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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

Albert Speer (71 page)

BOOK: Albert Speer
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Al día siguiente me reuní en el hotel Berchtesgadener Hof con el aposentador general Edward Wagner, con el general de transmisiones Erich Fellgiebel, con el general del Estado Mayor Fritz Lindemann y con el jefe de organización del Alto Mando del Ejército de Tierra, el general de brigada Helmut Stieff. Todos estaban implicados en la conjura y ninguno de ellos iba a sobrevivir a los meses siguientes. Quizá precisamente porque la resolución tanto tiempo demorada de dar un golpe de Estado era ya irrevocable, aquella tarde todos mostraron una actitud más bien despreocupada, como suele suceder después de adoptar grandes decisiones. La crónica de mi Ministerio consigna la estupefacción que sentí al constatar la forma en que estos oficiales trivializaban la desesperada situación de los frentes: «Según las palabras del aposentador general, las dificultades son de poca monta[…]. Los generales tratan la situación del frente oriental con superioridad, como si no tuviera ninguna importancia».
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Sólo una o dos semanas antes, el general Wagner pintaba la situación con los colores más negros y formulaba peticiones de armamento tan desmesuradas para el caso de nuevas retiradas que yo de ningún modo habría podido satisfacerlas. Actualmente creo que sus exigencias sólo podían tener por objeto demostrar a Hitler que ya no era posible conseguir que el ejército dispusiera de suficientes armas y que íbamos camino de la catástrofe. En mi ausencia, mi colaborador Saur, apoyado por Hitler, había sermoneado al aposentador general, mucho mayor que él, como si se tratara de un colegial. Ese día me dirigí a él para expresarle mis simpatías, pero pude compro bar que aquello hacía tiempo que no lo preocupaba.

Hablamos extensamente de los problemas que se habían presentado en la dirección de la guerra por la falta de un mando superior adecuado. El general Fellgiebel describió el innecesario derroche de soldados y material que representaba que cada uno de los ejércitos de la Wehrmacht tuviera que disponer de una red de comunicaciones propia; la Luftwaffe y el Ejército de Tierra habían llegado a tender cables por separado hasta Atenas y Laponia. Aparte de las consideraciones económicas, la fusión de los distintos sistemas evitaría los roces. Sin embargo, Hitler siempre reaccionaba negativamente y con aspereza si se le insinuaba algo por el estilo. Yo mismo puse algunos ejemplos que demostraban las ventajas que comportaría la dirección unitaria del armamento de todas las ramas de la Wehrmacht.

Aunque solía mantener conversaciones inusitadamente francas con los conjurados, no me di cuenta de sus intenciones. Sólo una vez percibí que se estaba tramando algo, aunque no fue hablando con ellos, sino por unas palabras de Himmler. Sería a fines del otoño de 1943 cuando este mantuvo una conversación con Hitler en los terrenos del cuartel general; yo me hallaba cerca, así que fui testigo involuntario del siguiente diálogo:

—Así pues, ¿está usted de acuerdo,
mein Führer
, en que hable con la «eminencia gris» y haga como si colaborara con ellos?

Hitler asintió.

—Están tramando algo; quizá me entere de algo más si me gano su confianza. Si usted,
mein Führer
, tuviera conocimiento de mi actuación por terceras personas, ya sabrá mis motivos.

Hitler hizo un gesto de asentimiento.

—Naturalmente, tengo plena confianza en usted.

Después le pregunté a un asistente si sabía quién era apodado «eminencia gris».

—Ah, sí —repuso—. ¡Ese es Popitz, el ministro prusiano de Hacienda!

• • •

El azar se encargó de distribuir los papeles. Durante un tiempo pareció vacilar sobre si el 20 de julio de 1944 me haría estar en pleno centro del golpe de Estado, en la Bendlerstrasse, o en el centro de la defensa, el domicilio de Goebbels.

El 17 de julio, Fromm me expresó el deseo de Von Stauffenberg, jefe de su Estado Mayor, de que el 20 de julio acudiera a la Bendlerstrasse a comer con él para celebrar después una reunión. Sin embargo, como hacía tiempo que tenía concertado para última hora de esa mañana un discurso a los representantes del Gobierno del Reich y de la economía para explicarles la situación armamentística, tuve que excusar mi asistencia. A pesar de mi negativa, el jefe del Estado Mayor de Fromm insistió en invitarme el 20 de julio: era absolutamente necesario que fuera a verlo. Pero como no deseaba hacer el esfuerzo adicional de debatir asuntos armamentísticos importantes con Fromm tras el acto sin duda fatigoso de aquella mañana, rehusé también esta segunda vez.

Mi conferencia comenzó hacia las once de la mañana en la representativa sala del Ministerio de Propaganda, decorada y pintada por Schinkel, que Goebbels había puesto a mi disposición. Se habían reunido unas doscientas personas: todos los ministros que estaban en Berlín y todos los secretarios y funcionarios importantes; acudió el círculo político berlinés al completo. Empecé repitiendo mi llamamiento para que se emplearan más a fondo los recursos nacionales; lo había formulado ya tantas veces que podía recitarlo casi maquinalmente. Después les mostré, por medio de gráficos, el estado en que se encontraba nuestra producción de armamentos.

Más o menos a la misma hora en que terminaba mi discurso y Goebbels, como anfitrión, pronunciaba algunas palabras de despedida, estalló en Rastenburg la bomba de Stauffenberg. Si los golpistas hubieran sido más hábiles, podrían haber aprovechado para detener a la vez, de forma paralela al atentado, el Gobierno del Reich prácticamente en pleno y a sus principales colaboradores, empleando para ello sólo a la figura casi proverbial del subteniente y a diez hombres más. Sin sospechar nada, Goebbels nos llevó a Funk y a mí a su despacho del Ministerio. Como era habitual en los últimos tiempos, estuvimos conversando sobre oportunidades fallidas o todavía posibles para movilizar a las fuerzas; entonces, un pequeño altavoz anunció:

—El cuartel general desea hablar urgentemente con el señor ministro. El doctor Dietrich está al aparato.

Goebbels repuso:

—Páseme la comunicación aquí.

Entonces se dirigió a su escritorio, levantó el auricular y preguntó:

—¿Doctor Dietrich? ¿Sí? Aquí Goebbels… ¿Qué? ¿Un atentado contra el
Führer
? ¿Hace un instante?… El
Führer
está vivo, dice usted… Aja, en el barracón de Speer. ¿Se sabe algo más concreto? ¿Que el
Führer
cree que ha sido alguien de la Organización Todt?

Dietrich tenía prisa y la conversación terminó. Se había puesto en marcha la Operación Valquiria, el plan de acción de los conjurados para movilizar las reservas nacionales sobre el que deliberaban abiertamente desde hacía meses, incluso con Hitler.

«¡Sólo me faltaba esto!», pensé cuando Goebbels nos repitió lo que acababa de oír y mencionó que se sospechaba de alguien de la Organización Todt. Si se confirmaba esta suposición, mi prestigio estaría en juego, porque Bormann podría recurrir a mi responsabilidad como pretexto para urdir nuevas intrigas y reanudar sus insinuaciones. Goebbels ya se mostró colérico sólo porque no pude informarlo sobre las medidas de control a las que habían tenido que someterse los trabajadores de la Organización Todt antes de ser seleccionados para Rastenburg. Le dije que cientos de trabajadores entraban diariamente en la zona restringida I para reforzar el bunker de Hitler y que este trabajaba actualmente en mi barracón porque era el único que disponía de una sala grande para reuniones y, además, estaba vacío durante mi ausencia. En tales circunstancias, dijo negando con la cabeza ante tanta irreflexión, debió de ser empresa fácil acceder al recinto mejor protegido y vigilado del mundo.

—¿Qué sentido tienen entonces todas las medidas de seguridad? —preguntó en el aire, como dirigiéndose a un responsable imaginario.

Goebbels se despidió de nosotros al cabo de poco; incluso en un caso así, tanto él como yo nos encontrábamos atados por la rutina ministerial. Cuando por fin, a una hora avanzada, me fui a comer, ya me estaba esperando el coronel Engel, antiguo asistente de Hitler en el Ejército de Tierra. Me interesaba la opinión que pudiera tener de una memoria en la que yo exigía el nombramiento de un «subdictador», es decir, de un hombre provisto de unos poderes inhabituales que eliminara de una vez la inextricable organización triple y cuádruple de la Wehrmacht, sin consideración alguna hacia su prestigio, y estableciera por fin una organización efectiva. Aunque esta memoria, preparada hacía días, llevaba la fecha del 20 de julio sólo por casualidad, no dejaba de reflejar muchas de las ideas discutidas en las conversaciones con los que habían participado en la conjura.
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Entretanto, no se me ocurrió la idea elemental de telefonear al cuartel general del
Führer
para informarme de los detalles del suceso. Probablemente pensé que, dada la excitación que un acontecimiento semejante tenía que suscitar a la fuerza, mi llamada sólo ocasionaría molestias; además, me pesaba la sospecha de que el autor del atentado pudiera proceder de mi organización. Después de comer, siguiendo mi agenda, recibí a Clodius, delegado del Ministerio de Asuntos Exteriores, que me informó sobre el modo de proteger el petróleo rumano. Sin embargo, antes de que la entrevista hubiera terminado recibí una llamada de Goebbels.
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Su voz había sufrido un cambio notable desde la mañana; sonaba ronca y alterada.

—¿Puede usted interrumpir su trabajo enseguida? ¡Venga a verme! ¡Es muy urgente! No, no le puedo decir nada por teléfono.

Suspendí la entrevista y, a eso de las cinco de la tarde, me encaminé al domicilio de Goebbels. El ministro de Propaganda me recibió en un despacho del primer piso de su palacio residencial, situado al sur de la Puerta de Brandenburgo. Me dijo apresuradamente:

—Acabo de saber por el cuartel general que se ha puesto en marcha un golpe militar en todo el Reich. Quiero tenerlo conmigo en esta situación. A veces me precipito en mis decisiones. Usted, con su aplomo, me será útil. Tenemos que obrar reflexivamente.

En realidad, la noticia me causó no menos excitación que a Goebbels. De repente acudieron a mi memoria las conversaciones que había tenido con Fromm, Zeitzler, Guderian, Wagner, Stieff, Fellgiebel, Olbricht o Lindemann. A la desesperada situación en todos los frentes, el éxito de la invasión enemiga, la superioridad del Ejército Rojo y la amenaza de ruina del abastecimiento de carburante se unía el recuerdo de nuestras críticas, a menudo amargas, sobre el diletantismo de Hitler, sus insensatas decisiones, sus continuas ofensas a oficiales de alta graduación, sus incesantes destituciones y afrentas. Desde luego, no pensé que Stauffenberg, Olbricht, Stieff y su círculo ejecutaran el golpe; más bien se lo habría atribuido a un hombre de temperamento colérico como Guderian. Más tarde descubrí que en aquel momento Goebbels ya estaba informado de que las sospechas se dirigían hacia Stauffenberg. Sin embargo, no me dijo nada. Tampoco me comunicó que justo antes de que yo llegara había estado hablando por teléfono con el propio Hitler.
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Aun sin saber nada de esto, yo ya había tomado una decisión: en realidad me pareció que en aquel momento un golpe de Estado sería catastrófico; pero, una vez más, no supe ver su dimensión moral. Goebbels podía contar conmigo.

Las ventanas del despacho daban a la calle. Unos minutos después de mi llegada vi a unos soldados completamente equipados, con cascos de acero, granadas de mano en el cinturón y ametralladoras, dirigiéndose en pequeños grupos hacia la Puerta de Brandenburgo. Una vez allí instalaron las ametralladoras e interrumpieron el tráfico mientras dos de ellos, fuertemente armados, se dirigían a la puerta de entrada del parque y montaban guardia. Llamé a Goebbels, quien comprendió enseguida lo que aquello significaba. Desapareció en el dormitorio contiguo, cogió unas pastillas de un estuche y se las guardó en el bolsillo de la chaqueta, y dijo, muy tenso:

—¡ Por lo que pudiera pasar!

Enviamos a un asistente a averiguar qué órdenes tenían aquellos centinelas, pero no sacamos gran cosa en claro. Los soldados que hacían guardia se mostraron poco locuaces y, finalmente, se limitaron a declarar:

—Aquí no entra ni sale nadie.

Las múltiples llamadas telefónicas de un Goebbels incansable generaron novedades confusas: Tropas de Potsdam habían iniciado su marcha hacia Berlín, adonde también se dirigían, al parecer, guarniciones de distintas provincias. Personalmente, a pesar de mi rechazo espontáneo del levantamiento, me sentía invadido por la extraña sensación de ser un simple testigo imparcial, como si no me importara lo más mínimo aquella febril actividad de Goebbels, que se mostraba nervioso y decidido. En algunos momentos la situación pareció más bien desesperada y se mostró muy preocupado. Sólo el hecho de que el teléfono continuara funcionando y que la radio no emitiera todavía ninguna proclama de los sublevados le hizo deducir que la parte contraria vacilaba. Desde luego, es incomprensible que los conjurados no pusieran fuera de servicio los medios de comunicación ni los utilizaran para sus propios fines, a pesar de que semanas atrás habían establecido un detallado programa que preveía no sólo detener a Goebbels, sino también ocupar la Central de Telecomunicaciones de Berlín, la Jefatura Superior de Telecomunicaciones, la Central de Comunicaciones de las SS, la Central de Correos del Reich, las emisoras más importantes, situadas en los alrededores de Berlín, y la Jefatura de Radio.
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Sólo se habrían necesitado unos cuantos soldados para penetrar en el domicilio de Goebbels y detener al ministro sin hallar resistencia, pues no disponíamos más que de un par de pistolas para defendernos. Es probable que Goebbels hubiera tratado de impedir la detención tomando las pastillas de cianuro que tenía preparadas, con lo cual los conjurados se habrían deshecho de su enemigo más capacitado.

También resultó muy sorprendente que, durante unas horas tan críticas, Goebbels no pudiera comunicarse con Himmler, el único que disponía de gente de incuestionable confianza para sofocar el levantamiento. Como no conseguía encontrar una razón plausible que explicara aquella falta de contacto, expresó varias veces su desconfianza hacia el jefe nacional de las SS y ministro del Interior, y siempre me ha parecido un síntoma de la incertidumbre que reinaba en aquellos momentos el hecho de que dudara abiertamente de que un hombre como Himmler mereciera su confianza.

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