Alera

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Authors: Cayla Kluver

BOOK: Alera
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Ante la insistencia de su padre, la princesa Alera se ve obligada a casarse con el maléfico Steldor. Su boda la convierte en reina y, lo que es peor, a Steldor en rey. Alera sigue despreciando al hombre que le impusieron; de hecho, odia su situación, ya que sigue enamorada del misterioso Narian. Las cosas no podrían ser más complicadas: Narian es, oficialmente, un abierto enemigo suyo; el joven apoya al reino de Cokyria en la lucha que éste ha iniciado contra el reino de Alera. Una cruel guerra se ha desatado entre los dos pueblos y Alera tiene que sacar fuerzas para responder ante su gente, a pesar de que a menudo se siente impotente ante la difícil situación y su confuso corazón. Por suerte, Alera es una heroína inteligente, batalladora, dispuesta a luchar por sus convicciones. Con el tiempo les demostrará a todos que su fuerza interior puede, casi, con todo.

Cayla Kluver

Alera

Legacy II

ePUB v1.1

Siwan
05.02.12

Prólogo

Un hombre, envuelto en una capa, permanecía de pie encima de un estrado de mármol negro en una sala por lo demás vacía.

Esperaba, observando las puertas que se encontraban al otro extremo de la estancia. Solamente sus ojos, brillantes como esmeraldas y terribles como las nubes que se cernían, lívidas, sobre el horizonte, eran visibles; el resto de su poderosa figura se escondía, casi imperceptible, en las sombras. Incluso las antorchas que colgaban de las paredes de la sala parecían temerosas de que se les acercara.

Las puertas de la sala se abrieron y tras ellas apareció un joven, a quien habían convocado, acompañado por dos guardias.

Los guardias habían recibido la orden de escoltarlo hasta allí, pues ya no se podía confiar en él. El joven, ignorando a su escolta, entró erguido y con paso firme.

Tenía diecisiete años y se encontraba completamente indefenso, pues no llevaba armas. A pesar de ello, su paso no delataba la más mínima inseguridad. Sin deferencia alguna, se detuvo delante del estrado y miró directamente al imponente hombre, pero este pasó por alto la insolencia y se dirigió a los guardias:

—Podéis retiraros —ordenó con voz profunda y tono amenazador—. Dejadnos solos.

Los guardias se apresuraron a obedecerle, y el hombre, inmediatamente, dirigió su atención hacia su conflictivo pupilo.

—Confío en que hayas descansado bien —dijo el hombre con una cordialidad fingida.

—Bastante bien.

El hombre asintió ligeramente con la cabeza. No obstante, su expresión serena delataba cierta irritación.

—Ahora que has regresado, Narian, y que has tenido tiempo de recuperar las fuerzas, debes reanudar el entrenamiento. Tu alocada fuga casi nos ha empujado a declarar la guerra a Hytanica. Debo prepararte para cuando llegue el momento de que te unas a esta causa. Serás tú quien lleve la ruina a Hytanica.

—No dirigiré a ningún ejército contra mi tierra de nacimiento —declaró Narian.

El hombre, que era el señor de la casa, suspiró y descendió por los escalones que quedaban a su izquierda.

—Temía que dirías eso —se lamentó mientras se colocaba delante del joven, a quien sobrepasaba en altura por varios centímetros—. ¿Has olvidado a quién le debes lealtad? Los hytanicanos son los enemigos de Cokyria. Ellos son tus enemigos.

—Esos que tú llamas mis enemigos me han tratado bien —replicó Narian apretando los dientes.

El hombre caminó lentamente alrededor de ese joven a quien había ayudado a crecer. Lo examinaba con atención, buscando un punto débil. Mientras se desplazaba, se dirigía al chico en un tono educado que resultaba terrorífico.

—Hoy han traído ante mí a un cokyriano a quien había que castigar. El hombre ha agonizado durante horas bajo el tormento que mi mano le ha infligido. Ha estado suplicando piedad hasta que he desenfundado la espada y le he cortado la cabeza, que ha caído rodando hasta el mismo lugar en que te encuentras tú. Era un ladrón, Narian. Pero mostrar este poco respeto hacia mí es una ofensa mucho peor. ¿Puedes imaginar cuál es el castigo por eso?

—No tengo miedo ni de las torturas ni de la muerte. Vos os habéis encargado de que sea así, con vuestro entrenamiento. Haced conmigo lo que deseéis.

—Esas son palabras muy valientes en boca de alguien tan vulnerable —dijo el Gran Señor, que se detuvo ante su pupilo—. Estás a punto de aprender que existen muchos tipos de tortura, y que hay una en particular que tú no estás preparado para soportar.

Narian se puso tenso, preparándose internamente para el dolor, fuera el que fuera, que estaba a punto de sufrir. Pero ese señor de la guerra se limitó a mirarle fijamente con una sonrisa cruel en los labios.

—Creo que lo siguiente será incentivo suficiente para que obedezcas. —El Gran Señor se volvió hacia la puerta que tenía a sus espaldas, a la izquierda del estrado—. Traed a la prisionera —ordenó en un tono de voz sólo ligeramente más alto del habitual: la maldad de su voz era suficiente para que la orden resonara al otro lado de la puerta.

La puerta se abrió y una joven cuyo rostro el chico conocía muy bien fue arrastrada al interior de la sala. Narian palideció.

Solamente un guardia acompañaba a la joven, y tiraba de ella por los grilletes que le ataban las muñecas. El Gran Señor se acercó a la joven, la agarró del pelo y la arrastró por el suelo hasta Narian. La joven se quejó y le cayó una lágrima por la mejilla.

—Por favor, no le hagáis daño.

El hombre soltó el pelo de la joven y le dio un fuerte golpe en el rostro. Ella cayó al suelo, sollozando, y se cubrió la boca ensangrentada con una mano.

—¡No! —gritó Narian—. ¡He dicho que no le hagáis daño! —Miraba, frenético, al hombre y a la joven, buscando una solución, pues no estaba preparado para encontrarse con eso—. Podemos llegar a un acuerdo —continuó en tono más frío, conteniendo la emoción y esforzándose para que no le temblara la voz—. Pero no le hagáis daño.

—¿Un acuerdo? —bramó el Gran Señor—. ¿Serías capaz de negociar con su vida?

—No, negociaría con vuestra victoria. Si ella resulta herida o si muere, nada, ni en el Infierno ni en la Tierra, podrá obligarme a hacer lo que queréis. —Narian se tomó una pausa esperando una respuesta, pero al ver que no recibía ninguna, continuó—: Mis peticiones son simples. Dadme la seguridad de que ella no sufrirá ningún daño y garantizadme que las gentes de Hytanica no serán innecesariamente masacradas.

El Gran Señor permaneció unos instantes pensativo y, finalmente, asintió con la cabeza.

—Aunque no creo que estés en posición de negociar, aceptaré tus condiciones, a cambio de que te sometas voluntariamente a mi autoridad. —Miró a la prisionera e hizo una señal al guardia para que se la llevara—. Sabía que, de nuevo, volverías a ver las cosas tal y como las veo yo.

El guardia se acercó rápidamente a la chica, que continuaba sollozando, e intentó ponerla en pie, pero ella soltó un grito y forcejeó, intentando acercarse a Narian sin dejar de llorar y pronunciando su nombre en un susurro de auxilio. Narian se vio obligado a negar con la cabeza y a mirarla con una silenciosa expresión de disculpa. El guardia, respondiendo a la mirada autoritaria de su superior, sujetó a la prisionera por los brazos y se la llevó a rastras. Cuando ambos hubieron salido de la sala, el Gran Señor volvió a dirigirse a su pupilo.

—Deberías ser castigado por unos cuantos delitos: insolencia, desobediencia y fuga…, pero estoy dispuesto a pasarlo todo por alto. Temo, a pesar de todo, que hayas olvidado cuál es mi poder, y solamente por ello se impone la necesidad de un recordatorio.

Esas amenazadoras palabras quedaron como suspendidas en el aire en el momento en que el Gran Señor extendía un brazo hacia Narian. El joven cayó de rodillas al suelo, retorciéndose de dolor. A pesar de que se esforzaba por no gritar, al final su empeño fue inútil y sus chillidos de agonía no cesaron hasta que el Gran Señor bajó la mano.

—Echaba de menos tus grititos —se burló el hombre—. Limítate a recordar, cuando termines el entrenamiento, que esto es a lo que os enfrentaréis tanto tú como la chica si no cumples la tarea que te he encomendado.

I

EL SUCESOR

Los guardias de palacio se alineaban a ambos lados de la sala del Trono en posición de firmes.

Iban vestidos con las túnicas de color azul real con una banda central dorada, y cada uno de ellos empuñaba en la mano izquierda una bandera de seda con los mismos colores. En el estrado de mármol, la Guardia de Elite del Rey, vestida con los jubones militares de color azul real, se había apostado formando un arco doble a cada lado de los tronos. Cannan, que llevaba el jubón, sin mangas y de piel negra, de capitán de la Guardia, se encontraba de pie a la derecha del trono del rey y era el que estaba más cerca del soberano.

Ante el estrado, y dispuestos en dos hileras y con un pasillo central, los bancos estaban ocupados por la nobleza de Hytanica, con sus atavíos coloridos y opulentos. Por las ventanas de la pared norte se filtraban los últimos rayos del sol de la tarde y creaban un resplandor en la parte frontal de la sala que era como una invitación. La estancia se encontraba en un silencio absoluto, roto solamente de vez en cuando por alguien que cambiaba de posición en el asiento, o por el chirrido de algún banco contra el suelo debido a algún movimiento involuntario. Todo el mundo esperaba a que empezara la ceremonia de la coronación.

Steldor y yo, al lado de los demás miembros de la familia real, permanecíamos también en silencio. Estábamos de pie a causa de la emoción, a pesar de que la antesala tenía muchos asientos. En cuanto una de las puertas que daban a la sala del Trono se abrió, nos dimos la vuelta a la vez y vimos a Lanek, el encargado de armas y secretario personal del Rey, que se acercaba a nosotros.

—El sacerdote está listo para empezar —nos informó.

Steldor y yo nos miramos brevemente, pero en su rostro no vi ninguna emoción parecida al nerviosismo que yo sentía.

Me sorprendió su compostura, pero inmediatamente me di cuenta de que el estrés que suponía esa ceremonia no debía de ser nada para él, comparado con las presiones o a las que tenía que enfrentarse en su calidad de comandante del Ejército al dirigir las tropas en la batalla.

El Rey asintió con la cabeza y los guardias de palacio abrieron la doble puerta para permitir que mis padres se colocaran el uno al lado del otro para atravesarla. Los heraldos de palacio los precederían: uno de ellos llevaría el estandarte del Rey, y otro, una bandera que lucía un bordado con el escudo de armas de la familia real. Las vestiduras de mi padre eran de color dorado y llevaba la capa del soberano, de terciopelo de color azul, con cuello de armiño. Sobre la cabeza de cabellos canosos lucía la corona real, de oro y diamantes con cuatro cruces con piedras preciosas engarzadas. El sello del anillo real mostraba dos espadas cruzadas y rodeadas también de piedras preciosas. Con la mano izquierda sujetaba el cetro, y llevaba la espada envainada en un costado. Mi madre lucía un vestido de brocado de oro y una capa de terciopelo de color azul sujeta a los hombros.

Su cabello dorado lucía la corona de la reina, también de oro como la del Rey, pero con una única cruz con piedras preciosas engarzadas en la frente.

Sonaron las trompetas, Lanek anunció al Rey y a la Reina, y los nobles reunidos en la sala se pusieron en pie. A pesar de que Lanek era un hombre bajito y de complexión robusta, lo cual hacía difícil distinguirlo en medio de la gente, siempre conseguía hacerse oír gracias a su atronadora voz.

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