Authors: Laura Gallego García
Cuando ambos se encontraron, todo el universo pareció notarlo.
Ahriel contempló la escena, sobrecogida. Ángeles y demonios eran enemigos ancestrales, y sus primeras guerras se remontaban a tiempos remotos, cuando los humanos todavía no hollaban la faz de la tierra. Y, aunque Ahriel conocía las leyendas que presentaban a los demonios como ángeles caídos en una era inmemorial, también sabía que ambas razas representaban fuerzas opuestas, y que ninguno de los dos bandos vencería al otro jamás, porque estaban destinados a enfrentarse hasta el fin de los tiempos.
Pero, en aquella batalla en concreto, Ahriel temía que Yarael llevase todas las de perder. Aunque el ángel, revestido de todo su resplandor angélico, era un temible oponente, el poder maligno del Devastador parecía no conocer límites. Un ángel guardián como Yarael no era rival para aquella criatura, se dijo Ahriel. No, aquello era tarea de un arcángel o alguien de poder superior. «¿Pero dónde están?», se preguntó, desesperada. «¿Dónde están todos?»
Nuevamente trató de romper el hechizo y, nuevamente, tuvo que renunciar. Arriba, en el aire, la contienda parecía estar decantándose poco a poco del lado demoníaco. Ahriel no pudo evitar mirar a María. Cualquier demonio se habría lanzado contra un ángel sin dudarlo un momento, pero Ahriel sabía que aquél en concreto también atacaría a toda criatura que María le señalase como objetivo, y, por el contrario, no movería un dedo a menos que ella se lo ordenase.
¿En virtud de qué extraño conjuro podía un demonio tan poderoso como el Devastador obedecer las órdenes de una insignificante humana como ella?
Contemplando los rostros fascinados de sus compañeros, Ahriel creyó encontrar la respuesta.
Los ángeles distinguían claramente el bien del mal. Para ellos, todo era blanco o negro. Su naturaleza exigía que luchasen a favor del bien y la justicia y que experimentasen una acusada sensación de repulsa hacia el mal. En su misión, que ellos consideraban sagrada, los demonios eran sus contrarios y sus complementarios.
Pero los humanos no captaban los límites con tanta claridad y, por ello, su visión del mundo estaba llena de matices y de infinitos tonos de gris. Los humanos podían buscar el bien, pero también sentirse atraídos por el mal.
«Nosotros nos considerábamos con derecho a guiarlos y enseñarlos», se dijo Ahriel. «Pero deberíamos aprender de ellos que las cosas no son tan simples, y la vida es infinitamente más compleja.»
Desde aquel punto de vista, sólo un humano podía llegar a dominar a un demonio. Porque los ángeles eran como ellos, pero los humanos conocían los dos caminos y, por tanto, podían elegir.
En cambio, un demonio no podía escapar de su naturaleza.
Y un ángel, tampoco.
Por eso los ángeles habían necesitado de la ayuda de los humanos para vencer al Devastador.
En aquel momento Kiara chilló, y el cuerpo de Yarael cayó pesadamente al suelo, en medio de una nube de plumas blancas. Ahriel luchó por levantarse, pero no lo consiguió. Miró a Yarael y descubrió que estaba inconsciente.
—¡Mátalo! —dijo María—. Y después, ¡acaba con Ahriel!
El Devastador rugió de nuevo, pero Ahriel consideró más aterrador el tono de la voz de María cuando había ordenado su muerte. Y comprendió que, a la hora de la verdad, eran los seres humanos quienes tenían el poder en sus manos.
«María tuvo a su alcance a un ángel y a un demonio», se dijo, «y eligió al demonio. Porque los humanos tienen una capacidad de elección de la que nosotros carecemos».
Vio al Devastador alzar la espada llameante sobre Yarael. Vio que el ángel trataba de incorporarse e interponía su espada entre su persona y la del demonio. Las dos armas chocaron de nuevo, y el mundo volvió a estremecerse.
Ahriel contempló a aquellos dos seres abocados a una lucha tan antigua como el mismo universo. Y entendió por qué ella ya no era un ángel.
No tenía nada que ver con María, ni siquiera con Bran, o con su condición de Reina de la Ciénaga ni con el secreto que había quedado sepultado en Gorlian tras su partida. No era nada relacionado con su capacidad de llorar, de amar, de emocionarse, de odiar y de matar por rencor, por venganza o sin motivo alguno.
No. Ahriel ya no era un ángel porque podía elegir su destino y tomar sus propias decisiones.
Y entonces comprendió que ya no debía preocuparle el hecho de ser o no ser un ángel o una humana.
Porque ella era, simplemente, Ahriel.
Y aprendió otra cosa en aquel momento: que María ya no tenía poder sobre ella.
Con un salvaje grito de triunfo, Ahriel buscó en su interior la fuerza necesaria para romper el hechizo y la encontró. El poder que utilizó para ello tenía parte de su antigua energía angélica, pero, sobre todo, era un poder individual y único que ningún otro ángel poseía.
Era el poder de su alma libre.
La espada de fuego del Devastador se hundió en el cuerpo de Yarael. El ángel cayó al suelo, muerto. Kiara chilló; movida por la desesperación, logró librarse de su captor para correr hacia el cuerpo caído de Yarael, sollozando. Se inclinó sobre él y lo abrazó, sin preocuparse por el enorme demonio que se alzaba ante ella.
Kendal gritó una advertencia, pero era demasiado tarde. El Devastador agarró a Kiara por el cuello de su vestido y la separó brutalmente de Yarael. La princesa emitió un gemido que sonó como si la hubiesen desgarrado por dentro. El demonio la alzó en el aire con una sola mano.
—Mátala —dijo María.
Pero el Devastador no la oyó. Había percibido una nueva amenaza a su espalda, y se volvió para ver de qué se trataba.
Tras él se alzaba Ahriel, como un fénix renacido de sus cenizas. Irradiaba un poder que no era el fulgor angélico que el demonio conocía, y esto lo desconcertó. No, la fuerza de Ahriel era más oscura, pero también más apasionada y, sobre todo, indomable.
Ahriel levantó su espada. El Devastador blandió la suya.
—No eres un ángel —dijo el demonio; su voz sonó como el crepitar de mil llamas—. No eres un demonio. No eres humana. ¿Qué eres?
—Soy Ahriel.
El demonio dejó escapar una risa siniestra.
—Ahriel —repitió—. No eres rival para mí.
Ahriel blandió su espada.
—¿Quieres apostar?
El demonio acercó el filo de su arma al cuello de Kiara.
—Alto —le advirtió—. Si te acercas, ella morirá.
—Como si eso me importara —dijo Ahriel, encogiéndose de hombros.
Pero había vacilación en su voz, y el Devastador debió de percibirlo, porque rió de nuevo. Ahriel maldijo para sus adentros. Podía atacar al demonio en ese mismo momento, y tendría una oportunidad de derrotarlo, puesto que él tendría que soltar primero a Kiara para detener su embestida. La joven moriría, pero con su sacrificio, Ahriel lograría tal vez devolver al Devastador al lugar de donde procedía, y salvar así miles de vidas. Entonces, ¿qué era lo que la retenía? Los años pasados en Gorlian habían endurecido su cuerpo y su corazón. La Reina de la Ciénaga era capaz de matar sin vacilar. ¿Por qué dudaba ahora?
El Devastador rió nuevamente y alzó el cuerpo de Kiara con los dos brazos, por encima de su cabeza. La muchacha estaba demasiado aterrada como para moverse.
«Ahora», se dijo Ahriel. Pero no se movió.
—¿La quieres? ¡Ven a buscarla!
Con un poderoso impulso, el demonio se elevó en el aire, batiendo sus enormes alas de murciélago. Ariel se quedó abajo, impotente. Vio cómo el Devastador se posaba sobre el filo del cráter, con Kiara. Ahriel envainó la espada y corrió hacia la pared rocosa. El demonio la miró desde arriba, burlón, mientras ella trepaba por la boca del volcán. «¿Por qué no la ha matado aún?», se dijo. «¿A qué espera?»
Pronto lo averiguó. Cuando Ahriel llegó al borde, el Devastador alzó el vuelo de nuevo y se quedó suspendido sobre el abismo. Kiara chilló.
—No —dijo Ahriel.
El demonio soltó a la joven, que cayó con un grito de terror.
«Mi sueño», pensó Ahriel. Por un fugaz instante volvió a ver la sonrisa de Bran en su mente. Y, en alguna parte, lloraba un niño recién nacido.
Oyó la risa cruel del Devastador, y después un recuerdo afloró a su mente.
La voz de Bran.
«Somos grandes, alitas. Y nada...»
—Nada podrá pararnos —susurró Ahriel, con los ojos llenos de lágrimas.
El bebé seguía llorando en algún lugar de su memoria.
Instintivamente, Ahriel saltó al abismo para rescatar a Kiara.
Multitud de imágenes cruzaron por su mente, entremezclándose en un confuso caos de recuerdos. Sabía que lo que acababa de hacer era algo muy parecido al suicidio, y, aunque no acababa de entender por qué lo había hecho, sí era consciente de que iba a morir.
Los gritos de Kiara acallaron aquellos pensamientos. Ahriel inspiró hondo y batió las alas con toda la fuerza de su ser. El esfuerzo fue mayor de lo que había imaginado y le produjo un dolor insoportable en la parte superior de la espalda, cuyos músculos estaban atrofiados por no haberlos usado en tanto tiempo; pero ella lo intentó de nuevo. Esta vez, el dolor fue más intenso. Ahriel apretó los dientes y volvió a insistir, tratando de mover las alas con cada fibra de su ser.
Y entonces se oyó algo parecido a un crujido, y sintió que algo se deslizaba por su espalda y caía al vacío.
Era el cepo.
Ahriel no podía creerlo. Batió las alas. Sintió que le producía el mismo dolor que antes, pero percibió también que frenaba un poco su caída. Ignorando el dolor, batió las alas con más energía y se lanzó en picado para salvar a Kiara. Su vuelo era torpe e irregular, porque sus alas no respondían igual que antes, pero Ahriel descubrió que, a pesar de todo, no había olvidado cómo volar.
El suelo estaba peligrosamente cerca. Ahriel imprimió más velocidad al movimiento de sus alas y, con una peligrosa maniobra, bajó todavía más, con los brazos por delante.
Sus manos agarraron a Kiara a pocos metros del suelo.
Ahriel no tuvo tiempo de felicitarse por su proeza. El peso de la joven la desequilibró, y ambas siguieron su trayectoria hacia el suelo. Ahriel soltó a Kiara poco antes de caer. La princesa rodó por tierra, pero se levantó enseguida, ilesa.
Ahriel bajó junto a ella. No fue un aterrizaje triunfal; perdió el equilibrio y cayó al suelo con estrépito. Kiara corrió a su lado.
—¡Ahriel! ¿Estás bien?
Ella se incorporó un poco, aturdida.
—¡Puedes volar, Ahriel! ¡Puedes volar! ¿Cómo lo has hecho?
Ahriel se levantó y miró a su alrededor. Descubrió el cepo no lejos de allí, y corrió a buscarlo. Al observarlo de cerca, vio que estaba oxidado y muy deteriorado. Se preguntó cuánto tiempo llevaba así, y si habría podido quitárselo años atrás, o había sido necesaria para ello una situación extrema en la que ella sacase toda la fuerza que había en su interior. Probablemente, nunca lo sabría.
De pronto, algo recorrió su espina dorsal. No era una sensación agradable. Instintivamente, alzó la cabeza y miró hacia lo alto del volcán.
—¿Qué pasa? —preguntó Kiara.
—Algo va muy mal ahí arriba.
Se dispuso a emprender el vuelo de nuevo, pero Kiara la retuvo.
—Espera. Llévame contigo.
—No. Es peligroso.
—Llévame contigo. Entre las dos encerraremos de nuevo a esa criatura.
Ahriel quiso negarse de nuevo, pero la miró a los ojos y vio algo en su mirada que le hizo cambiar de opinión. Asintió y, sin una palabra, la cogió en brazos y alzó el vuelo.
Fue bastante más difícil que antes, pero Ahriel no se rindió. Sintió que con cada golpe de sus alas remitía el dolor y recuperaba una energía que había creído perdida.
También había llegado a olvidar lo hermoso que era volar.
Se elevó con Kiara hasta lo alto del volcán, se posó en el borde del cráter y se asomó a su interior.
Lo que vio la dejó horrorizada.
Los dos nigromantes, la reina María y el demonio que se hacía llamar el Devastador estaban en pie ante la lápida que se alzaba en el centro del volcán. Frente a ellos se hallaba Kendal, maniatado y arrodillado en el suelo.
Pero lo que inspiró en Ahriel aquella sensación de espanto fue la tumba del Devastador, cuya lápida parecía hervir como si estuviese hecha de lava. Desde su posición, Ahriel oyó las palabras prohibidas que recitaban la reina y sus compañeros, y las reconoció inmediatamente.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó Kiara, insegura, al verla palidecer.
—Esa piedra es mucho más que la tumba de un demonio. Se trata de una entrada al infierno, la dimensión donde moran los demonios. Y la están abriendo.
Kiara ahogó un grito de horror.
—Es por Yarael —dijo en voz baja—. María teme que vengan más ángeles. Teme haber traspasado el límite de lo tolerable.
—Ella tiene al Devastador bajo su mando —asintió Ahriel—. Los demás demonios obedecerán sus órdenes.
—¡Tenemos que impedírselo!
—No —la detuvo Ahriel—.
Yo
voy a tratar de impedírselo. Tú vas a quedarte aquí.
Kiara abrió la boca para protestar, pero Ahriel extendió las alas —con una mueca de dolor— y, de un poderoso impulso, se elevó en el aire.
Descendió a una prudente distancia. Sus contrarios parecían estar muy concentrados en lo que estaban haciendo y, si se acercaba en silencio, tal vez no advirtieran su presencia. Ahriel se deslizó sigilosamente, calibrando sus opciones. Sabía algo más de lo que le había dicho a Kiara: que la vida de Kernal corría peligro, porque sin duda lo habían elegido como sacrificio humano para que el Guardián de la Puerta del Infierno los escuchara. Tenía que darse prisa, pero todavía no había decidido a quién debía atacar primero, si a María o al Devastador. Y era una decisión importante, porque tal vez no tuviese una segunda oportunidad.
Aún estaba pensando en ello cuando percibió un movimiento a su espalda. Se volvió rápidamente y alzó su espada, justo a tiempo para detener la de Kab, que caía sobre ella. Ahriel lo empujó hacia atrás para alejarlo de ella, y los dos se miraron un momento, desafiantes.
—¿De verdad quieres que abran la puerta del infierno? —le preguntó Ahriel.
—Quiero que los karishanos gobernemos sobre los demás reinos —respondió Kab, rechinando los dientes—. ¡Y tú no vas a poder evitarlo, traidora!
Descargó su espada contra ella, pero Ahriel alzó el vuelo y lanzó una estocada que atravesó el cuerpo del capitán de la guardia de Karish.