Alexis Zorba el griego (15 page)

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Authors: Nikos Kazantzakis

Tags: #Relato

BOOK: Alexis Zorba el griego
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Llovía. Las cimas de las montañas estaban ocultas; no soplaba viento; las piedras aparecían brillosas. La colina donde dormía el lignito se hallaba sumida en la niebla. Dijérase que una aflicción humana velaba el rostro de mujer de la colina, desvanecida bajo la lluvia.

—El corazón del hombre padece cuando llueve —dijo Zorba—. No hay que reprochárselo, patrón. ¡También el pobre tiene su alma!

Se inclinó hacia el pie de un seto para recoger los primeros narcisos silvestres. Los miró largo rato sin hartarse, como si viera narcisos por primera vez; los olió cerrando los ojos, suspiró y me los dio.

—¡Si pudiera saberse, patrón, lo que dicen las piedras, las flores, la lluvia! Quizás estén llamando, nos estén llamando sin que las oigamos. ¿Cuándo se abrirán los oídos de la gente, patrón? ¿Cuándo tendremos abiertos los ojos para ver? ¿Cuándo se abrirán los brazos para estrechar todo: piedras, flores, lluvia, hombres? ¿Qué dices tú, patrón? y tus libros, ¿qué dicen?

—¡El diablo se los lleve! —dije usando de la expresión favorita de Zorba— ¡el diablo se los lleve! Eso dicen, y nada más.

Zorba me tomó del brazo.

—Te diré una idea que se me ha ocurrido, patrón; pero no tienes que enojarte: sería la de meter en una pira todos tus libros y darles fuego. Quizá después de eso, como no eres tonto y eres un buen tipo, podría sacarse algo de ti.

"¡Tiene razón! ¡Tiene razón!", exclamé en mi interior. "¡Tiene razón, pero no puedo hacerlo!"

Zorba vacilaba, reflexionaba. Luego, al cabo de un instante, dijo:

—Hay alguna cosilla que yo comprendo...

—¿Cuál? ¡Dila!

—¿Acaso sabría? Me parece, así, que entiendo cierta cosa. Pero si intento expresarla lo echo todo a perder. Un día en que me halle bien dispuesto te la bailaré.

Comenzó a llover con mayor fuerza. Llegamos a la aldea. Algunas muchachas traían las ovejas de los lugares de pastoreo; los labradores habían desuncido a los bueyes, apartándose de los campos a medio arar; las mujeres corrían tras de sus hijos por las callejas. Un alegre pánico reinaba en la aldea a consecuencia del chubasco. Las mujeres chillaban agudamente al tiempo que reían; de las barbas hirsutas, de los bigotes levantados de los hombres caían gruesas gotas de lluvia. Un áspero aroma subía de la tierra, de las piedras, de la hierba.

Nos metimos, calados hasta los huesos, en el café-carnicería El Pudor. Había allí gran cantidad de gente: unos jugaban a las cartas, otros discutían a gritos como si se interpelaran de una montaña a otra montaña. En torno de una mesilla, en el fondo del local, se hallaban entronizadas las notabilidades de la aldea: el tío Anagnosti, con su blanca camisa de anchas mangas; Mavrandoni, silencioso, severo, fumando el narguile, puestas las miradas en el suelo; el maestro de escuela, hombre de edad mediana, seco, imponente, apoyado en grueso bastón y escuchando con sonrisa condescendiente lo que contaba un coloso cabelludo recién venido de Candía y que estaba describiendo las maravillas de la gran ciudad. El cafetero, de pie junto al mostrador, escuchaba y reía, mientras no quitaba ojo de las calderas para el café, alineadas en la cocinilla.

En cuanto nos vio, el tío Anagnosti se alzó de su asiento:

—Tengan la bondad de aproximarse, paisanos —dijo—. Aquí, Sfakianonikoli nos cuenta todo lo que vio y oyó en Candía. Es curioso; tengan la bondad.

Volviéndose hacia el cafetero, exclamó:

—¡Otros dos
rakis
, Manolaki!

Nos sentamos. El pastor rústico, al ver a unos forasteros, se encogió y dejó de hablar.

—Así, pues, también estuviste en el teatro,
capetan
Nikoli —dijo el maestro con el propósito de devolverle el uso de la palabra—. ¿Qué te pareció eso?

Sfakianonikoli adelantó una mano gruesa, tomó un vaso de vino, lo bebió de un trago, y tomando ánimo exclamó:

—¡Cómo que si he ido! Por cierto que he ido. Oía siempre por todos lados: Kotopuli
[7]
por aquí, Kotopuli por allá... Entonces una noche hice la señal de la cruz y dije, digo: yo voy a ver qué es eso, yo también voy a ver. ¿Qué demontres puede ser si lo llaman Kotopuli?

—¿Y qué viste, amigo? —preguntó el tío Anagnosti—. ¡Di lo que viste, por amor de Dios!

—¡Nada vi, por mi alma, absolutamente nada! Tú oyes decir teatro y te dices que te vas a divertir mucho. ¡Lástima de dinero que pagué! Era un café, redondo como un corral, lleno de sillas, lleno de candelas, lleno de gente. Ya ni sabía dónde estaba, se me turbaba la vista. "¡Demonios —me dije—, aquí dentro me están echando mal de ojo, tengo que irme!" Pero se me viene una mocita, movediza como un aguzanieve, y me coge de la mano.

»¡Di, tú! —le digo—. ¿A dónde me llevas?

»Pero ella me arrastraba, me arrastraba, y luego me mira y me dice:

»¡Siéntate! —y yo me senté. Y adelante, y atrás, y a la derecha, y a la izquierda, y en el techo, había gente. Me ahogo aquí, sin duda, pensaba yo, me muero aquí; aquí no hay aire. Me dirijo a uno que estaba al lado:

»¿Por dónde es el lugar donde salen las
permandonas
[8]
amigo? —le pregunto.

»¡Ahí, desde ahí dentro! —me dice señalando un telón.

»Y luego resultó cierto. Sonó una campanilla, se levantó la tela y allí te veo a la Kotopuli, como la llaman. Porque, a fe mía, en cuanto a Kotopuli no era más que una mujer. Una mujer con todo lo necesario. Y empezó a culebrear, y siguió culebreando de aquí para allá; después de todo esto la gente se hartó, comenzó a golpear las manos y ella se fue.

Los campesinos se desternillaban de risa. Sfakianonikoli desconfiando de esas risas, se enfurruñó. Volvió la mirada hacia la puerta.

—¡Llueve! —dijo para cambiar de tema.

Todas las miradas se dirigieron hacia afuera. En ese preciso momento, pasaba una mujer corriendo, recogida la negra falda hasta las rodillas, flotantes los cabellos sobre los hombros. De buenas carnes, de movimientos ondulantes, al pegársele el vestido al cuerpo, revelaba formas provocadoras y firmes.

Me sobresalté. ¿Qué felino es ése?, pensé. Me pareció ágil, peligrosa, devoradora de hombres.

La mujer volvió un instante la cabeza y lanzó una mirada resplandeciente y furtiva hacia el café.

—¡Virgen Santa! —murmuró un jovenzuelo de vello en la barba, que estaba sentado junto a la ventana.

—¡Maldita seas, buscona! —rugió Manolakas, el guardabosque—. El fuego que enciendes, no lo apagas.

El joven de la ventana tarareó, en voz baja y vacilante al principio, con tono más firme después:

La almohada de la viuda huele a membrillo,

yo también la olí y perdí el sueño.

—¡Calla! —gritó Mavrandoni sacudiendo el tubo del narguile.

El joven se calló. Un anciano se inclinó hacia Manolakas, el guardabosque:

—Tu tío se enoja —le dijo en voz queda—. Si la tuviera entre las manos, la cortaría en rebanadas, pobrecilla. ¡Dios la guarde!

—¡Eh, tío Andruli! —dijo Manolakas—. Según parece, te has prendido tú también de las faldas de la viuda. ¿No te avergüenzas, tú, el pertiguero?

—Atiende a lo que te digo, ¡Dios la conserve viva! ¿No notaste qué niñitos nacen en la aldea desde hace algún tiempo?... ¡Bendita sea la viuda, te digo! Es ella a modo de querida de toda la aldea: apagas la luz y te imaginas que no es tu mujer la que tienes entre los brazos, sino la viuda. Y por esa razón, ¿ves? nacen tan hermosas criaturas en la aldea.

El tío Andruli calló un momento, luego continuó:

—¡Felices los muslos que la aprietan! —murmuró—. ¡Ah, viejo, si tuviera yo veinte años como Pavli, el hijo de Mavrandoni!

—¡No tardará en aparecer! —exclamó alguien riendo.

Todos miraron hacia la puerta. Llovía a cántaros. El agua producía burbujitas en las piedras; de cuando en cuando unos relámpagos acuchillaban el cielo. Zorba, pasmado por el paso de la viuda, no pudo aguantar ya y me hizo señas de que nos marcháramos:

—Ya no llueve, patrón. ¡Vamos!

Apareció en la puerta un joven, descalzo, con el cabello en desorden, hoscas las miradas. Así presentan los pintores de iconos a san Juan Bautista, con los ojos desmesuradamente abiertos por el hambre y los éxtasis de la plegaria.

—¡Salud, Mimito! —exclamaron algunos entre risas. Toda aldea cuenta con un inocente, y si no lo tiene a mano, lo inventa, para pasar el rato. Mimito era el inocente de la aldea.

—Amigos —gritó Mimito con su habitual tartamudeo y tono afeminado—, amigos, la viuda Surmelina perdió una oveja. ¡El que la encuentre llevará cinco litros de vino por recompensa!

—¡Vete de aquí! —gritó el viejo Mavrandoni—, ¡vete de aquí!

Asustado, Mimito se acurrucó en el rincón, junto a la puerta.

—Siéntate, Mimito, ven y bebe un
raki
, no vayas a pillar un resfriado —dijo compasivo el tío Anagnosti—. ¿Qué sería de nuestra aldea sin su idiota?

Otro joven, de aspecto enfermizo y ojos de color azul deslavado, apareció en el umbral, sin aliento, pegados los cabellos a la frente, de los que goteaba el agua.

—¡Salud, Pavli! —exclamó Manolakas—. ¡Salud, primito! Ten la bondad de acercarte....

Mavrandoni se volvió, miró a su hijo, frunció el ceño.

—¿Y esto es mi hijo? —dijo para sí—. ¿Este pedo andante? ¿A quién demonios sale? ¡Ganas me dan de cogerlo por el cuello, retorcérselo y aplastarlo en el suelo como a un pulpo!

Zorba estaba sobre brasas. La viuda le había barrenado los cascos y no se hallaba ya a sus anchas entre aquellas paredes.

—¡Vayámonos, patrón, vayámonos —murmuraba sin cesar—, se ahoga uno aquí!

Le parecía que las nubes habían sido barridas y que el sol lucía de nuevo.

Interpelé al cafetero con disimulada indiferencia:

—¿Quién es esa viuda?

—Una yegua —respondió Kondomanolio.

Apoyó el índice en los labios echando una mirada de soslayo hacia Mavrandoni que tenía las suyas nuevamente dirigidas al suelo.

—Una yegua —repitió—, no hablemos de ella para no condenarnos.

Mavrandoni se levantó de su asiento, enrolló el tubo alrededor del cuello del narguile y dijo:

—Perdonen ustedes, me vuelvo a casa. ¡Ven conmigo, Pavli!

Se llevó consigo a su hijo, tomó la delantera y ambos desaparecieron al instante bajo la lluvia. Manolakas también se levantó y se marchó tras ellos.

Kondomanolio se ubicó en la silla que ocupaba Mavrandoni.

—¡Pobre Mavrandoni, el disgusto lo matará! —dijo en voz baja para que no lo oyeran desde las mesas cercanas—. Tremenda es la desgracia que cayó en su hogar. Ayer le oí a Pavli con mis propios oídos: "¡Si no consienten que sea mi mujer, me mataré!" Pero ella, la muy zorra, no quiere saber nada de él. "¡Mocosillo!" lo llama.

—Vayámonos —insistió Zorba, que con cuanto oía decir de la viuda se iba acalorando cada vez más.

Cantaron los gallos; amenguó un tanto la lluvia.

—¡Vamos! —dije yo alzándome.

Mimito salió del rincón y se vino tras nuestros pasos.

Los guijarros brillaban, las puertas mojadas se habían ennegrecido, las viejecillas salían provistas de cestos para coger caracoles.

Mimito se me aproximó y me tocó el brazo:

—Dame un cigarrillo, patrón, te traerá buena suerte en amor.

Le di el cigarrillo. Tendió la mano flaca, tostada por el sol.

—Dame lumbre, también.

Se la di; aspiró el humo hasta lo hondo de los pulmones, lo arrojó por las fosas nasales, entornó los párpados.

—¡Feliz como un bajá! —murmuró.

—¿A dónde vas?

—Al huerto de la viuda. Dijo que me daría de comer si anunciaba lo de la oveja.

Caminábamos rápidamente. Habíanse desgarrado un tanto las nubes y asomaba el sol. Toda la aldea sonreía, recién lavadita.

—¿Te gusta la viuda Mimito? —preguntó Zorba con un suspiro.

Mimito cloqueó:

—¿Por qué no había de gustarme, amigo? ¿No salí yo igualmente de la cloaca?

—¿De la cloaca? —dije sorprendido—. ¿Qué quieres decir, Mimito?

—Bueno, del vientre de la madre, como cualquier otro.

Quedé azorado. Sólo un Shakespeare, pensé, hubiera podido dar, en los minutos de mayor inspiración creadora, con una expresión de realismo tan crudo para designar el oscuro y repugnante misterio del parto.

Posé la mirada en Mimito. Tenía los ojos grandes, extáticos, un tanto turbios.

—¿En qué pasas los días, Mimito?

—¿En qué quieres que los pase? ¡Viviendo como un rey! Me despierto por la mañana, me como un trozo de pan. Después me ocupo en algunos trabajillos cualesquiera, en cualquier parte, cumplo algunos recados, llevo estiércol, recojo bosta, tengo una caña de pescar y con ella pesco. Vivo con mi tía, la Lenio, la que adivina por agüeros. Debe usted conocerla, todos la conocen. Hasta la retrataron. Por la noche, me vuelvo a casa, tomo una escudilla de sopa, bebo un poco de vino, si lo hay. Si no lo hay, me harto de agua pura hasta que se me pone la panza tensa. ¡Y después, buenas noches!

—¿Y no piensas en casarte, Mimito?

—¿Yo? ¡Vaya ocurrencia! ¿De dónde sacas eso, viejo? ¿Que me eche encima fastidios? La mujer tiene necesidad de calzado ¿de dónde lo conseguiría yo? Mira, yo ando descalzo.

—¿No tienes unas botas?

—¿Cómo que no las tengo? Un tipo se murió el año pasado, mi tía Lenio le sacó las botas de los pies. Yo las calzo para Pascua y voy con ellas a la iglesia donde me divierto mirando a los popes. Luego me las quito, me las echo al hombro y me vuelvo a mi casa.

—¿Qué cosa prefieres tú entre todas, Mimito?

—En primer lugar, el pan. ¡Cómo me gusta! ¡Calientito, crujiente, sobre todo si es pan de trigo! Luego, el vino. Luego, dormir.

—¿Y las mujeres?

—¡Puf! Come, bebe y vete a dormir, me digo yo, lo demás es puro fastidio.

—¿Y la viuda?

—¡Déjasela al diablo, por lo bien que te quiero! ¡
Vade retro
Satanás!

Escupió tres veces y se persignó.

—¿Sabes leer?

—¡Anda, pues! ¡No soy tan tonto! Cuando chico, me llevaron por la fuerza a la escuela; pero tuve suerte, me dio el tifus y me puse idiota. ¡De esta manera me libré de aprender!

Zorba estaba harto de tantas preguntas mías. No pensaba sino en la viuda.

—Patrón... —me dijo cogiéndome del brazo.

Y dirigiéndose a Mimito:

—Ve adelante —le ordenó—, tenemos que hablar.

Bajó la voz. Parecía hallarse conmovido.

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