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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

Albert Speer (53 page)

BOOK: Albert Speer
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Casualmente, Milch y yo teníamos una cita con Göring a la mañana siguiente. La reunión no se celebró en Karinhall, sino en el castillo de Veldenstein, en la Suiza francesa, donde Göring residía entonces. Hallamos a un mariscal del Reich de pésimo humor; se resistía a creer las informaciones sobre el ataque aéreo contra Colonia.

—Es imposible; no se pueden arrojar tantas bombas en una noche —dijo con malos modos a sus asistentes—. Comuníquenme con el jefe regional de Colonia.

Un instante después tuvo lugar en nuestra presencia una conversación telefónica absurda.

—¡El informe de su jefe superior de policía es una solemne mentira!

Pero el jefe regional pareció contradecirlo.

—Le digo, en mi calidad de mariscal del Reich —siguió Göring—, que esas cifras son muy altas. ¿Cómo puede comunicar al
Führer
semejante patraña? —El jefe regional, desde el otro extremo del hilo, insistía en la exactitud de sus informes.— ¿Cómo pretende contar usted el número exacto de bombas? ¡Eso no son más que estimaciones! ¡Le vuelvo a decir que el número es exageradísimo! ¡No es cierto en absoluto! ¡Rectifique inmediatamente esas cifras! ¿O es que pretende decir que estoy mintiendo? Yo he transmitido al
Führer
mi informe con las cifras exactas. ¡Y así se van a quedar!

Después, como si no hubiese ocurrido nada, Göring nos enseñó la casa, que había sido de sus padres. Como si no estuviéramos en guerra, hizo traer unos planos y nos explicó el grandioso palacio en el que iba a convertirse la modesta casa de estilo Biedermeier que había en el patio del antiguo castillo. En primer lugar se haría construir un bunker de gran seguridad. Ya tenía el proyecto listo.

Tres días más tarde estuve en el cuartel general del
Führer
, donde aún no se había disipado la excitación por el bombardeo de Colonia. Informé a Hitler de la extraña conversación telefónica entre Göring y el jefe regional Grohé. Desde luego, di por sobreentendido que los informes de Göring debían de ser más fidedignos que los del jefe regional de Colonia. Hitler, sin embargo, ya se había formado una opinión. Mostró a Göring las noticias de la prensa enemiga respecto al número de aviones y bombas empleados en el ataque a Colonia; daban una cifra muy superior a la que le había indicado el jefe superior de policía de Colonia.
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Hitler se mostró muy irritado por la táctica de ocultamiento de Göring, aunque consideró parcialmente responsable al Estado Mayor de la Luftwaffe. Al día siguiente, Göring fue recibido como siempre. El asunto nunca volvió a mencionarse.

• • •

Ya el 20 de septiembre de 1942 señalé a Hitler que nuestras dificultades serían insuperables si se interrumpía la llegada de tanques desde Friedrichshafen y la producción de rodamientos en Schweinfurt, por lo que ordenó acto seguido aumentar los cañones antiaéreos que protegían estas dos ciudades. Pronto me di cuenta de que la guerra se podría haber decidido en gran medida en 1943 si, en lugar de proceder a insensatos bombardeos de zonas extensas, se hubiese intentado paralizar los centros de producción de armamento: el 11 de abril de 1943 propuse a Hitler que confiara a una comisión de industriales la búsqueda de objetivos estratégicos en la producción de energía soviética. Pero no fuimos nosotros, sino los ingleses, quienes cuatro semanas después realizaron el primer ensayo en este sentido, tratando de influir de manera decisiva en el curso de la contienda destruyendo un centro neurálgico de la economía de guerra. Al igual que un motor puede ser inutilizado si se le quita una pequeña pieza, el 17 de mayo de 1943 diecinueve bombarderos de la RAF intentaron paralizar el centro de nuestra producción de armamentos atacando las presas de la cuenca del Ruhr.

Los informes que me llegaron a primeras horas de la mañana eran muy alarmantes. La mayor de las presas, la del valle del Möhne, había sido destruida y se había vaciado. Aún no había noticias sobre las otras tres. Estaba amaneciendo cuando aterrizamos en el campo de aviación de Werl después de haber examinado el desastre desde el aire: la central eléctrica que se hallaba al pie de la presa había sido borrada del mapa con toda su maquinaria.

El agua escapada del embalse había inundado el valle del Ruhr, con la consecuencia al parecer insignificante, pero en realidad grave, de que los grupos eléctricos de las estaciones de bombeo del valle quedaron llenos de lodo, por lo que la industria se paralizó y el abastecimiento de agua a la población estuvo a punto de quedar interrumpido. El informe de los daños, que entregué poco después en el cuartel general del
Führer
, causó «una profunda impresión al
Führer
, quien se ha guardado los informes», según consta en el acta pertinente.
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No obstante, los ingleses no lograron destruir las otras tres presas, cuya rotura habría significado la interrupción casi total del suministro de agua a la región del Ruhr durante los meses de verano que se avecinaban. Aunque con siguieron hacer un blanco perfecto en la mayor de las presas —la del valle del Sorpe—, que inspeccioné aquel mismo día, tuvimos la gran suerte de que el boquete abierto por la bomba quedara un poco por encima del nivel del agua. Unos cuantos centímetros más abajo… y el pequeño arroyuelo se habría convertido rápidamente en una espantosa corriente que se habría llevado por delante toda la presa.
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Utilizando sólo un pequeño número de bombarderos, los ingleses habían estado a punto de conseguir un éxito muchísimo mayor en una noche que con miles de bombas en todo lo que llevábamos de guerra. Cometieron únicamente un error que todavía no he logrado comprender: dividieron sus fuerzas y destruyeron a la vez la presa del valle del Eder, a 70 km de distancia, a pesar de que no tenía nada que ver con el abastecimiento de agua de la cuenca del Ruhr.
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Pocos días después del ataque ya estaban trabajando en la reconstrucción de las presas 7.000 hombres a los que hice trasladar de la muralla del Atlántico a la región del Möhne y del Eder. La brecha abierta en la del Möhne —de 22 metros de ancho y 77 de alto— pudo cerrarse el 23 de septiembre de 1943, antes de que comenzara el período de lluvias,
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lo que permitió embalsar las precipitaciones del otoño y el invierno de 1943 para satisfacer las necesidades del verano siguiente. Mientras se realizaban aquellas obras, la aviación inglesa desperdició una nueva oportunidad: unas cuantas bombas habrían bastado para destruir las desprotegidas instalaciones y convertir el andamiaje de madera en pasto de las llamas.

• • •

Tras estas experiencias volví a preguntarme por qué nuestra Luftwaffe, a pesar de sus modestos medios, no efectuaba ataques puntuales como aquel, cuyas consecuencias podían ser devastadoras. A fines de mayo de 1943, quince días después del ataque británico, repetí a Hitler mi propuesta del 11 de abril: que se formara una comisión de trabajo para buscar objetivos cruciales en el campo enemigo. El, como tantas otras veces, dudaba:

—Me parece inútil tratar de convencer al Estado Mayor de la Luftwaffe de que sus colaboradores industriales pueden contribuir a establecer los objetivos de los ataques en el campo enemigo. Ya se lo he comentado varias veces al general Jeschonnek. Pero —terminó diciendo con resignación— hable usted una vez más con él.

Era evidente que Hitler no estaba dispuesto a hacer valer su autoridad en el asunto. Carecía de visión para calcular la importancia decisiva de aquella clase de operaciones. No hay duda de que ya se había equivocado entre 1939 y 1941, cuando ordenó bombardear las ciudades inglesas en vez de coordinar la acción aérea y submarina y, por ejemplo, atacar sobre todo los puertos ingleses en los que se reunían los convoyes marítimos. Tampoco ahora tuvo sentido de la oportunidad. Y los ingleses, si exceptuamos el ataque aislado contra las presas, copiaban irreflexivamente su insensatez.

A pesar del escepticismo de Hitler y de mi falta de capacidad para influir en la estrategia de la Luftwaffe, no me desanimé. El 23 de junio reuní en una comisión a algunos expertos con el fin de estudiar los objetivos militares estratégicos.
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Nuestra primera propuesta afectaba a la industria inglesa del carbón, sobre cuyos centros, puntos de ubicación, capacidad y demás detalles estábamos bien informados gracias a las publicaciones británicas especializadas; sin embargo, llegó con dos años de retraso: ya no teníamos fuerzas suficientes.

Dada la parquedad de nuestros medios, se nos imponía una vez más un objetivo de gran eficacia: las centrales de energía rusas. La experiencia nos decía que en Rusia no cabía esperar una defensa antiaérea sistemática. Por otra parte, la economía eléctrica de la Unión Soviética se distinguía de la de los países occidentales en un punto decisivo. Mientras que el crecimiento industrial paulatino de Occidente había hecho surgir gran cantidad de centrales de tamaño medio vinculadas entre sí, en la Unión Soviética se construyeron algunas centrales gigantescas en puntos concretos, por lo general en el centro de grandes complejos industriales.
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Por ejemplo, gran parte del suministro de energía de Moscú procedía de una gran central situada en el curso superior del Volga. Según nuestras informaciones, en la capital soviética se concentraba el 60 % de la producción de aparatos ópticos y equipamiento eléctrico. Si se destruían algunas de las grandes centrales de los Urales, se podría paralizar de forma permanente la industria del acero y la de tanques y municiones. Un blanco en las turbinas o en sus tubos de alimentación liberaría unas masas de agua cuyo poder destructivo sería mayor que el de muchas bombas. Y los informes de que disponíamos eran fidedignos, pues buena parte de las grandes centrales soviéticas de producción de energía se habían levantado con el concurso de la industria alemana.

El 26 de noviembre, Göring dio la orden de reforzar con bombarderos de gran autonomía el VI Cuerpo Aéreo, al mando del general de división Rudolf Meister. En diciembre se concentraron las unidades cerca de Bialystok.
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Hicimos construir maquetas de madera de las centrales de energía para adiestrar a los pilotos. Yo informé a Hitler a primeros de noviembre
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y Milch habló de nuestros planes a Günther Korten, amigo suyo y nuevo jefe del Estado Mayor de la Luftwaffe. El 4 de febrero le escribí que «todavía existen hoy buenas perspectivas […] de una guerra aérea operativa contra la Unión Soviética. […] Tengo la firme esperanza de que con estas operaciones [me refería a los ataques contra las centrales de energía de la zona de Moscú-curso superior del Volga] se lograrán resultados que repercutirán de manera notable en la potencia combativa de la Unión Soviética». El éxito —como siempre en tales empresas— dependía del azar. Yo no confiaba en conseguir una victoria decisiva, pero, tal como escribí a Korten, esperaba debilitar la potencia ofensiva soviética de tal modo que incluso los refuerzos americanos tardarían meses en compensar los daños.

Una vez más, llegamos dos años tarde. La ofensiva rusa de invierno obligó a nuestras tropas a retroceder. La situación se había vuelto crítica. Hitler, que era de una sorprendente miopía en las situaciones de emergencia, me dijo a finales de febrero que el Cuerpo Meister había recibido la orden de destruir las líneas férreas para interrumpir los suministros que recibían las tropas soviéticas. Mis objeciones de que el suelo ruso estaba endurecido por las heladas, de que las bombas sólo conseguirían un efecto superficial y de que sabíamos, por propia experiencia, que vías férreas alemanas mucho más delicadas podían repararse en unas horas, resultaron completamente infructuosas. El Cuerpo Meister se consumió en una operación inútil que no afectó a los movimientos del Ejército soviético.

Cualquier interés que Hitler pudiera tener en la estrategia quedaba ahogado por sus tercos propósitos de venganza contra Inglaterra. Incluso después de que el Cuerpo Meister fuera aniquilado, disponíamos de bastantes bombarderos para poner en práctica nuestros proyectos. Pero Hitler alentaba la vana esperanza de que algunos ataques masivos sobre Londres obligarían a los ingleses a renunciar a su ofensiva aérea contra Alemania. Sólo por eso en 1943 seguía exigiendo que se desarrollaran y produjeran bombarderos más pesados. El hecho de que en el Este pudieran encontrarse objetivos mucho más provechosos lo dejaba indiferente, aunque en ocasiones, incluso en el verano de 1944, se mostrara de acuerdo con mis argumentos:
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ni él ni el Estado Mayor de la Luftwaffe eran capaces de hacer una guerra aérea basada en consideraciones tecnológicas, en vez de en anticuados conceptos militares. Al principio también al enemigo le sucedió lo mismo.

Mientras me esforzaba en demostrar a Hitler y al Estado Mayor de la Luftwaffe la existencia de objetivos ventajosos, el enemigo occidental desencadenó, en ocho días (del 25 de julio al 2 de agosto), cinco grandes ataques aéreos contra una sola ciudad: Hamburgo.
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Y aunque esta acción contradecía cualquier reflexión táctica, sus consecuencias fueron catastróficas. En los primeros ataques resultaron destruidas las tuberías de conducción de agua, por lo que los bomberos no pudieron extinguir ningún incendio durante los ataques siguientes. Las lenguas de fuego de las gigantescas hogueras bramaban como ciclones. Ardió el asfalto de las calles y las personas se asfixiaban en los refugios o quedaban carbonizadas en la vía pública. El efecto de aquella serie de bombardeos sólo podría compararse al de un terremoto. El jefe regional Kaufmann telegrafió repetidamente a Hitler rogándole que visitara la ciudad. Como no tuvo éxito, le pidió que recibiera al menos a una delegación compuesta por grupos de salvamento que se hubieran distinguido de manera especial, pero Hitler también rechazó hacerlo.

En Hamburgo se produjo lo que Hitler y Göring habrían deseado hacer con Londres; en 1940, durante una cena en la Cancillería del Reich, Hitler se había ido dejando dominar por el ansia de destrucción:

—¿Han visto ustedes alguna vez un mapa de Londres? La ciudad está tan apiñada que un solo foco de incendio bastaría para destruirla, como pasó hace más de doscientos años. Göring quiere emplear una gran cantidad de un nuevo tipo de bombas incendiarias para que se inicie el fuego en distintos barrios. Incendios por todas partes. Miles de incendios que se unirán para formar una enorme hoguera. Göring ha tenido una buena idea: las bombas explosivas no sirven, pero con las incendiarias sí se puede hacer: ¡Destruir Londres por completo! ¿De qué les van a servir sus bomberos cuando empiece todo esto?

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