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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Ala de dragón (67 page)

BOOK: Ala de dragón
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Haplo trazó un nuevo signo mágico y la puerta volvió a tomar forma y a hacerse visible. Cuando reanudó su recorrido por el pasillo, le siguió llegando la voz de Limbeck recitando el discurso en voz alta para él solo. «El geg sabe lo que tiene que decir», pensó Haplo, «pero se resiste a hacerlo.»

—¡Ah, Alfred, estás aquí! —Era la voz de Bane, que le llegaba a Haplo a través del perro—. No te encontraba por ninguna parte.

El chiquillo sonaba malhumorado, irritado.

—Lo siento, Alteza. Estaba buscando a maese Hugh...

No era el único.

Haplo se detuvo ante la puerta siguiente y echó un vistazo al interior. La habitación estaba vacía; Hugh había desaparecido. Al patryn no le sorprendía mucho que así fuera. Si Hugh seguía con vida, sólo sería porque Sinistrad tenía intención de hacerlo sufrir. O, mejor aún, de utilizarlo para hacer sufrir a Iridal. Los celos que mostraba el hechicero respecto a su esposa eran extraños, considerando que no le tenía el menor afecto.

«Iridal es una posesión suya», dijo Haplo para sí mientras daba media vuelta y desandaba sus pasos por el corredor, en dirección a la alcoba de Limbeck. Sinistrad se habría enfurecido lo mismo, probablemente, si hubiera pillado a Hugh hurtando la cubertería. «En fin, yo he tratado de protegerlo. Una lástima. Era un tipo osado y habría podido serme útil. De todos modos, ahora que Sinistrad está ocupado con él, sería una ocasión excelente para que los demás nos marcháramos.»

—Alfred... —Bane había adoptado un tono meloso—, quiero hablar contigo.

—Desde luego, Alteza.

El perro se echó en el suelo entre los dos.

«Es momento de irse», se repitió Haplo. «Sí, recogeré a Limbeck, volveremos a la nave elfa y me adueñaré de ella. Y dejaré a ese hechicero mensch abandonado en su reino. No tengo por qué seguir soportando a ese entrometido. Trasladaré al geg de vuelta a Drevlin y, cuando lo haya hecho, habré cumplido los objetivos de mi amo, salvo llevarle a alguien de este mundo para que lo instruya como discípulo. Había pensado en Hugh pero, a lo que parece, ya puedo descartarlo.

»Sin embargo, mi amo y señor tendrá que sentirse satisfecho. Este mundo está tambaleándose al borde del desastre. Si todo sale bien, podré darle el empujón definitivo. Y creo que podré asegurarle que ya no queda aquí ningún sartán...»

—Alfred —dijo Bane—, sé que eres un sartán.

Haplo se detuvo en seco.

Debía de ser una confusión. No habría escuchado bien. Como tenía aquella palabra en la cabeza, le parecía haberla oído cuando, en realidad, el muchacho había dicho otra cosa. Conteniendo el aliento y casi deseando con impaciencia poder calmar los latidos de su corazón para escuchar con más claridad, Haplo prestó atención.

Alfred notó que el mundo se abría bajo sus pies. Las paredes se agrandaron, el techo pareció caerle encima y, durante unos benditos y terribles instantes, pensó que iba a desmayarse. Pero esta vez su cerebro se negó a dejar de funcionar. Esta vez tendría que afrontar el peligro lo mejor que pudiera. Sabía que debía decir algo, rechazar la afirmación del muchacho, por supuesto, pero la verdad era que no sabía si sería capaz de hablar. Tenía paralizados los músculos faciales.

—Vamos, Alfred —insistió Bane mientras lo contemplaba con pagada suficiencia—, no tiene objeto que lo niegues. Sé que es verdad. ¿Quieres saber por qué lo sé?

El chiquillo estaba disfrutando inmensamente con la situación. Y Alfred advirtió que allí estaba el perro, con la cabeza levantada y los ojos fijos en él, como si hubiera entendido cada palabra y también aguardara su reacción. ¡El perro! ¡Por supuesto que entendía cada palabra! Y también su amo...

—¿Recuerdas el día en que me cayó encima el árbol? —Dijo Bane—. Yo estaba muerto. Y sé que estaba muerto porque me noté flotando y miré atrás y vi mi cuerpo tendido en el suelo, atravesado por las puntas de cristal. Pero, de pronto, fue como si una gran boca se abriera y me absorbiera hacia atrás. Entonces desperté y ya no tenía ninguna herida. Y, cuando me miré, vi que tenía esto en el pecho. —Bane mostró el papel que había cogido del escritorio de su padre—. Le he preguntado a mi padre qué era y me ha dicho que se trataba de un signo mágico, una runa curativa.

«Niégalo», se dijo Alfred. «Tómate sus palabras a la ligera. ¡Qué imaginación tienes, Alteza! ¡Todo eso lo soñaste, por supuesto! Seguro que fue cosa del golpe que recibiste en la cabeza.»

—Y luego está lo de Hugh —continuó Bane—. Sé que le administré suficiente veneno como para acabar con él. Cuando cayó al suelo hecho un guiñapo, estaba muerto. Igual que yo. ¡Y tú lo devolviste a la vida!

«Vamos, vamos, Alteza. Si yo fuera un sartán, ¿por qué tendría que ganarme la vida como criado? No; si lo fuera, viviría en un espléndido palacio y vosotros, mensch, correríais a presentaros ante mí y os postraríais a mis pies y me suplicaríais que os concediera esto y lo otro, que os ayudara a derrotar a vuestros enemigos, y me ofreceríais todo lo que quisiera, excepto la paz.»

—Y ahora que sé que eres un sartán, tienes que ayudarme. Lo primero que vamos a hacer es matar a mi padre. —Bane llevó la mano bajo la túnica y sacó un puñal que Alfred reconoció como perteneciente a Hugh—. Mira, he encontrado esto en el escritorio de mi padre. Sinistrad quiere bajar al Reino Inferior y mandar a los gegs a la guerra y reparar la Tumpa-chumpa para alinear todas las islas y controlar así el suministro de agua. ¡Él se quedará con toda la riqueza y todo el poder, y eso no es justo, porque la idea es mía! ¡He sido yo quien ha descubierto cómo funciona la máquina! Y, por supuesto, tú también puedes ayudarme en esto, Alfred; dado que fue tu gente quien la construyó, estoy seguro de que conocerás a fondo su funcionamiento.

El perro miraba a Alfred con su expresión excesivamente inteligente. Lo miraba directamente a los ojos. Era demasiado tarde para negarlo: había dejado escapar la oportunidad. Nunca había sido rápido de pensamientos y de reacciones. Por eso su cerebro había adquirido la costumbre de cerrarse cuando se encontraba ante un peligro. Era incapaz de afrontar la batalla constante que rugía en su interior, de dominar el impulso instintivo de utilizar sus poderes prodigiosos para protegerse a sí mismo y a otros, frente a la terrible certeza de que, si lo hacía, quedaría desenmascarado como el semidiós que era..., y que no era.

—No puedo ayudarte Alteza. No puedo arrebatar una vida.

—Vas a tener que hacerlo, Alfred. No tienes alternativa. Si no lo haces, le diré a mi padre quién eres y, cuando mi padre lo sepa, también él tratará de utilizarte.

—Y yo, Alteza, me negaré.

—¡No podrás! Si no lo obedeces, querrá matarte. ¡Entonces tendrás que luchar con él, y lo derrotarás porque eres más fuerte!

—No, Alteza. Perderé. Moriré.

Bane reaccionó con sorpresa, perplejo. Era evidente que no se le había pasado por la
cabeza
tal posibilidad.

—¡Cómo! ¡Eres un sartán!

—No somos inmortales... Algo que ya lo olvidamos una vez, creo.

Había sido la desesperanza lo que los había matado. La misma desesperanza que ahora sentía Alfred. Una enorme y abrumadora tristeza. Habían osado pensar y actuar como dioses y habían dejado de escuchar a los verdaderos dioses. Las cosas habían empezado a torcerse, desde el punto de vista de los sartán, y éstos habían tomado la responsabilidad de decidir qué era mejor para el mundo y actuar en consecuencia. Pero, entonces, otras cosas empezaron a andar mal y ellos tuvieron que dedicarse a arreglarlas. Y cada vez que arreglaban algo, el apaño hacía que se estropeara otra cosa. Pronto, la tarea se hizo demasiado grande y los sartán eran demasiado pocos. Y, al cabo, se dieron cuenta de que habían manipulado indebidamente lo que deberían haber dejado intacto. Pero, para entonces, ya era demasiado tarde.

—Moriré —repitió Alfred.

El perro se incorporó, se acercó hasta él y apoyó la cabeza en su rodilla. Con un gesto lento, titubeante, Alfred alargó la mano y tocó al animal, notó su calor y la solidez de sus bien formados huesos de la cabeza bajo el pelaje sedoso.

«¿Qué está haciendo tu amo en este momento?», le preguntó en silencio. « ¿Qué estará pensando Haplo, al saber que aún tiene al alcance a uno de sus ancestrales enemigos? No puedo ponerme a darle vueltas. Todo depende, supongo, de lo que Haplo haya venido a hacer a este mundo.»

Para frustración y cólera de Bane, Alfred sonrió. El chambelán se preguntaba qué haría Sinistrad si supiera que tenía, no sólo uno, sino
dos
semidioses bajo su techo.

—Tal vez tú estés dispuesto a morir, Alfred —murmuró Bane con inesperada y socarrona astucia—, pero ¿qué me dices de nuestros amigos, el geg y Hugh y Haplo?

Al oír el nombre de su dueño, el perro meneó lentamente de un lado a otro el rabo despeinado.

Bane dio unos pasos hasta colocarse al lado del chambelán y sus manitas se apoyaron con fuerza en el hombro de su sirviente.

—Cuando le diga a mi padre quién eres y cuando le demuestre cómo sé lo que eres, él se dará cuenta, igual que yo ahora, de que ya no necesitaremos a ninguno de los demás. No necesitaremos a los elfos ni su nave, porque nuestra magia puede llevarnos donde queramos. No necesitaremos a Limbeck porque tú podrás hablar con los gegs y convencerlos de que vayan a la guerra. Tampoco necesitaremos a Haplo; en realidad, nunca lo hemos necesitado. Yo me haré cargo del perro. Y no necesitaremos siquiera a Hugh. Mi padre no te matará, Alfred. ¡Te controlará con la amenaza de matarlos! Así, pues, no puedes morir.

«Lo que dice es cierto», pensó Alfred. «Y Sinistrad lo entenderá así, sin duda. Los he convertido a todos en rehenes. Pero, ¿qué puedo hacer para salvarlos, sino matar?»

—Y lo auténticamente magnífico —añadió Bane con una risilla— es que, en último término, ¡ni siquiera necesitaremos a mi padre!

«Es la vieja maldición de los sartán que vuelve a mí, finalmente. Si hubiera dejado morir al muchacho como, tal vez, era su destino, nada de esto habría sucedido. Pero tuve que entrometerme. Tuve que jugar a dios. Pensé que había bondad en el chiquillo, que cambiaría..., ¡Pensé que
yo
podría salvarlo! ¡Yo, yo, yo! Eso es lo único en que pensamos los sartán, en nosotros mismos. Quisimos moldear el mundo a
nuestra
imagen. Aunque tal vez no era eso lo que pretendíamos.»

Alfred se puso en pie muy despacio, apartando con suavidad al perro. Dio unos pasos hasta el centro de la estancia, alzó los brazos al aire y empezó a moverse en una danza solemne y extrañamente garbosa para su habitual torpeza.

—Alfred, ¿qué diablos estás haciendo?

—Me voy, Alteza —respondió el sartán.

El aire a su alrededor empezó a brillar tenuemente mientras proseguía su baile. Estaba trazando las runas en el aire con las manos y escribiéndolas en el suelo con los pies. Bane abrió la boca.

—¡No puedes! —exclamó. Corrió hacia él e intentó agarrarlo, pero el muro mágico que Alfred había construido a su alrededor era ya demasiado poderoso. Cuando Bane lo tocó, se produjo un chisporroteo y el muchacho, con un gemido, retiró la mano con los dedos chamuscados y doloridos—. ¡No puedes dejarme! ¡Nadie puede abandonarme si yo no quiero que lo haga!

—Tu hechizo no me afecta, Bane —repuso Alfred casi con tristeza, mientras su cuerpo empezaba a disolverse—. Nunca lo ha hecho.

Una gran silueta peluda saltó de detrás de Bane. El perro atravesó la pantalla titilante y aterrizó con agilidad al lado de Alfred. Con los dientes abiertos, el perro saltó e hizo presa en el tobillo, sujetándolo con fuerza.

Una expresión de sorpresa apareció en el rostro ya fantasmal de Alfred. Con gestos frenéticos, intentó desasirse a patadas de las fauces del perro.

El perro sonrió, como si considerara aquello un gran juego. Sujetó con más fuerza y empezó a tirar del tobillo con unos gruñidos festivos. Alfred tiró con más fuerza. Su cuerpo había dejado de desvanecerse y empezaba a recuperar la solidez progresivamente. Dando vueltas y vueltas en círculo, el chambelán rogó y suplicó, amenazó y reprendió al perro para que lo soltara. El animal lo siguió, girando también; sus patas resbalaban sobre el suelo de losas, sin asideros para las uñas, pero sus mandíbulas continuaron cerradas con firmeza en torno a la pierna de Alfred.

La puerta de la estancia se abrió de par en par. El perro miró en dirección a ella y meneó con furia la cola, pero no soltó a Alfred.

—Así que te vas y nos dejas atrás, ¿eh, sartán? —Dijo la voz de Haplo—. Como en los viejos tiempos, ¿no?

CAPÍTULO 55

CASTILLO SINIESTRO,

REINO SUPERIOR

En otra habitación, pasadizo adelante, Limbeck llevó por fin la pluma al papel.

«Pueblo mío...», empezó a escribir.

Haplo había imaginado muchas veces el encuentro con un sartán, con alguien que había encerrado para siempre a su pueblo en aquel laberinto infernal. Se había imaginado furioso, pero ahora ni siquiera él podía creer la rabia que sentía. Miró a aquel hombre, a aquel Alfred, a aquel sartán, y vio al caodín atacándolo, vio el cuerpo del perro tendido en el suelo, roto y sangrante. Sintió que se ahogaba. Las venas, rojas contra un intenso amarillo, nublaron su visión y tuvo que cerrar los ojos y concentrarse para recobrar el aliento.

—¡Nos abandonas otra vez! —Buscó aire con un jadeo—. ¡Igual que nuestros carceleros nos abandonaron para que muriésemos en esa prisión!

Haplo masculló las últimas palabras entre dientes. Alzando las manos vendadas como si fueran espolones al ataque, se aproximó a Alfred y observó fijamente el rostro del sartán, que parecía rodeado por un halo de llamas. Si aquel sartán sonreía, si sus labios hacían la menor mueca, Haplo lo mataría. Su amo, su objetivo, sus instrucciones..., todo desapareció tras el violento latir de las oleadas de rabia en su mente.

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