Aleación de ley (42 page)

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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

BOOK: Aleación de ley
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—Asumes demasiadas cosas, Waxillium —dijo Lord Ladrian. Buscó en el bolsillo de su chaqueta y sacó un periódico doblado y un fino libro de citas de cuero negro. Los colocó sobre la mesa, el periódico encima—. ¿Financiar a un grupo de ladrones como medio de inversión de alto riesgo? ¿De verdad crees que iba de eso?

—De eso y de secuestrar a las mujeres —dijo Waxillium—. Presumiblemente como medio para extorsionar a sus familias.

Esa última parte era mentira. Waxillium no creía ni por un momento que se tratara de extorsión. Su tío estaba planeando algo, y tenía en cuenta los linajes familiares de esas mujeres. Sospechaba que Marasi tenía razón. Era por la alomancia.

Abrigaba la esperanza de que su tío no estuviera implicado en la… cría directa. La misma idea hacía que se sintiera incómodo. Tal vez Ladrian estaba vendiendo las mujeres a otra persona.

«Y es mucho esperar.»

Ladrian señaló el periódico. El titular informaba de la noticia que corría de boca en boca por toda la ciudad. La Casa Tekiel estaba al borde del colapso. Habían tenido demasiada mala publicidad con el robo de la semana pasada, aunque se había recuperado el cargamento. Eso, mezclado con otros serios problemas financieros…

Otros serios problemas financieros.

Waxillium escrutó el periódico. El negocio principal de la Casa Tekiel era la seguridad. Los seguros. «¡Herrumbre y Ruina!», pensó, haciendo la conexión.

—Una serie de ataques estudiados —dijo Ladrian, inclinándose hacia delante, satisfecho consigo mismo—. La Casa Tekiel está condenada. Deben pagos por demasiadas pérdidas importantes. Estos ataques, y las reclamaciones de seguros, los han devastado a ellos y a su integridad financiera. Los accionistas están vendiendo sus acciones por peniques. Dices que mis finanzas son débiles. Es solo porque las he dedicado a una tarea específica. ¿Te has preguntado ya por qué nuestra casa está arruinada?

—Te lo llevaste todo —dedujo Waxillium—. Desviaste las financias de la casa para… algo. En alguna parte.

—Acabamos de apoderarnos de una de las instituciones financieras más poderosas de la ciudad —dijo Ladrian—. Los materiales robados están siendo devueltos, y por eso hemos asumido las deudas de Tekiel comprándolos, y las reclamaciones por los bienes perdidos pronto serán anuladas. Siempre esperé que Miles fuera capturado. Este plan no funcionaría sin ti.

Waxillium cerró los ojos, sintiendo una amenaza. «He estado persiguiendo gallinas todo el tiempo —advirtió—. Mientras alguien robaba los caballos.» No era un asunto de robos, ni siquiera de secuestros.

Era un fraude de seguros.

—Necesitábamos solo la desaparición temporal de los bienes —dijo Edwarn—. Y todo ha salido a la perfección. Gracias.

Las balas desgarraron el cuerpo de Miles. Marasi observaba, conteniendo la respiración, obligándose a no temblar. Era hora de dejar de ser una niña.

Le dispararon otra vez. Con los ojos abiertos, los nervios tensos, ella pudo ver con horror cómo las heridas empezaban a sanar. Debería haber sido imposible. Lo había registrado a conciencia en busca de mentes de metal. Sin embargo, los agujeros de bala se cerraban, y su sonrisa aumentó, los ojos desencajados.

—¡Sois idiotas! —le gritó Miles al pelotón de fusilamiento—. Un día, los hombres de dorado y rojo, portadores del último metal, vendrán a por vosotros. Y seréis gobernados por ellos.

Dispararon de nuevo. Más balas atravesaron a Miles. Las heridas se cerraron de nuevo, pero no del todo. No tenía suficiente poder de curación en la última mente de metal que había logrado ocultar. Marasi notó que se estremecía cuando una cuarta descarga asaltó su cuerpo, provocándole espasmos.

—Adorad —dijo Miles, la voz más débil, la boca escupiendo sangre—. Adorad a Trell y esperad…

La quinta andanada de balas lo alcanzó, y esta vez ninguna de las heridas sanó. Miles se quedó flácido en sus ataduras, los ojos abiertos y sin vida, mirando al suelo ante él.

Los alguaciles parecían enormemente perturbados. Uno de ellos corrió a comprobarle el pulso. Marasi se estremeció. Hasta el final, parecía que Miles no aceptaba la muerte.

Pero estaba muerto ahora. Los hacedores de sangre como él podían sanar repetidas veces, pero si alguna vez dejaban de sanar, si dejaban que sus heridas los consumieran, morían como cualquier persona. Solo para asegurarse, el alguacil más cercano alzó una pistola y le disparó tres veces en la cabeza. Esto fue tan espantoso que Marasi tuvo que desviar la mirada.

Estaba hecho. Miles Cienvidas estaba muerto.

Sin embargo, cuando Marasi se dio la vuelta, vio una figura que observaba desde las sombras de abajo, ignorada por los alguaciles. Se dio la vuelta, la túnica negra ondulando, y se marchó por una puerta que conducía al callejón.

—No es solo por el seguro —dijo Waxillium, mirando a Edwarn a los ojos—. Os llevasteis a las mujeres.

Edwarn Ladrian no dijo nada.

—Voy a detenerte, tío —dijo Waxillium suavemente—. No sé qué vas a hacer con esas mujeres, pero voy a encontrar un modo de impedirlo.

—Oh, por favor, Waxillium. Tu santurronería ya era suficiente pesada cuando eras joven. Tu herencia solo tendría que hacerte mejor que eso.

—¿Mi herencia?

—Eres de linaje noble —dijo Ladrian—. Se remonta directamente al Consejero de los Dioses. Eres nacidoble, y un poderoso alomántico. Con gran pesar ordené tu muerte, y lo hice solo por presiones de mis colegas. Sospechaba, incluso esperaba, que sobrevivieras. Este mundo te necesita. Nos necesita.

—Hablas como Miles —dijo Waxillium, sorprendido.

—No. Él hablaba como yo —se puso el pañuelo al cuello, y empezó a comer—. Pero no estás preparado. Me encargaré de que te envíen la información adecuada. Por ahora, puedes retirarte y considerar lo que te he dicho.

—No lo creo —dijo Waxillium, buscando una pistola en su chaqueta.

Ladrian alzó la mirada con expresión dolida. Waxillium oyó el sonido de las armas al ser amartilladas, y miró al lado, donde varios jóvenes vestidos de negro esperaban en el pasillo. Ninguno llevaba metal en sus cuerpos.

—Tengo casi veinte alománticos en este tren, Waxillium —dijo Edwarn, la voz fría—. Y tú estás herido y apenas puedes caminar. No tienes ni una sola prueba contra mí. ¿Estás seguro de que esto es una pelea que quieras comenzar?

Waxillium vaciló. Entonces gruñó y extendió una mano vacía para barrer la comida de la mesa de su tío. Los platos y la comida se derramaron por el suelo con estrépito mientras Waxillium se inclinaba hacia delante, enfurecido.

—Algún día te mataré, tío.

Edwarn se echó hacia atrás, sin hacer caso a la amenaza.

—Llevadlo a la parte trasera del tren. Arrojadlo. Buenos días, Waxillium.

Waxillium trató de alcanzar a su tío, pero los hombres entraron velozmente y lo agarraron y se lo llevaron. El costado y la pierna le ardieron de dolor por el tratamiento. Edwarn tenía razón en una cosa. Este no era el día para luchar.

Pero ese día llegaría.

Waxillium dejó que lo arrastraran por el pasillo. Abrieron la puerta del fondo del tren y lo arrojaron a las vías que corrían debajo de ellos. Waxillium se detuvo con alomancia, como sin duda esperaban que hiciera, y aterrizó para ver cómo el tren se perdía a lo lejos.

Marasi salió corriendo al callejón que estaba junto al edificio de la comisaría. Sentía algo agitarse en su interior, una poderosa curiosidad que no podía describir. Tenía que averiguar quién era esa figura.

Pudo atisbar el reborde de una túnica oscura que desaparecía al doblar una esquina. Corrió detrás, sujetando con fuerza su bolso y buscando en su interior el pequeño revólver que le había dado Waxillium.

«¿Qué estoy haciendo? —pensó una parte de su mente—. ¿Meterme sola en un callejón?» No era algo particularmente sensato. Pero sentía que tenía que hacerlo.

Corrió una corta distancia. ¿Había perdido a la figura? Se detuvo en un cruce, donde un callejón aún más pequeño se desviaba del primero. La curiosidad era casi insoportable.

De pie en la entrada del callejón, esperándola, había un hombre alto vestido con una túnica negra.

Ella jadeó y dio un paso atrás. El hombre tenía más de metro ochenta de altura y la túnica que lo envolvía le daba un aspecto ominoso. Alzó sus manos pálidas y se quitó la capucha, revelando una cabeza afeitada y un rostro tatuado en torno a los ojos con una retorcida pauta.

Clavados en esos ojos, de punta, había lo que parecían ser un par de gruesos clavos de ferrocarril. Una de las cuencas estaba deformada, como si hubiera sido aplastada. Las cicatrices aplastadas y cerradas hacía tiempo y los bultos óseos bajo la piel deformaban los tatuajes.

Marasi conocía a esta criatura de la mitología, pero verlo la dejó fría, aterrorizada.

—Ojos de Hierro —susurró.

—Pido disculpas por atraerte así —dijo Ojos de Hierro. Tenía una voz suave, sepulcral.

—¿Así? —preguntó ella, y su voz sonó como un graznido.

—Con alomancia emocional. A veces tiro demasiado fuerte. Nunca he sido tan bueno con estas cosas como lo era Brisa. Tranquilízate, muchacha. No te haré daño.

Ella experimentó una calma instantánea, aunque le pareció terriblemente antinatural, y por eso se sintió aún peor. Calmada, pero asqueada. Nadie debería estar tranquilo cuando hablaba con la misma Muerte.

—Tu amigo ha descubierto algo muy peligroso —dijo Ojos de Hierro.

—¿Y deseas que se detenga?

—¿Que se detenga? En absoluto. Deseo que esté informado. Armonía tiene ideas concretas sobre cómo deben hacerse las cosas. Yo no estoy siempre de acuerdo con él. Extrañamente, sus creencias concretas requieren que permita eso. Toma.

Ojos de Hierro buscó en los pliegues de su túnica y sacó un libro pequeño.

—Aquí hay información. Guárdalo con cuidado. Puedes leerlo, si quieres, pero entrégaselo a Lord Waxillium de mi parte.

Ella cogió el libro.

—Perdona —dijo, tratando de combatir el aturdimiento que él le había provocado. ¿Estaba hablando de verdad con una figura mitológica? ¿Se estaba volviendo loca? Apenas podía pensar—. ¿Pero por qué no se lo entregas tú mismo?

Ojos de Hierro respondió con una tensa sonrisa, mientras la miraba con las cabezas de aquellos clavos plateados.

—Tengo la impresión de que intentaría pegarme un tiro. No le gustan las preguntas sin respuesta, pero hace el trabajo de mi hermano, y eso es algo que suelo animar. Buenos días, Lady Marasi Colms.

Ojos de Hierro se dio media vuelta, la capa crujiendo, y se perdió por el pasillo. Se puso la capucha y se alzó al aire, impulsado por la alomancia por encima de los edificios cercanos. Desapareció de la vista.

Marasi agarró el libro y luego lo guardó en su bolso, temblando.

Waxillium aterrizó en la estación de tren, posándose lo más suavemente que pudo tras su vuelo alomántico por las vías. Aterrizar le lastimó la pierna.

Wayne estaba sentado en el andén, los pies sobre un barril, fumando su pipa. Todavía llevaba un brazo en cabestrillo. No podía curarlo rápidamente: no le quedaba salud almacenada. Tratar de almacenar un poco ahora haría que sanara más despacio durante ese proceso, y luego sanar más rápido cuando decantara su mente de metal, lo comido por lo servido.

Wayne leía una novelita que había cogido del bolsillo de alguien en el viaje en tren. Había dejado una bala de aluminio en su lugar, que valía fácilmente cien veces el precio del libro. Irónicamente, la persona que la encontrara probablemente la tiraría, sin advertir su valor.

«Tengo que hablar con él otra vez de ese tema —pensó Waxillium, caminando hacia el andén—. Pero hoy no.»

Hoy tenían otras preocupaciones.

Waxillium se reunió con su amigo, pero continuó mirando hacia el sur. Hacia la ciudad, y su tío.

—Es un libro bastante bueno —dijo Wayne, pasando una página—. Deberías leerlo. Trata de conejos. Hablan. Lo más genial del mundo.

Waxillium no respondió.

—Y bien, ¿era tu tío? —preguntó Wayne.

—Sí.

—Mierda. Te debo cinco, entonces.

—La apuesta era de veinte.

—Sí, pero tú me debes quince.

—¿Ah, sí?

—Claro, por esa apuesta que hice de que acabarías ayudándome con los desvanecedores.

Waxillium frunció el ceño y miró a su amigo.

—No recuerdo esa apuesta.

—No estabas cuando la hicimos.

—¿Yo no estaba?

—No.

—Wayne, no puedes hacer apuestas con la gente cuando no está presente.

—Puedo —dijo Wayne, guardándose el libro en el bolsillo y poniéndose en pie—, si deberían haber estado allí. Y tú deberías haber estado, Wax.

—Yo…

¿Cómo responder a eso?

—Lo estaré. A partir de ahora.

Wayne asintió, se puso a su lado y miró hacia Elendel. La ciudad se alzaba en la distancia, los dos rascacielos en competencia alzándose a cada lado, los más pequeños creciendo como cristales desde el centro de la metrópolis en expansión.

—¿Sabes? —dijo Wayne—. Siempre me pregunté cómo sería venir aquí, conocer la civilización y todo eso. No me daba cuenta.

—¿Cuenta de qué? —preguntó Waxillium.

—De que esta es realmente la parte dura del mundo —dijo Wayne—. De que lo teníamos fácil, más allá de las montañas.

Waxillium asintió.

—Puedes ser muy sabio en ocasiones, Wayne.

—Es porque le doy vueltas al coco, socio —dijo Wayne, dándose un golpecito en la cabeza y cargando su acento—. Es lo que hago con mi cerebro. A veces, al menos.

—¿Y el resto del tiempo?

—El resto del tiempo no pienso mucho. Porque si lo hiciera, me volvería corriendo adonde las cosas son sencillas. ¿Comprendes?

—Comprendo. Y tenemos que quedarnos, Wayne. Tengo trabajo que hacer aquí.

—Entonces nos encargaremos de hacerlo. Como siempre.

Waxillium asintió, se metió la mano en la manga y sacó un fino librito negro.

—¿Qué es eso? —preguntó Wayne, cogiéndolo, curioso.

—El libro de bolsillo de mi tío —respondió Waxillium—. Lleno de citas y notas.

Wayne silbó suavemente.

—¿Cómo lo cogiste? ¿Un golpe con el hombro?

—Barriendo la mesa —dijo Waxillium.

—Bien. Me alegro de haberte enseñado algo útil durante nuestros años juntos. ¿Por qué lo cambiaste?

—Una amenaza —dijo Waxillium, mirando de nuevo hacia Elendel—. Y una promesa.

Se encargaría de poner fin a este asunto. El honor de los Áridos. Cuando uno de los tuyos lo hace mal, tu trabajo es limpiar el desorden.

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