Alexis Zorba el griego (7 page)

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Authors: Nikos Kazantzakis

Tags: #Relato

BOOK: Alexis Zorba el griego
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En tales ocasiones, todas las puertas femeninas se entreabren, los centinelas se duermen y una palabra amable resulta tan eficaz como el oro o el amor. Encendí, pues, la pipa, y dije la palabra amable.

—Me recuerdas, doña Hortensia, a Sarah Bernhardt... cuando era joven. Tanta elegancia, gracia y cortesía, tanta belleza, no esperaba yo por cierto hallarlas en este lugar silvestre. ¿Qué Shakespeare te ha enviado, pues, aquí, entre los bárbaros?

—¿Shakespeare? —dijo ella abriendo los ojillos deslavados—. ¿Qué Shakespeare?

Su espíritu voló, ágilmente, hacia los teatros que había conocido, en un abrir y cerrar de ojos recordó los cafés-cantantes, de París a Beirut, de ahí a lo largo de las costas de Anatolia y, bruscamente, despertó la memoria: era en Alejandría, una gran sala con arañas de muchas luces, asientos de terciopelo, hombres y mujeres, espaldas desnudas, perfumes, flores. De pronto, el telón se alza y un negro terrible apareció...

—¿Qué Shakespeare? —dijo otra vez, orgullosa por haber recordado—. ¿El que también llaman Otelo?

—El mismo. ¿Qué Shakespeare, ¡oh flor de lis!, te abandonó en estos peñascos salvajes?

Echó una mirada en torno. Las puertas estaban cerradas, el loro dormía, los conejos se reproducían, estábamos solos. Conmovida, empezó a abrirnos su corazón, como abrimos un viejo cofre lleno de especias, de cartas de amor agostadas, de antiguos vestidos...

Hablaba el griego más o menos bien, retorciendo las palabras, confundiendo las sílabas. Sin embargo, la entendíamos perfectamente, y a ratos nos costaba contener la risa, a ratos —no pocas veces habíamos empinado el codo— estallábamos en llanto.

—Pues bien (esto es aproximadamente lo que nos contaba la vieja sirena en su patio perfumado), pues bien, yo tal como me veis, no era una cantante de café concierto, no, no. Era una artista renombrada y llevaba enaguas de seda con puntillas legítimas. Pero el amor...

Suspiró hondamente y encendió un cigarrillo con el de Zorba.

—He amado a un almirante. Hubo una nueva revolución en Creta y las fuerzas navales de las grandes potencias echaron anclas en el puerto de Suda. Unos días después yo también anclé allí. ¡Ah! ¡Qué magnificencia! Hubierais visto a los cuatro almirantes: el inglés, el francés, el italiano y el ruso. Oro por todas partes, escarpines de charol lustrado, y plumas en la cabeza. Como gallos. Unos gallos grandes de ochenta a cien kilos cada uno. ¡Y qué barbas! Rizadas, sedosas, morena, rubia, gris, castaña, y ¡qué bien olían! Cada uno usaba un perfume particular, y por eso yo los distinguía de noche. Inglaterra olía a agua de colonia, Francia a violetas, Rusia a almizcle e Italia, ¡ah, Italia se apasionaba por el ámbar! ¡Qué barbas, Dios mío, qué barbas!

»Varias veces, a bordo del buque almirante, reunidos los cuatro jefes y yo, hemos charlado sobre la revolución, ellos con las chaquetas desprendidas, yo con una camisa de seda que se me pegaba al cuerpo, porque me la empapaban con champaña. Era verano, ¿comprendes? Hablábamos, pues, de la revolución, y eran las nuestras conversaciones serias, y yo les cogía las barbas y les rogaba que no bombardearan a los pobres queridos cretenses. Se les veía con los catalejos, sobre una roca, cerca de la Canea. Chiquitos, chiquititos, como hormigas, con las bragas azules y las botas amarillas. Y gritaban, gritaban, y tenían una bandera...

Las cañas de Indias que formaban el cercado del patio se movieron. La antigua combatiente se detuvo, aterrorizada. Entre las hojas, brillaban unos ojillos maliciosos. Los chicos del pueblo habían olido nuestra francachela y nos espiaban.

La cantante trató de levantarse, pero no pudo: había comido con exceso, había bebido mucho y hubo de quedarse sentada, toda sudorosa. Zorba recogió una piedra: los niños desaparecieron chillando.

—Continúa, hermosa mía, continúa, tesoro —dijo Zorba, acercando la silla un poco más.

—Decíale, pues, al almirante italiano, con quien tenía mayor confianza; decíale cogiéndole la barba: Mi Canavaro —era éste su nombre—, mi Canavarito, no hacer ¡bum! ¡bum!, no hacer ¡bum! ¡bum!

»¡Cuántas veces, yo que os hablo, he salvado de la muerte a los cretenses! ¡Cuántas veces, estando listos los cañones para abrir el fuego, yo le cogía la barba al almirante y no lo dejaba que hiciera ¡bum! ¡bum! Pero ¿quién me lo tuvo en cuenta? En materia de condecoraciones...

Estaba de veras disgustada, doña Hortensia, por la ingratitud de los hombres. Golpeó la mesa con el puño blando y arrugado. Y Zorba, tendiendo la mano experta sobre las rodillas separadas de la dama, las apretó a impulsos de simulada emoción, exclamando:

—¡Mi Bubulina
[5]
por favor te lo pido!, no hagas ¡bum! ¡bum!

—¡Quietas las manos! —cloqueó la buena señora—. ¿Por quién me has tomado, viejo?

Y a la vez le dirigía una mirada lánguida.

—Dios existe —decíale el pícaro libertino—, no te aflijas, mi Bubulina. ¡Cuenta con nosotros, queridita, no temas!

La vieja sirena, alzando al cielo la mirada de sus ojillos azules acídulos, vio al loro dormido en la jaula, envuelto en su verde librea.

—¡Mi Canavaro, mi Canavarito! —arrulló con amoroso acento.

El loro al reconocer la voz abrió los ojos y comenzó a gritar con la voz ronca de un hombre que se está ahogando:

—¡Canavaro! ¡Canavaro!

—¡Presente! —exclamó Zorba, apoyando de nuevo la mano en las viejas rodillas que tanto habían servido, cual si quisiera tomar posesión de ellas. La añosa cantante se meneó en la silla y abrió otra vez la boquita arrugada:

—Yo también he combatido, pecho a pecho, valientemente... Pero llegaron los días nefastos. Creta fue liberada y en consecuencia las naves de guerra recibieron orden de levar anclas. "¿Y yo? ¿Qué será de mí? —clamaba prendiéndome de las cuatro barbas—. ¿Dónde piensan ustedes dejarme? Yo me he habituado a esta esplendidez, me he habituado al champaña y a los pollos asados, me he habituado a ver cómo me saludan militarmente los lindos marineritos de a bordo. ¿Qué será de mí, viuda cuatro veces, mis señores almirantes?"

»Ellos ¡se reían! ¡Ah, los hombres! Me cubrieron de libras inglesas, de libras italianas, de rublos y de napoleones. Los ponía yo en las medias, en el corpiño, en los zapatos... La última noche, era yo un mar de lágrimas y un lamento continuo. Entonces los almirantes tuvieron compasión de mí, llenaron el baño de champaña, me sumergieron en él —ya ven con qué familiaridad nos tratábamos— y enseguida se bebieron todo el champaña en honor mío. Se emborracharon y apagaron las luces...

»Por la mañana yo tenía encima una mezcla de perfumes: violetas, agua de colonia, almizcle y ámbar. A las cuatro grandes potencias: Inglaterra, Francia, Rusia, Italia, las tenía yo en las rodillas y jugaba con ellas, mira, así...

Doña Hortensia arqueó los regordetes bracitos, moviéndolos de arriba hacia abajo, como si tuviera montada a una criaturita en las rodillas.

—¿Ves? ¡Así! ¡Así! En cuanto amaneció, se oyeron salvas de cañón, por mi honor lo juro, se oyeron salvas y una barca blanca con doce remeros llegó en mi busca y me trasladó a tierra.

Sacando un pañuelito, se echó a llorar desconsoladamente.

—Mi Bubulina —exclamó Zorba entusiasmado—, cierra los ojos... Cierra los ojos, tesoro mío. ¡Yo soy Canavaro!

—¡Quietas las manos, te digo! —chilló de nuevo nuestra buena amiga desatándose en arrumacos—. ¡Vea usted la cara bonita! ¿Y dónde quedaron las charreteras de oro, el tricornio, la barba perfumada?... ¡Ah! ¡Ah!

Apretóle suavemente la mano a Zorba y volvió a llorar. El tiempo refrescó. Nos callamos un instante. El mar, detrás de las cañas de Indias, suspiraba, al fin apacible y tierno. No soplaba ya el viento y el sol se puso. Dos cuervos nocturnos pasaron por sobre nuestras cabezas y en el vuelo las alas silbaron como si se desgarrara una tela de seda, la camisa de seda de una cantante.

Caía el crepúsculo como polvillo de oro y rociaba el patio. El bucle suelto de doña Hortensia se encendió agitándose con la brisa vespertina, como si tratara de evadirse y llevar el incendio hasta las cabezas cercanas. El pecho semidescubierto, las rodillas separadas, endurecidas por la edad, las arrugas del cuello, los zapatos gastados, se cubrieron de polvo de oro.

Nuestra vieja sirena tiritó. Entornando los ojuelos enrojecidos por las lágrimas y el vino, miróme un rato a mí, miró un rato a Zorba, que con los labios secos estaba suspenso de su pecho. Mirónos a ambos con aire interrogador, esforzándose por aclarar cuál de los dos era Canavaro.

—Mi Bubulina —arrullaba apasionado Zorba, apretando la rodilla contra la rodilla de la mujer—. ¡No hay Dios, no hay diablo, no te preocupes! Alza la cabecita, pon la mano en la mejilla, y sin más entónanos una bonita canción, y que reviente la Muerte.

Zorba ardía. Con la mano izquierda retorcíase el bigote y con la derecha acariciaba a la cantante achispada. Hablábale, jadeante, con lánguido mirar. Por cierto, no era esa vieja momificada y cubierta de afeites lo que en realidad veía ante él, sino la "especie hembra", como solía llamar a la mujer. La individualidad desaparecía, la cara se borraba; joven o decrépita, hermosa o fea, no eran más que variantes sin importancia. Detrás de cada mujer se erguía, austero, sagrado, lleno de misterio, el rostro de Afrodita.

Ése era el rostro que Zorba veía; a él le hablaba; sólo a él deseaba; doña Hortensia no significaba más que una máscara efímera y transparente que Zorba rasgaba para besar la boca inmortal.

—Alza el cuello de nieve, tesoro mío —repitió su voz suplicante y anhelosa—, ¡alza el cuello de nieve, canta una canción!

La vieja cantante apoyó la mejilla en la mano regordeta y agrietada por la lejía; sus miradas languidecieron. Lanzó un grito lamentable y salvaje y comenzó a cantar la canción que prefería, mil veces entonada, mirándole a Zorba —ya había decidido cuál de nosotros elegiría— con ojos desmayados, húmedos:

Al azar de mis días,

¿Por qué hube de encontrarte?...

Zorba de un brinco corrió en busca de su
santuri
, se sentó en el suelo a la turca, desnudó el instrumento, lo acostó en las rodillas, alargó las manazas.

—¡Ohé! ¡Ohé! —berreó—. ¡Empuña un cuchillo y degüéllame, Bubulina de mi alma!

Cuando empezó a caer la noche, a brillar en el cielo el lucero, a surgir, lisonjera y cómplice, la voz del
santuri
, doña Hortensia, atracada de gallina y arroz, de almendras tostadas y de vino, zozobró pesadamente en el hombro de Zorba y suspiró. Frotóse suavemente contra el huesudo costado del músico, bostezó, suspiró nuevamente.

Zorba con un ademán atrajo mi atención y bajando la voz:

—Le arden los pantalones, patrón —murmuró—. ¡Vete!

IV

A
MANECIÓ
el día, y al despertar vi que, frente a mí, Zorba, sentado con las piernas encogidas en el extremo de su pecho, fumaba abismado en profunda meditación. Los ojillos redondos se fijaban en el tragaluz teñido de blanco lechoso por la claridad primera y aparecían hinchados; tendíase el cuello desnudo y descarnado, desmesuradamente largo, como cuello de ave de presa.

La víspera yo me había retirado temprano, dejándolo a solas con la vieja sirena.

—Me voy —le dije—, diviértete a tu gusto, Zorba, ¡y que no te falte el ánimo, valeroso campeón!

—Hasta luego, patrón. Deja que demos fin a nuestro asunto, buenas noches. ¡Que duermas bien, patrón!

Por lo visto, le había dado fin al asunto, pues entre sueños me pareció oír unos arrullos ahogados y luego unos fuertes sacudones en la caseta contigua. Después me rindió el sueño. Ya muy pasada la medianoche, regresó Zorba descalzo y se tendió sin ruido en su cama, para no despertarme.

Ahora, a la luz del alba, se hallaba allí, con la mirada perdida a lo lejos, hacia la claridad del día, sin brillo los ojos. Se le veía sumido aún en el embotamiento, presa todavía del sueño. Tranquilamente, apasionadamente, se abandonaba a una corriente de penumbras densas como la miel. El universo huía —tierras, aguas, pensamientos, hombres— hacia un mar lejano, y Zorba flotaba con ellos, sin resistencia, sin interrogaciones, feliz.

Comenzaba el despertar del pueblo: confuso rumor de gallos, de cerdos, de asnos, de gente. Quise saltar de la cama, exclamar: ¡Eh, Zorba, hoy nos espera el trabajo! pero yo mismo experimentaba una gran dicha al entregarme sin palabras, sin gestos, a las inciertas, a las bermejas insinuaciones del alba. En esos minutos mágicos, la vida entera parece liviana como plumón. Como una nube, ondeante y blanda, la tierra se modela y remodela al soplo del viento.

Extendí el brazo, con ganas de fumar yo también, y cogí la pipa. La miré conmovido: gruesa, preciosa,
made in England
. Era un regalo de mi amigo, aquél que tenía ojos de color gris verdoso y manos de dedos afilados. Hacía años ya, un mediodía, en tierras extranjeras. Él había terminado sus estudios y se marchaba a Grecia ese día.

—Deja el cigarrillo —me dijo—; lo enciendes, lo fumas por la mitad y lo arrojas. El amor sólo te dura un instante. Es vergonzoso. Cásate con la pipa. Ella es la esposa fiel. Cuando regreses a casa, la hallarás esperándote sin moverse. Y tú la encenderás, y mirando cómo sube el humo por el aire, te acordarás de mí.

Era mediodía; salíamos de un museo, en Berlín, donde había ido a despedirse de su querido
Guerrero
de Rembrandt, el de yelmo de bronce, mejillas demacradas, mirada dolorosa y enérgica.

—Si alguna vez llego a realizar en mi vida una acción digna de un hombre —murmuró contemplando al guerrero implacable—, a él se lo deberé.

Estábamos en el patio del museo, recostados en una columna. Frente a nosotros una estatua de bronce —una amazona desnuda— cabalgaba con indecible gracia en un caballo bravío. Un pajarito gris, un aguzanieve, posóse un instante en la cabeza de la amazona, se volvió hacia nosotros, meneó la cola con breves sacudones vivos, silbó dos o tres veces con aire chancero y emprendió vuelo.

Yo me estremecí y miré a mi amigo.

—¿Oíste el pájaro? —le pregunté—. Parecía que intentaba decirnos algo, y se fue.

Mi amigo sonrió.


Es un pájaro, déjalo que cante
, —
es un pájaro, déjalo que diga
—respondióme citando unos versos de nuestras elegías populares.

¿Cómo, pues, en este instante, al nacer el día en esta costa cretense, ese recuerdo afloró en mi memoria junto con el verso fúnebre que me embargaba de amargura?

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