Era feliz y lo sabía. Mientras estamos viviendo una dicha, es raro que lo percibamos. Sólo cuando ya pasó y volvemos atrás la mirada, comprendemos de pronto —a veces con sorpresa— cuán felices hemos sido. Pero yo, en esa costa cretense, vivía la dicha y sabía que era feliz.
Mar azul oscuro, inmenso, que iba a bañar las costas africanas. A menudo, el viento del sur soplaba muy cálido, el
livas
, viniendo de lejanos arenales ardorosos. Por la mañana el mar embalsamaba el aire como un melón de agua; a mediodía, humeaba, tranquilo, con leves ondulaciones como pechos de mujer apenas dibujados; por la noche, suspiraba, tiñéndose de rosa, de color de vino o de berenjena, y al fin de azul sombrío.
Me entretenía, a la hora de la siesta, en llenarme la mano de fina arena rubia y sentía cómo se deslizaba y huía, cálida y blanda, por entre los dedos. La mano, clepsidra por donde la vida se desliza y se pierde. Se pierde la vida, y yo miro el mar, oigo la palabra de Zorba, siento que las sienes me crujen de felicidad.
Un día, lo recuerdo, mi sobrinita Alka, niñita de cuatro años, mientras estábamos mirando un escaparate de juguetería, la víspera de año nuevo, dirigiéndose a mí me dijo estas sorprendentes palabras:
—Tío Ogro ¡estoy tan contenta de que me hayan salido cuernos!
Quedé pasmado. ¡Qué prodigio es la vida y cómo todas las almas, cuando hunden profundamente sus raíces, se encuentran y no forman más que una sola alma! Pues inmediatamente recordé una cabeza de Buda, tallada en ébano, vista en un lejano museo. Buda liberado sentía infinita, suprema alegría, después de haber agonizado durante siete años. Las venas de su frente, a derecha e izquierda, se le habían hinchado al punto que rompían la piel y se convertían en cuernos fuertes, enroscados como resortes de acero.
Al anochecer la garúa había parado, el cielo estaba límpido. Sentía apetito y me alegraba, pues ahora llegaría Zorba, encendería el fuego e iniciaría el rito cotidiano de la cocina.
—¡Ésta es otra historia que no tiene fin! —decía a menudo Zorba, mientras ponía la marmita a la lumbre—. No sólo la mujer ¡maldita sea!, es una historia que no acaba nunca; también la comida lo es.
Por vez primera percibí en estas riberas el encanto de sentarme a comer. Al llegar la noche, Zorba preparaba el fuego entre dos piedras, cocinaba, nos poníamos luego a manducar y beber un vasito de vino, la conversación se animaba; al fin llegaba yo a comprender que la comida es también una ocupación espiritual, pues la carne, el pan, el vino, son la materia con que el espíritu se configura.
Antes de comer y beber, carecía Zorba, por la noche, tras las fatigas de la jornada laboriosa, de toda animación; las palabras le asomaban trabajosamente a los labios y sonaban ásperas. Sus movimientos eran pesados y torpes. Mas en cuanto le echaba carbón a la caldera, como él decía, la máquina entorpecida y fatigada de su cuerpo recobraba vida, y con renovado brío volvía a la actividad habitual. Se le encendían las miradas, despertábasele la memoria, surgían alas de sus pies y danzaba.
—Dime en qué conviertes lo que comes y te diré quién eres. Gente hay que lo transforman en grasas y excrementos; otros, en trabajo y buen humor; algunos, según he oído, en Dios. Existen, pues, tres clases de hombres. Yo, patrón, no cuento entre los peores, como tampoco entre los mejores. Me conservo en el término medio. Lo que como, lo convierto en trabajo y buen humor. Y no está mal así.
Me miró maliciosamente, riéndose.
—En lo que a ti respecta, patrón, supongo que te afanas porque el alimento te alce hasta Dios. Pero no lo consigues y es una tortura para ti. Te ocurre lo que al cuervo.
—¿Qué le ocurrió al cuervo, Zorba?
—Que al principio, ¿sabes?, andaba por el mundo decentemente, tal como conviene, como debe andar un cuervo ¡vaya! Mas un día se le antojó sacar pecho y menearse como la perdiz. Y desde entonces el pobre tiene olvidada su manera natural de andar, no sabe lo que se hace, ¿ves? Y camina renqueando.
Alcé la cabeza. Oía los pasos de Zorba que acababa de salir de la mina. Poco después, vi que se acercaba, hosco el semblante, cejijunto, sacudiendo los largos brazos.
—...noches, patrón —dijo entre dientes.
—Salud, viejo. ¿Cómo marchó la tarea hoy?
No respondió.
—Prepararé la lumbre —dijo al rato—, y haré la comida.
Tomó una brazada de leña de un rincón, salió, colocó hábilmente las ramas cruzadas entre dos piedras y las hizo arder. Puso la olla en el suelo, le echó agua, cebollas, tomates, arroz y comenzó a guisar. Yo, entretanto, ponía un mantel en la mesa redonda y baja, cortaba rebanadas gruesas de pan de trigo y llenaba de vino, con la damajuana, la calabaza vinatera, decorada con dibujos, que el tío Anagnosti nos regalara en los primeros días de nuestra llegada.
Zorba se había arrodillado frente a la olla, miraba el fuego con ojos dilatados y callaba.
—¿Tienes hijos, Zorba? —le pregunté de pronto.
Se volvió.
—¿Por qué me lo preguntas? Tengo una hija.
—¿Casada?
Zorba se rió.
—¿Por qué ríes, Zorba?
—¿Acaso es necesario preguntarlo? Por supuesto, está casada. No es una chica idiota. Estaba yo trabajando en una mina de cobre, en Pravitsa, en la Calcídica. Un día me llega una carta de mi hermano Yanni. Es cierto que olvidé decirte que tengo un hermano, hombre casero, sensato, beatón, usurero, hipócrita, un hombre de bien, pilar de la sociedad. Vende comestibles en Salónica. "Alexis, hermano —me decía en la carta—, tu hija Froso tomó mal camino, ha deshonrado nuestro nombre. Tiene un amante y le ha nacido un hijo de él, nuestra reputación ha quedado por los suelos. Pienso llegar a la aldea y degollarla."
—¿Y tú, qué hiciste, Zorba?
Zorba se encogió de hombros.
—¡Puf, las mujeres!, me dije, y rompí la carta.
Removió el arroz, le echó sal y rió sarcásticamente.
—Espera, ahora oirás lo más gracioso. Dos meses más tarde, recibo del muy tonto de mi hermano otra carta: "¡Salud y júbilo, querido hermano Alexis! —escribía el imbécil—. Ha sido reparada la honra, ahora puedes llevar alta la frente, el hombre de marras se casó con Froso."
Zorba se volvió a mirarme. Al fulgor de su cigarrillo le veía brillantes los ojos. Nuevamente se encogió de hombros.
—¡Puf, los hombres! —dijo con profundo desprecio.
Y al rato:
—¿Qué cabe esperar de las mujeres? Que tengan hijos con el primer llegado. ¿Qué cabe esperar de los hombres? Que caigan en el lazo como chorlitos. ¡Apúntalo en la memoria, patrón!
Retiró la olla del fuego; comimos.
Zorba volvió a sumirse en sus meditaciones. Alguna preocupación lo atormentaba. Me miraba, entreabría la boca, la cerraba de nuevo. A la luz de la lámpara de aceite yo le veía los ojos inquietos, que reflejaban interior turbación.
No pude aguantar.
—Zorba —le dije—, tú quieres decirme algo, pues dímelo. ¡Ea, amigo, desembucha!
Zorba callaba; cogió una piedrecilla y la arrojó con fuerza por la puerta abierta.
—¡Deja esas piedras y habla!
Zorba alargó el arrugado cuello.
—¿Confías en mí, patrón? —preguntóme con tono ansioso, clavando la mirada en mis ojos.
—Sí, Zorba. Hagas lo que hicieres, no puedes equivocarte. Aunque lo quisieras, no podrías. Eres, digamos, como un león, o como un lobo. Estas bestias no proceden jamás al modo de carneros o de asnos, no se apartan nunca de los carriles en que los puso su natural complexión. Igualmente tú: eres Zorba hasta el extremo de las uñas.
Zorba meneó la cabeza.
—Bien, pero no entiendo ya adónde diablos vamos.
—Lo sé yo, no te preocupes. ¡Sigue adelante!
—Repítelo otra vez, patrón, para que me entre valor.
—¡Sigue adelante!
Los ojos le fulguraron.
—Ahora puedo hablarte —dijo—. Desde hace días aliento un gran proyecto, una idea descabellada que se me anidó en la cabeza. ¿La realizamos?
—¿Y lo preguntas? Para eso estamos aquí, Zorba, para ejecutar ideas.
Zorba, alargando el cuello, me contempló con alegría y con temor a la vez:
—¡Habla claro, patrón! ¿No hemos venido aquí por la mina?
—La mina es un pretexto, para no intrigar a la gente. Para que nos tengan por serios industriales y no nos acribillen arrojándonos tomates. ¿Comprendes, Zorba?
Zorba quedó boquiabierto. Esforzábase por comprender, sin atreverse a creer en tamaña dicha. De pronto, iluminólo la comprensión y se arrojó hacia mí, cogiéndome de los hombros.
—¿Bailas? —me preguntó apasionadamente—. ¿Bailas?
—No.
—¿No?
Dejó los brazos caídos, asombrado.
—Bueno —dijo al rato—. Entonces bailaré yo, patrón. Siéntate un poco más allá, que no te atropelle. ¡Ohé! ¡Ohé!
De un brinco saltó afuera de la barraca, se quitó los zapatos, la chaqueta, el chaleco, arremangóse los pantalones hasta las rodillas y comenzó a bailar. La cara, aún sucia de carbón, parecía negra. Los ojos brillantes, blancos.
Entró en el torbellino de la danza dando palmadas, brincando luego, girando como una peonza en el aire, dejándose caer en elásticas flexiones de las piernas, volviendo a dar botes con las piernas dobladas, como si fuera de goma. Alzábase de repente en un impulso que parecía destinado a quebrantar las leyes de la naturaleza para echarse a volar. Advertíase en el carcomido cuerpo la lucha del alma por liberar a la carne y lanzarse con ella, como un meteoro, en las tinieblas. Sacudía con fuerza el cuerpo, que volvía a caer por no hallar cómo sostenerse en lo alto; sacudíalo nuevamente, despiadado, y conseguía llevarlo esta vez un poco más arriba; pero el pobre volvía a caer, jadeante.
Zorba, cejijunto, mostraba inquietante gravedad. Ya no salían gritos de su boca. Con las mandíbulas apretadas empeñábase en lograr lo imposible.
—¡Zorba! ¡Zorba! —exclamé—. ¡Basta ya!
Temía que, de repente, no resistiendo el gastado cuerpo tal impetuosidad, se disgregara en mil trozos a los cuatro vientos.
Pero era inútil que gritara. ¿Cómo podía oír Zorba los gritos de la tierra? Sus entrañas eran ahora las de un pájaro.
Observé con ligera inquietud la prosecución de aquella danza salvaje y desesperada. Cuando niño, mi imaginación rodaba sin freno: les contaba a mis amiguitos los mayores absurdos, siendo yo el primero en creerlos.
—¿Y tu abuelito cómo murió? —me preguntaron un día mis compañeritos de la escuela comunal.
Y yo, al instante, imaginé un mito, y a medida que lo desarrollaba, yo mismo creía en la verdad del relato.
—Mi abuelito tenía zapatos de suela de goma. Un día, cuando ya la barba se le había puesto blanca, saltó desde el techo de nuestra casa. Pero al tocar el suelo dio un bote como una pelota y subió más alto que la casa, y siguió subiendo más, hasta que se perdió entre las nubes. Así murió mi abuelito.
Desde el día en que inventé ese cuento, cada vez que visitaba la capilla de San Minas y veía en la parte baja del iconostasio la Ascensión del Señor, alargando la mano les decía a mis camaradas:
—Miren, ahí está mi abuelo con los zapatos de suela de goma.
Esta noche, tantos años después, viéndolo a Zorba en aquel brincar y saltar, revivía el cuento pueril con angustia, como si me dominara el temor de que Zorba también se perdiera entre las nubes.
—¡Zorba! ¡Zorba! —exclamé—. ¡Basta ya!
Zorba se hallaba ahora en cuclillas, sin aliento. Brillábale el rostro, feliz. Los cabellos grises se le pegaban a las sienes y le corrían gotas de sudor por las mejillas arrastrando consigo el negro polvo.
Me incliné hacia él, inquieto.
—Me siento aliviado —dijo al cabo de un instante—, como tras una sangría. Ahora puedo hablar.
Entró de nuevo en la barraca, sentóse junto al brasero, me miró con rostro radiante.
—¿Qué te dio por meterte en esa danza?
—¿Qué querías que hiciera, patrón? Me ahogaba la alegría. Era necesario que le diera expansión. ¿Y cómo puede uno desahogarse? ¿Con palabras? ¡Pff!
—¿Qué alegría?
Se le oscureció el semblante. Le tembló el labio.
—¿Cómo qué alegría? ¿Entonces lo que dijiste no eran sino palabras echadas al viento? ¿Ni tú mismo las comprendías? No estamos aquí, dijiste, por la mina. ¿Has dicho eso, no? Hemos venido para pasar el tiempo, para disimular nuestros propósitos ante la gente, de modo que no nos tomen por chiflados y no nos arrojen tomates. Pero nosotros, cuando nos hallemos a solas, cuando nadie nos vea, nos reiremos a carcajadas. Eso es, palabra de honor, lo que yo también quería, aunque sin entenderlo claramente. A veces pensaba en el carbón, a veces en la tía Bubulina, a veces en ti... ¡un embrollo! Cuando iba abriendo alguna galería, decíame para mi coleto: ¡Lo que yo quiero es carbón! Y de los pies a la cabeza me convertía en carbón. Pero después, al fin de la jornada, mientras retozaba con la vieja marrana, ¡séanle propicias todas las horas!, mandaba al infierno a todo el lignito y a todos los patrones del mundo, y con ellos al mismo Zorba. Se me iba a pique el seso. Y al encontrarme solo, sin nada entre manos, pensaba en ti, patrón, y se me partía el alma. Pesábame el corazón: ¡Qué vergüenza, Zorba, decíame, qué vergüenza que te mofes de ese buen hombre y le estés comiendo el dinero! ¿Hasta cuándo seguirás siendo un cochino, pedazo de Zorba? ¡Me cansas!
»Te lo digo, patrón, se me iba a pique el seso. Tironeábame el demonio por un lado, Dios por el otro, y entre ambos me partían por el medio. Ahora ¡bendito seas, patrón!, has dicho la gran palabra y yo veo claro. ¡He visto! ¡He comprendido! Estamos de acuerdo. Y desde ahora ¡quemamos las naves! ¿Cuánto dinero te queda? ¡Sácalo y comámonos el capital!
Secóse el sudor, mirando en torno. Los restos de la cena estaban aún desparramados en la mesita. Alargó hacia ellos el brazo.
—Con tu permiso, patrón —dijo—. Me ha vuelto a dar apetito.
Cogió una rebanada de pan, una cebolla, un puñado de aceitunas.
Comía con avidez; dejaba caer en la boca el vino de la calabaza sin tocarla con los labios y el vino gorgoteaba ruidosamente. Zorba chasqueó la lengua, satisfecho.
—El pecho recobró la calma —dijo.
Me guiñó un ojo.
—¿Por qué no te ríes? —preguntóme—. ¿Por qué me miras de ese modo? Yo soy así. Existe en mí un demonio que grita y yo hago lo que me manda. Cada vez que me encuentro a punto de ahogo, me ordena: ¡Baila!, y yo bailo. ¡Y me siento aliviado! Una vez, cuando mi pequeñín Dimitraki se me murió, en Calcídica, me levanté y me puse a bailar. Los parientes y amigos que me veían que danzaba ante el cuerpecito yacente se precipitaron con la intención de contenerme: "¡Zorba se ha vuelto loco! —exclamaban—. ¡Zorba se ha vuelto loco!" Pero si no hubiera bailado en ese momento, entonces sí, hubiera enloquecido de dolor. Porque era el primero de mis hijos y tenía tres años y yo no podía soportar su pérdida. ¿Comprendes lo que te digo, patrón, o estoy predicando en desierto?