendas hasta que los símbolos mágicos quedaron ocultos de nuevo.

—Iridal, no puedo soportar verte sufrir... —empezó a decir Hugh.

—¿Por qué has de preocuparte por mí?

—¡Yo mismo no lo entiendo! Yo...

—¿Más vino? —preguntó Haplo, con la jarra en la mano.

Hugh le lanzó una mirada iracunda, irritado, y decidió no hacer caso de su compañero.

Haplo sirvió una copa y la arrastró hacia Hugh. La base de la copa tropezó con los dedos del hombre y el vino, un vino de verdad, le salpicó la mano y la manga de la camisa.

—¿Qué diablos...? —Hugh se volvió hacia el patryn, furioso.

Haplo levantó una ceja e hizo un gesto disimulado hacia el otro extremo de la mesa. Atraídos por la conmoción, todos, incluido Sinistrad, se habían vuelto a mirarlos. Iridal permanecía erguida y altiva, con la cara pálida y fría como las paredes de mármol. Hugh alzó la copa y tomó un largo sorbo. Por su expresión sombría, habría podido estar bebiendo la sangre del hechicero.

El patryn sonrió; su intervención no había podido ser más oportuna. Con un pedazo de pan en los dedos, hizo un ademán a Sinistrad.

—Perdón. ¿Decías?

Frunciendo el entrecejo, Sinistrad continuó:

—Decía a Limbeck que deberíamos haber advertido lo que sucedía con su pueblo en el Reino Inferior y acudir a ayudarlos, pero ignorábamos que pasaran dificultades. Dimos por buenas las historias que los sartán nos habían dejado. No sabíamos, entonces, que mentían...

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