Alexis Zorba el griego (41 page)

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Authors: Nikos Kazantzakis

Tags: #Relato

BOOK: Alexis Zorba el griego
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—¡Y del Espíritu Santo! —murmuró el
higúmeno
, mientras se levantaba el hábito hasta las rodillas.

El tercero era un tronco enorme. Apenas lo largaron, oyóse un estruendo aterrador.

—¡Echaos de bruces, desdichados! —gritó Zorba mientras huía.

Los monjes cayeron de panza al suelo; los aldeanos se apartaron precipitadamente.

Dio un salto el tronco; volvió a caer sobre el cable; rodeólo un haz de chispas, y antes de que alcanzáramos a ver lo que ocurría, había dejado atrás montaña y ribera para hundirse a lo lejos en el mar, entre inmenso surtidor de espuma.

Los pilares vibraban de modo inquietante. Varios se inclinaban ya. Las mulas rompieron las cuerdas que las sujetaban y huyeron.

—¡No es nada! ¡No es nada! —gritaba enajenado Zorba—. ¡Ahora está asentado el aparato! ¡Adelante!

Otra vez alzó la bandera. Se le veía presa de la desesperación y con tremendo afán porque todo aquello terminara.

—¡Y de la Virgen de la Venganza! —farfulló el
higúmeno
echando a correr.

Desprendióse el cuarto tronco. Un ¡crac! terrorífico retumbó en el espacio; luego otro ¡crac! y todos los pilares, uno tras otro se derrumbaron como una construcción hecha con naipes.


¡Kyrie eleison! ¡Kyrie eleison!
—chillaron obreros, aldeanos y monjes, huyendo tumultuosamente.

Una astilla se le clavó a Dometios en el muslo. Por un pelillo otra le saca un ojo al
higúmeno
. Los aldeanos habían desaparecido. Sólo la Virgen permanecía quieta en la roca empuñando la lanza y observando a los hombres con severa mirada. A su lado, con las verdes plumas erizadas, el pobre loro temblaba más muerto que vivo.

Los monjes se llevaron a la Virgen, recogieron al lastimado Dometios entre ayes de dolor, volvieron a reunir las mulas, montaron en ellas y tocaron retirada. El obrero encargado del asador había desaparecido y el cordero se quemaba entre las brasas.

—¡Se nos carboniza! —gritó Zorba con gran inquietud acudiendo a salvarlo del desastre.

Me senté a su lado. Nadie quedaba en la playa, estábamos solos. Me dirigió una mirada insegura, vacilante: no sabía cómo tomaría yo las cosas ni en qué acabaría la aventura.

Cortó una porción del cordero, la probó, retiró en seguida del fuego al animal y apoyó el asador contra un árbol.

—¡Está en su punto, patrón! ¿Quieres probarlo?

—Trae vino y pan —le dije—, que tengo apetito.

Zorba saltó ágilmente, arrimó el barrilito cerca del cordero, trajo pan blanco y dos vasos.

Tomamos un cuchillo cada uno, cortamos una tajada de asado, unas rebanadas de pan y nos dedicamos a masticar con avidez.

—¿Ves qué bueno está, patrón? ¡Se derrite en la boca! En esta región no hay grandes pasturas y las bestias pacen hierbas secas; de ahí que la carne sea tan sabrosa. Recuerdo que sólo en cierta ocasión he comido carne de tanto sabor como ésta. Era en los tiempos, que tú sabes, en que llevaba bordada con mis cabellos una imagen de Santa Sofía... ¡Historias viejas!

—¡Cuenta! ¡Cuenta!

—¡Viejas historias, te digo, patrón! ¡Caprichos de griego, extravagancias de loco!

—¡Anda, cuenta Zorba, que me agrada!

—Pues bien, sea entonces. Los búlgaros nos tenían rodeados. Los veíamos en torno de nosotros, que encendían fuegos en la montaña. Para asustarnos, sonaban furiosamente los platillos y aullaban como lobos. Serían unos trescientos. Y nosotros, veintiocho, más el capitán Ruvas, ¡que Dios haya su alma, si ha muerto, pues era un buen muchacho!, nuestro jefe. "¡Eh, Zorba! —me dice—. Pon un cordero al asador." "Resulta mucho mejor si se le cuece en un hoyo, capitán", le contesto: "Hazlo como quieras, pero de prisa, que hay apetito." Cavamos un hoyo, lo forro con la piel del cordero, le coloco encima una capa de brasas, sacamos pan de las mochilas y nos sentamos alrededor del fuego. "¡Quizás sea el último que comamos! —dice el capitán Ruvas—. ¿Alguno de ustedes siente miedo?" Todos rieron, sin dignarse contestar a la pregunta. Alzamos la cantimplora: "¡A tu salud, Capitán, y que una bala misericordiosa dé con nosotros!" Bebemos un trago, bebemos dos, sacamos del hoyo el cordero. ¡Ah, qué corderillo, patrón! ¡Cuando lo recuerdo se me hace agua la boca! Con buen diente, dimos todos cuenta de él. "En la vida probé carne más sabrosa —dijo el Capitán—. ¡Así nos ampare Dios!" Y se echó al coleto, de un trago, el contenido del vaso, él que nunca bebía. "Cantad alguna canción kléftica, muchachos —ordenó—. Aquellos de allá aúllan como lobos; nosotros cantaremos como hombres. Entonemos el
Viejo Dimos
." Comemos de prisa, bebemos otro trago y surge el canto despertando ecos en las barrancas: "He envejecido, mozos, tras cuarenta años de klefte..." Un entusiasmo extraordinario nos impele. ¡Eh, eh, Dios nos ayude, qué alegría! "Dime, Alexis, ¿por qué no examinas la piel del cordero para saber qué nos anuncia?" Con la navaja rasco la piel, la acerco al fuego. "¡No veo anuncio de tumbas, Capitán! —exclamé—. ¡Nos libraremos de ésta también, muchachos!" "Dios te oiga", dijo nuestro jefe que se había casado poco antes. "¡Ojalá alcance a tener un hijo y sea después lo que viniere!"

Zorba cortó un trozo, alrededor de los riñones.

—Bueno estaba aquel cordero —dijo—, pero éste no le va en zaga.

—Llena los vasos, Zorba, y dejémoslos limpios.

Después del brindis, apuramos el vino, exquisito vino cretense, púrpura como sangre de liebre. Cuando lo bebéis es como si comulgarais con la sangre de la tierra y os sentís convertidos en ogros. Las venas os desbordan de energía, el corazón de bondad. Así fueseis un cordero, os volvéis león. Olvidáis al instante las mezquindades de la vida y toda sujeción estrecha se desgarra. En comunión con los hombres, con las bestias, con Dios, os sentís confundidos con la vida del universo.

—Veamos también nosotros, Zorba, lo que anuncia la piel del cordero. ¡Anda, examínala!

Con cuidado rascó el dorso, lo acercó a la luz, lo miró con atención.

—Todo va bien —dijo—. Viviremos mil años, patrón. ¡Corazón de acero!

Se inclinó para examinar de nuevo la piel del cordero.

—Veo un viaje —dijo—; un gran viaje. Al cabo advierto una gran casa, con numerosas puertas. Quizás la capital de un reino, patrón. O bien el monasterio donde me pondrás de portero para el contrabando que dijimos en otra ocasión.

—Sírvenos bebida, Zorba, y déjate de profecías. Yo te diré qué casa es ésa de las innúmeras puertas: es la tierra con las tumbas, Zorba, fin y meta del viaje. ¡A tu salud, bandido!

—¡A tu salud, patrón! Dicen que la suerte es ciega. No sabe por dónde va, choca con los transeúntes, y a los que reciben el choque los llama afortunados. ¡Al diablo, con semejante fortuna! Nosotros no queremos saber de ella ¿verdad patrón?

—No lo queremos, Zorba. ¡A tu salud!

Bebimos; terminamos el cordero; el mundo se ponía más leve; reía el mar; la tierra danzaba como el puente de un navío; dos gaviotas caminaban por el guijarral, charlando como personas.

Me levanté.

—Ven, Zorba, enséñame a bailar.

Zorba dio un salto; le centelleaba el rostro.

—¿Bailar, patrón? ¿Bailar? ¡Anda! ¡Ven!

—¡Vamos, Zorba, mi vida ha cambiado, ánimo!

—Te enseñaré, para empezar, el
zeimbekiko
. Una danza salvaje, marcial. La bailábamos nosotros, los
comitadjis
, antes del combate.

Se quitó los zapatos, las medias de color de berenjena, quedando sólo en camisa. Pero como aún le daba calor, no tardó en quitársela también.

—Mírame el pie, patrón. ¡Fíjate!

Tendió el pie, tocó apenas con él el suelo; tendió luego el otro; ambos se confundieron violentamente, alegremente; el suelo retumbó como un tambor. Me tomó del hombro:

—Ven conmigo, joven: los dos a la vez.

Nos lanzamos a bailar ambos juntos. Zorba corregía mis pasos, serio, paciente, con cariño. Yo cobraba ánimos y sentía libre el corazón como una avecilla.

—¡Bravo! ¡No tienes par! —exclamó Zorba en tanto daba palmadas para llevar el compás—. ¡Muy bien, jovencito! ¡Llévese ahora el diablo papeluchos y escribanías! ¡Al diablo con los bienes y sus intereses! ¡Al diablo con las minas, los obreros y los monasterios! ¡Eh, muchacho mío, ahora tú bailas también y aprendes a conversar en mi lengua! ¿Qué no hemos de decirnos en lo sucesivo?

Apisonó los guijarros de la playa con los pies descalzos, dio palmadas infatigables.

—Patrón, muchas cosas tengo que decirte: a nadie quise como a ti, pero mi lengua no halla la expresión justa. ¡Te las danzaré, entonces! ¡Apártate que no te pise! ¡Adelante! ¡Bop! ¡Bop!

Dio un salto y fue como si le saliesen alas en los pies y en las manos. Al brincar, muy erguido, separado del suelo, sobre el fondo del cielo y mar, asemejábase a un arcángel rebelde. Pues la danza de Zorba era todo desafío, obstinación y rebeldía. Creyérase que exclamaba al bailar: "¿Qué puedo temer de Ti, oh Omnipotente? Nada, salvo que me mates. ¡Mátame, si quieres! Ya he descargado el alma de lo que la oprimía, ya lo he dicho todo: ¡tuve la libertad de bailar y no necesito ya de Ti!"

Viendo como Zorba bailaba, comprendí por vez primera el esfuerzo quimérico del hombre por liberarse de la gravedad, de la pesadez. Admiraba la fuerza, la resistencia, la agilidad, el orgullo que mostraba su cuerpo en el movimiento. En el guijarral, los pasos de Zorba, impetuosos y hábiles, iban trazando la historia demoníaca del hombre.

Se detuvo; contempló el aparato aéreo derribado en una serie de montones. El sol ocultábase en poniente, las sombras se alargaban. Zorba se volvió hacia mí con el ademán que le era habitual de cubrirse la boca con la palma de la mano.

—¡Oh, oh, patrón! ¿Viste el derroche de chispas que se gastó el condenado?

Estallamos en carcajadas. Zorba se arrojó contra mí, me estrechó entre sus brazos y me besó.

—¿Tú también te ríes? —exclamó enternecido—. ¿Tú también te ríes, patrón? ¡Bravo, muchachito mío!

Desternillándonos de risa, luchamos largo rato sobre los guijarros de la playa. Luego permanecimos tendidos y nos dormidos, al fin, abrazados.

Al rayar el día me levanté y eché a andar con paso rápido, a lo largo de la orilla, hacia la aldea; el corazón me latía fuertemente en el pecho. Jamás había experimentado semejante júbilo en mi vida. No era sólo alegría; era un sublime, absurdo e injustificado contentamiento del alma. No solamente injustificado, sino contrario a toda justificación. Porque tenía perdido en la empresa todo mi dinero, los jornales de los obreros, el material del cable aéreo, las vagonetas; habíamos construido un puertecito para exportar el carbón, y ahora no nos quedaba nada que exportar. Todo se había perdido definitivamente.

Pues bien, tal era el instante en que experimentaba imprevisto sentimiento de liberación. Como si en alguno de los duros y sombríos repliegues de la necesidad hubiera sorprendido a la libertad juguetona oculta, y yo me ponía a jugar con la libertad.

Cuando las cosas andan mal ¡qué placer da el poner a prueba el alma para saber si tiene resistencia y valor! Dijérase que un enemigo invisible y todopoderoso —que unos llaman Dios, y otros diablo— se empeñara en derribarnos; pero nosotros nos mantenemos en pie. Cada vez que interiormente salimos victoriosos, aunque por fuera nos hayan zurrado de lo lindo, el verdadero hombre siente orgullo y alegría indecibles. La calamidad externa se convierte en suprema y dura felicidad interior.

Recuerdo a este respecto lo que me contaba Zorba en cierta ocasión:

—Una noche, en una montaña de Macedonia, cubierta de nieve, me sorprendió tremendo vendaval. Sacudía con extrema violencia la barraquilla en que yo me refugiara, empeñado en derribarla. Pero yo la había afirmado bien. Sentado a solas ante el hogar encendido, reíame y desafiaba al ventarrón a gritos: "¡No has de entrar en mi cabaña, no te he de abrir la puerta, no me apagarás el fuego, no lograrás nunca derribarme!"

Estas palabras de Zorba me enseñaron cómo debe portarse el hombre y qué debe decir frente a la necesidad potente y ciega.

Caminaba, pues, a toda prisa, por la orilla y desafiaba yo también al enemigo invisible, gritándole: "¡No has de entrar en mi alma, no te abriré las puertas, no lograrás apagar la llama que arde en ella ni me derribarás nunca!"

No había asomado aún las narices el sol por encima de la montaña; matizaban juguetones colores al cielo y al mar: verdes, rosas, nacarados; más allá, en los olivares, los pajarillos despertaban y piaban ebrios de luz.

Iba yo por la orilla del agua, para despedirme de la solitaria ribera, para grabar su imagen en mi espíritu y llevármela por siempre conmigo.

Muchas alegrías me procuró esta apartada costa; el haber vivido en ella con Zorba ensanchándome el corazón; algunas de las palabras que le oyera fueron bálsamo de paz y sosiego para el alma. Ese hombre, de infalible instinto, de primitiva mirada como de ojo de águila, cortaba camino por atajos seguros y llegaba, sin perder el aliento, a la cima del esfuerzo; más allá del esfuerzo.

Pasó un grupo de hombres y mujeres, cargados de cestos llenos y de botellas de vino. Íbanse a los huertos, a celebrar el 1º de mayo. Una voz de moza surgió como agua de surtidor desgranando una canción. Una niña, de pecho precozmente henchido, pasó ante mí, jadeante, y se refugió en lo alto de una peña. Perseguíala un hombre de barbas negras, pálido, irritado.

—¡Baja, baja...! —exclamaba con voz ronca.

Pero la niña, con las mejillas encendidas, alzó los brazos, los cruzó por detrás de la cabeza y meciendo lentamente el cuerpo sudoroso, continuó con la canción:

Dímelo en broma, con arrumacos dilo,

Di que no me quieres, que a mí tanto me da...

—¡Baja, baja...! —exclamaba el hombre de las barbas, y la voz ronca suplicaba y amenazaba a la vez. De pronto, dando un salto le cogió un pie, lo apretó con fuerza, y la niña, como si no esperara más que ese ademán brutal para aliviarse, estalló en sollozos.

Caminaba yo con paso rápido. Aquellas alegrías me irritaban el corazón. Evoqué a la vieja sirena, rechoncha y perfumada, harta de besos, tendida bajo tierra. Ya estaría hinchada y verde, hendida la piel desbordante de humores; ya estarían apareciendo los gusanos. Sacudí la cabeza con asco y horror. A veces la tierra se hace transparente y distinguimos al amo verdadero, el gusano, en su labor incesante, día y noche continuada en sus talleres subterráneos. Pero nos apresuramos a volver la mirada, pues el hombre puede soportarlo todo, salvo la vista del minúsculo gusanillo blanco.

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