Alguien llegó a la puerta. Las viejas se retiraron; la tía Lenio agarróse de nuevo al lecho mortuorio y comenzó a darse de golpes en el pecho gritando:
—"...¡Y los claveles de color de grana en torno de tu cuello...!"
Zorba entró, miró a la difunta, tranquila, apaciguada, cerosa, cubierta de moscas, yacente con las manos cruzadas y en el cuello la cintilla de terciopelo.
"Un puñadito de tierra —pensó—, un puñadito de tierra que sentía hambre, que reía y besaba. Un terrón de lodo que lloraba. ¿Y ahora? ¿Quién demonios nos trae a esta tierra y quién demonios nos lleva de ella?"
Escupió y se sentó.
Afuera, en el patio, los mozos se habían agrupado para bailar. El hábil sonador de lira, Fanurio, acudió; apartaron la mesa, las latas de petróleo, la cuba de lavar, la cesta para ropa sucia, y una vez despejado el sitio iniciaron la danza.
Llegaron los notables: el tío Anagnosti con su largo bastón ganchudo, y la amplia camisa blanca; Kondomanolio, redondito y grasiento; el maestro, con recado de escribir sujeto a la cintura y una pluma en la oreja. El viejo Mavrandoni no estaba presente. Había huido a la montaña, eludiendo la persecución policial.
—Me agrada veros reunidos, muchachos —dijo el tío Anagnosti alzando una mano—. ¡Me alegra que os divirtáis! ¡Comed y bebed y que Dios os bendiga! Pero no alborotéis. No debéis hacerlo. ¡El muerto oye; oye, muchachos!
Kondomanolio explicó:
—Hemos venido a levantar inventario de los bienes de la difunta, para distribuirlos entre los pobres de la aldea. Habéis comido y bebido hasta hartaros. ¡Basta con ello! ¡No arrebatéis nada más, si no, ojo con esto, desdichados!
Y diciéndolo, agitaba el bastón amenazadoramente.
Tras los antedichos, presentáronse una docena de mujeres desgreñadas, descalzas, harapientas. Cada una de ellas llevaba un saco vacío bajo el brazo y un cesto de mimbre al hombro. Se aproximaron furtivamente, paso a paso, sin hablar.
Al verlas, el tío Anagnosti estalló:
—¡Eh, atrás, morenas! ¿Cómo? ¿Vinisteis al asalto? Aquí se han de anotar las cosas una por una en un papel y luego se repartirán equitativamente entre los pobres. ¡Atrás, os digo!
El maestro dispuso para las anotaciones la escribanía de cobre que le pendía de la cintura, desenrolló una hoja de papel y se encaminó hacia el interior para dar comienzo al inventario.
Pero en el mismo momento, oyóse ensordecedor alboroto, como golpear de cajas de hierro, volteretas de carretes rodantes, destrozo de vajilla. Y en la cocina tremenda batahola de cacharros, de platos, de cubiertos.
Corrió el viejo Kondomanolio sacudiendo el garrote. ¿Pero dónde sentar pie? Viejas, hombres, niños, salían por las puertas, saltaban por las ventanas, por encima del cerco, llevando consigo cada cual lo que hubiera podido apañar: ollas, cacerolas, colchones, conejos... Algunos quitaron de sus quiciales las puertas y las ventanas y las cargaron al hombro. Hasta Mimito, el tonto, arrebató los zapatos de la difunta y los llevaba atados de un cordón al cuello, de modo que parecía que doña Hortensia salía a horcajadas, invisible, dejando a la vista sólo los zapatos...
Frunció las cejas el maestro, volvió a su primitiva postura la escribanía, enrolló la hoja de papel virgen y sin pronunciar una palabra cruzó el umbral y se marchó.
El pobre tío Anagnosti clamaba, suplicaba, sacudía en el aire el bastón.
—¡Es vergonzoso, muchachos, es vergonzoso, la muerta os oye!
—¿Es necesario llamar al pope? —preguntó Mimito.
—¿Qué Pope? ¡Idiota! ¡Si ésa era una franchuta! ¿No viste cómo hacía la señal de la cruz? ¡Con cuatro dedos, la excomulgada! ¡Vamos, metámosla bajo tierra, que no apeste y no infecte a la aldea!
—Empieza a llenarse de gusanos. ¡Mira, allí, sobre la cruz! —dijo Mimito persignándose.
El tío Anagnosti sacudió la cabeza de gran señor aldeano:
—¿Y eso te maravilla? ¡Gaznápiro! En verdad, el hombre está lleno de gusanos desde que nace; pero no se les ve. ¡Sólo cuando advierten que uno comienza a heder, se asoman blancos, muy blancos, como los del queso!
Lucieron las primeras estrellas suspendidas en el aire, como campanillas de plata. Y la noche toda fue alegre campanilleo.
Zorba descolgó la jaula del loro; el pájaro huérfano estaba agazapado, medroso, en un rincón. Miraba con los ojos muy abiertos, sin comprender. Entonces ocultó la cabeza debajo del ala y se acurrucó.
Cuando Zorba descolgó la jaula, el loro volvió a erguirse. Quiso hablar; pero Zorba lo acalló con un movimiento de la mano.
—¡Cállate —le dijo con voz acariciadora—, cállate y ven conmigo!
Zorba se inclinó y miró a la muerta. La miró largo rato, sintiendo un nudo en la garganta. Inició un movimiento como para besarla, pero se contuvo.
—¡Ea, a la gracia de Dios! —murmuró. Alzó la jaula y salió al patio. Cuando me vio se acercó a mí:
—Vayámonos... —dijo en voz baja tomándome del brazo.
Parecía sereno; pero le temblaban los labios.
—Todos hemos de seguir el mismo camino... —dije a modo de consuelo.
—¡Vaya un alivio! —exclamó sarcástico—. ¡En marcha pues!
—Espera —le dije—. Ya la llevarán. Quedémonos para ver... ¿No aguantarás hasta entonces?
—Aguantaré —respondió con voz ahogada. Puso la jaula en el suelo y se cruzó de brazos.
De la cámara mortuoria salieron, con la cabeza descubierta, el tío Anagnosti y Kondomanolio, que se persignaron. Detrás de ellos, cuatro de los bailarines, llevando aún la rosa de abril en la oreja, alegres, medio achispados, sostenían cada uno de una punta la hoja de puerta sobre la que yacía el cadáver. Después venían el sonador de lira con su instrumento, una docena de hombres un tanto ebrios que seguían masticando, y cinco o seis mujeres que cargaban cada una una cacerola o una silla. Mimito venía cerrando el cortejo con los zapatos descalcañados pendientes del cuello.
—¡Asesinos! ¡Asesinos! ¡Asesinos! —gritaba entre risas.
Viento cálido y húmedo soplaba y el mar se agitó. El sonador de lira alzó el arco. Fresca, jubilosa, sarcástica, surgió su voz en la noche tibia:
—"Sol mío, con qué prisa te has ocultado..."
—¡Vamos! —dijo Zorba—. ¡Esto se acabó!
Í
BAMOS
callados por las estrechas callejas de la aldea. Las casas sin luz eran manchas negras; en alguna parte ladraba un perro, resoplaba un buey. De tanto en tanto nos llegaban, traídos por el viento, los alegres sones de los cascabeles de la lira, desgranados como agua de surtidor.
—Zorba —dije para quebrar el pesado silencio—, ¿qué viento es éste? ¿El austro?
Zorba marchaba adelante llevando como un fanal la jaula del loro, y no me dio respuesta. Cuando hubimos llegado a la playa, me preguntó:
—¿Tienes hambre, patrón?
—No, no tengo hambre, Zorba.
—¿Y sueño?
—No.
—Yo tampoco. Sentémonos un rato en las piedras. Querría preguntarte algo.
Ambos estábamos cansados, pero no queríamos dormir. No queríamos perder el veneno de la jornada. El sueño se nos antojaba como una fuga en la hora de la prueba, y nos daba vergüenza acostarnos. Nos sentamos, pues, a orilla del mar. Zorba colocó la jaula entre las rodillas y permaneció un momento en silencio. Una inquietante constelación asomó detrás de la montaña, monstruo de múltiples ojos y cola espiralada. Tal cual vez, una estrella desprendíase y caía.
Zorba contemplaba el cielo, extasiado, con la boca abierta, como si por primera vez lo viera.
—¡Quién sabe qué pasa allá arriba! —murmuró
Al cabo de un instante se decidió a hablar:
—¿Podrías tú decirme, patrón —dijo y su voz resonó solemne, conmovida, en la noche calurosa—, podrías tú decirme qué significado tienen todas estas cosas? ¿Quién las hizo? ¿Por qué las hizo? Y, sobre todo, esto (la voz le vibró de cólera y de temor): ¿por qué morimos?
—¡No lo sé, Zorba! —le respondí tímidamente, como si me preguntase lo más sencillo, lo más evidente y yo no supiera darle razón de ello.
—¡No sabes! —dijo Zorba. Abrió los ojos manifestando igual sorpresa que aquella noche en que hube de confesarle que no sabía bailar.
Guardó silencio un momento y de improviso estalló:
—¿Para qué sirven, entonces, todos los libros que lees, eh? ¿Para qué los lees? ¿Y si no dicen eso, qué dicen?
—Dicen de la perplejidad del hombre que no halla respuesta a lo que preguntas, Zorba.
—¡A mí no me importa un comino la perplejidad del hombre! —exclamó disgustado, golpeando el suelo con el pie.
El loro, oyendo la voz exasperada de Zorba, se sobresaltó:
—¡Canavaro! ¡Canavaro! —gritó como pidiendo socorro.
—¡Calla, tú! —le dijo Zorba, dando una palmada en la jaula.
Luego continuó:
—Lo que yo quiero es que me digas de dónde venimos y adónde vamos. Tantos años consumidos en la lectura de mamotretos te habrán dado el jugo de dos o tres mil kilos de papel impreso. ¿Qué sacaste de ellos en definitiva?
Había tal angustia en su voz que me sentí turbado. ¡Ah, cómo hubiera deseado darle la respuesta clara que de mí esperaba!
Yo tenía la convicción de que el punto más alto a que puede alcanzar el hombre no es el del Saber, ni el de la Virtud ni el de la Bondad, ni el de la Victoria, sino algo mucho más valioso, más heroico y desesperado; el sagrado Sentir de lo poético.
—¿No me dices nada? —preguntó con ansiedad Zorba.
Traté de que mi compañero comprendiera qué es ese Sentir que agiganta al hombre:
—Nosotros somos unos gusanillos, Zorba, unos gusanillos muy, muy pequeñitos, que nos arrastramos por una hojita de un árbol enorme. La hojita es la Tierra que habitamos. Otras hojas son las estrellas que tú ves girar durante la noche. Caminamos a lo largo de nuestra hojita y la examinamos ansiosamente. La olemos y nos huele bien o mal. La probamos y nos resulta comestible. Damos golpes en ella, y suena y clama como un ser viviente.
»Algunos hombres, los más intrépidos, se acercan a los bordes de la hoja. Desde allí, se asoman, abren los ojos, tienden el oído hacia el caos. Los que allí llegamos sentimos hondo estremecimiento. Intuimos el medroso precipicio abierto ante nosotros, oímos de tarde en tarde el roce de las otras hojas del árbol gigantesco, advertimos que la savia sube desde las raíces profundas y que nuestro corazón se ensancha al compás de ese impulso. Asomados de tal modo al abismo, todo nuestro cuerpo, el alma toda, se nos estremecen de terror. Pues bien, a partir de entonces empieza...
Me interrumpí. Quería decir: a partir de entonces comienza la poesía; pero Zorba no lo hubiera entendido. Callé.
—¿Qué empieza? —preguntó Zorba con ansioso tono—. ¿Por qué te detienes?
—...Empieza el gran peligro, Zorba. Los unos sienten vértigos y deliran; los otros sienten miedo, se esfuerzan por hallar alguna explicación que les devuelva el ánimo, y dicen: "Dios". Otros, en fin, desde el borde de la hoja contemplan el precipicio tranquilos, valientemente, y se dicen: "Me gusta".
Zorba meditó largo rato. Se afanaba por comprender.
—Yo —dijo al cabo—, tengo presente a cada instante a la muerte. La miro de frente y no me asusta. Sin embargo, jamás he dicho: Me gusta. ¡No, no me gusta absolutamente nada! No estoy de acuerdo.
Hubo una pausa, pero pronto exclamó de nuevo:
—¡No, no soy yo de los que le brindan el cuello a Caronte, diciéndole: ¡Degüéllame como a un cordero, señor Caronte, para que pueda irme cuanto antes al Paraíso!
Lo escuchaba perplejo: ¿quién era el sabio que se esforzaba por enseñar a sus discípulos a cumplir voluntariamente lo que la ley impone? ¿Que les enseñaba a decir "Sí" a la necesidad, a transformar lo inevitable en expresión de libre voluntad? Ahí está, sin duda, la única senda hacia la liberación. Triste senda; pero no hay otra. En caso contrario ¿la rebelión? ¿El arrogante impulso quijotesco que lleva al hombre a luchar contra la Necesidad, para someter la ley exterior al dominio de la ley interior de su alma, para negar todo lo que es, y crear de acuerdo con las leyes de su corazón, que se oponen a las leyes inhumanas de la naturaleza, un mundo nuevo, más puro, más moral, mejor?
Zorba me miró, comprendió que no me quedaba cosa que decirle, alzó con cuidado la jaula para no despertar al loro, la colocó cerca de su cabeza y se tendió a lo largo.
—Buenas noches, patrón. Ya es suficiente.
Soplaba fuerte el viento del sur, venido de allá lejos, del África ardorosa. Venía a madurar las legumbres, los frutos, y los pechos de Creta. Lo sentía en la frente, en los labios, en el cuello, y lo mismo que una fruta el corazón crujía y se hinchaba.
No podía, ni quería dormir. No pensaba en nada. Sólo percibía que en la cálida noche, alguna cosa, alguien, maduraba en mí. Veía claramente el prodigioso espectáculo: el del cambio que en mí se producía. Lo que ocurre de ordinario en lo más oculto de las entrañas, veíalo yo ahora manifiestamente, a la luz, ante mis ojos. Agazapado a la orilla del mar, contemplaba el milagro.
Las estrellas fueron perdiendo brillo, el cielo se aclaró y sobre el fondo luminoso, como delicado dibujo a pluma, aparecieron las montañas, los árboles, las gaviotas.
Nacía el día.
Varios días pasaron. Las mieses maduraron e inclinaban las espigas grávidas de granos. Bajo los olivos, las cigarras aserraban el aire; insectos luminosos zumbaban, en los rayos de ardiente luz. Nubes de vapor alzábanse de la superficie del mar.
Zorba, callado, salía al alba para la montaña. La instalación del cable aéreo pronto quedaría terminada. Los pilares puestos en sus sitios, tendido el cable, colgadas las poleas, Zorba regresaba al caer la noche, rendido de fatiga. Encendía la lumbre, guisaba, comíamos. Tratábamos de no despertar a nuestros terribles demonios interiores, amor, muerte, temor. Evitábamos en nuestras charlas mencionar a la viuda, a doña Hortensia o a Dios. Las más de las veces, en silencio, contemplábamos a lo lejos el mar.
Frente a la inusitada mudez de Zorba, las eternas y vanas voces interiores hablaban en mí. De nuevo acongojábase el pecho. ¿Qué es este mundo?, me interrogaba. ¿Cuál es su objeto y hasta qué punto nuestras vidas efímeras contribuyen a alcanzarlo? ¿Es la misión del hombre transformar la materia en alegría, como afirma Zorba; en espíritu, como sostienen otros, lo que viene a significar lo mismo en distinto plano? ¿Pero por qué? ¿Con qué fin? Y cuando el cuerpo vuelve a ser polvo ¿queda algo de lo que habíamos llamado alma? ¿O nada queda y aquella inextinguible sed nuestra de inmortalidad no se origina en que seamos inmortales, sino en que durante el breve instante en que alentamos sólo estuvimos al servicio de algo ignoto que es inmortal?