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Authors: Garth Stein

Tags: #Suspense

Alguien robó la luna (32 page)

BOOK: Alguien robó la luna
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—A un pueblo llamado Klawock. ¿Sabes dónde está?

—Sí, no muy lejos.

—Vamos.

Eddie no hizo ni siquiera ademán de levantarse.

—¿A Klawock? —Negó con la cabeza—. En barco llevaría demasiado tiempo. Hay que ir en avión.

—Dijiste que el barco era lo más veloz.

—La manera más rápida de salir de la isla, sí; de llegar a Klawock, no.

—No puedo viajar en avión.

—¿Por qué?

—Es detectable. Mi nombre figuraría en un billete. Debo marcharme deprisa y en silencio para que el espía ese no pueda seguir nuestros pasos. ¿Crees que podrías moverte, por favor? Hablemos de camino al barco. Estoy tratando de no dejarme dominar por el pánico, pero no puedo decir con palabras lo importante que es que me marche cuanto antes.

Eddie se puso de pie; montaron en la camioneta.

—En barco llevaría todo un día. Doce horas o más, según las mareas —explicó Eddie.

—Dijiste que no era muy lejos.

—En Alaska, «no muy lejos» significa a menos de tres días de viaje.

Eddie puso en marcha el motor y contempló a Jenna. Se restregaba el rostro; se sentía atrapada. Podían rastrearla si cogía un avión. Verían su nombre en el billete. A no ser que lo hicieran a nombre de Eddie; él pagaría, y ella le devolvería el dinero. Era una posibilidad.

—Llevaría unos cuarenta minutos en el avión de Field —propuso Eddie.

—¿Field tiene un avión?

—Claro.

El avión de Field. Por supuesto. No necesitaría comprar un billete. Nadie se enteraría. Era cuestión de hacerlo, nada más. Aborrecía los aviones pequeños. También los grandes, pero los pequeños eran peores. Sin paracaídas. Cogían agujeros de aire de decenas de metros. La mayor parte de los accidentes aéreos son en aviones pequeños. El tío que va al mando muere de un ataque cardiaco y su esposa no sabe volar. Caer a tierra en un ataúd metálico que se incinerará en cuanto choque. Cuarenta minutos no es mucho. Podía cerrar los ojos y aguantar. Apretar los puños. Era la única posibilidad.

—¿No es peligroso? —preguntó.

Eddie rio.

—Field ha pilotado toda su vida. No, no corremos peligro.

—¿Tiene que presentar un plan de vuelo o algo así?

—¿Plan de vuelo? No. Despegamos y aterrizamos. Nadie se entera.

Eddie puso en marcha la camioneta.

—Bien, pues —dijo Jenna, reclinándose en el asiento—. A Klawock en el avión de Field.

Salieron del aparcamiento y se dirigieron a casa de Eddie. Una vez allí, Eddie llamó a Field y tomó algunas ropas. Después, fueron al muelle. Field los esperaba junto a su hidroavión.

***

Aunque se sentía como la mierda, Robert fue a trabajar el sábado. Sabía que se sentiría aún peor si se quedaba todo el día dando vueltas por la casa vacía.

Pat, su joven y núbil asistente, también fue a trabajar. Siempre estaba dispuesta a hacer horas extra. Con su ayuda, sumada a la ausencia de llamadas telefónicas que lo distrajeran, Robert trabajaba el triple. Uno más uno, igual a tres. Ella llevó un par de cafés de la planta baja y se sentó frente a Robert. Se dispusieron a corregir una propuesta que Robert iba a presentar. A Robert le resultaba difícil no quedarse mirando las largas y esbeltas piernas y los delicados tobillos de la muchacha, que estudiaba el documento.

—¿Qué dice ahí? No entiendo.

Pat se inclinó hacia delante para mostrarle la página a su jefe. Él atisbó un poco de su pecho izquierdo entre la blusa.

—Disculpa. «Frecuencia». Mi letra es terrible. Radiación Electromagnética de Frecuencia Extremadamente Baja, de aquí en adelante REFEB.

Ella se reclinó en su asiento y cruzó los tobillos. A Robert le encantaban los tobillos. En particular cuando estaban atados al poste de una cama con soga de algodón. Jenna y él solían hacerlo todo el tiempo. Amarras. Pero desde que Bobby murió, nunca. Casi no había sexo desde que Bobby murió, y cuando lo había, consistía en que Jenna se quedaba tumbada como un cadáver mientras Robert bombeaba. No muy excitante. Robert extraía mucho más placer de las fotos de las gemelas de los tejanos Guess en la revista Elle. Las llamaba las Mellizas Mamada.

En ocasiones, pensó en engañar a su mujer, pero no hizo nada al respecto. Muchas veces pensó en engañarla con Pat. Sabía que era soltera, y que él le gustaba. Sus piernas lucirían muy bien atadas al pie de una cama; los músculos de las corvas tensos entre las sogas. Pero… la idea era desagradable. Me follo a mi secretaria. Sólo pensarlo hacía que a Robert se le revolviera el estómago.

Conocía a hombres que recurren a los servicios de acompañantes caras para engañar a sus esposas. Tales servicios tenían hasta recibos engañosos, con lo cual todo se podía cargar a la cuenta de gastos. Pero Robert encontraba que, en última instancia, el concepto mismo de pagar a cambio de sexo era embarazoso. Vas a una puta, aunque sea la puta más cara del mundo, y le das dinero y hace lo que quieras. Pero lo que él quería era no tener que hablar de lo que quería. Quería a alguien que supiera lo que él quería. Y la única persona que lo sabía era Jenna. Ella lo sabía. Ella podía hacerlo. Robert prefería morir a tener que decirle a alguien cómo tocarlo o dónde poner sus manos. Porque en el interior de esa otra persona hay un cerebro que juzga. Lo sabía. Todos juzgan a todos. ¿Por qué no iba a juzgarlo a él una puta? La gente que recurre a putas pone su placer por encima de su dignidad. Robert era incapaz de hacer eso.

De todos modos, la realidad nunca resulta ser tan buena como lo que uno sueña. Las chicas que salen en las revistas están retocadas. La fantasía no es la realidad. Fin de la cuestión. Jenna era lo mejor que se podía obtener en la realidad. Se desenvolvía bien en público, un factor importante que no se aprende en la escuela. No le importaba que él se corriera en su boca. Una tontería, tal vez, apuntar eso en la lista de virtudes. Pero Robert había conocido a suficientes mujeres a las que sí les importaba como para apreciar a las que no. Sí, el sexo había sido un poco escaso desde la muerte de Bobby, pero ¿y qué? Siempre podía mirar a las chicas de las revistas y descargarse en un puñado de pañuelos de papel. Retoques son retoques. La realidad es la realidad.

La máquina de fax sonó. Robert no notó que se trataba de su línea privada hasta que fue demasiado tarde. Pat ya se había puesto de pie y contemplaba el papel que iba emergiendo. El cortapapeles automático zumbó y separó la primera hoja, salió una segunda página. Pat, con expresión confundida, le alcanzó los dos papeles curvados a Robert.

—¿Qué es esto? —preguntó.

La primera parte era un sobrio informe. Quién, qué, dónde, cuándo. Todos los detalles. La segunda parte era una mala imagen digital, una fotografía de aspecto extrañamente abstracto, que mostraba dos bultos bajo una manta.

Robert sintió que la vida abandonaba su cuerpo. Aquello que más había temido era verdad. Encorvado en su asiento, miraba el papel con expresión vacía.

—¿Se encuentra bien?

Robert movió tristemente la cabeza.

—No.

—¿Qué es?

Robert miró a Pat. Sentía deseos de llorar, de estallar en lágrimas y llorar hasta no poder más. Pero no lo hizo. Se tragó las lágrimas y dijo con voz quebrada:

—Mi esposa.

—Dios mío —exclamó Pat, poniendo una mano sobre la de él y moviendo la cabeza con pesar.

¿Cómo era aquello de las etapas? Negación, desesperación, ira. No valía la pena gastar tiempo en las primeras dos. La única que servía de algo era la tercera. Porque la ira se traduce en acción. Robert le dijo a Pat que necesitaba dar un paseo. Ella entendió. Dijo que seguiría trabajando en la corrección durante su ausencia, y que Robert podía hablar con ella, si necesitaba hacerlo. Pero Robert no quería hablar. Estaba furioso. Quería follar.

Sólo era la una de la tarde, pero Robert se dirigió a Mike's a beberse una copa. Un buen trago de algo fuerte. Mike's era un antro en la Primera Avenida Sur al que Robert solía llevar a sus clientes. Servían hamburguesas y bocadillos. Todo sabía como la mierda. Pero le gustaba llevar ahí a sus clientes, porque ellos siempre lo pasaban bien y se lo agradecían. A los hombres adinerados no les gusta vestir traje y beber ginebra perfumada. Se acostumbran a ambas cosas porque creen que si no siguen el juego no tendrán éxito, pero en realidad, lo que quieren es soltar pedos y eructar sin contenerse, rascarse el culo en caso de que les pique y camareras que sepan que cuanto más breves sean sus faldas, mayores serán las propinas que reciban. De modo que Robert lleva a esos caballeros, hartos de reuniones de dirección, a un antro. Se relajan. Se beben dos o tres Martinis. Se divierten. Creen que se llevarán a las camareras a la cama. Firman el contrato. Vaya revelación. Así que fue a Mike's y pidió un Martini puro. Después, otro.

Para el momento en que comenzaba el tercer Martini, estaba hablando con el barman, un tío de su edad, acerca de dónde conseguir una chica con la que pasar la tarde. Robert había llegado a la conclusión de que sólo había un modo de descargar su ira. Necesitaba una puta para follar. Siempre dio por sentado que, de algún modo, todo barman está conectado al circuito del proxenetismo y que aquél con el que hablaba le pasaría un número de teléfono al que llamar. Antes había pensado en llamar a Steve Miller, quien sin duda habría podido ayudarlo. Pero habría sido demasiado público. El mundo entero se enteraría. Pero el barman no sirvió de nada. Su única sugerencia fue que rondase la zona de los cines porno en la Primera Avenida para ver si conseguía algo ahí. Pero Robert no quería contagiarse el sida. Quería una chica. Quería explotar. Descargar su presión y su dolor. Quería fotos de ese momento. Le pagaría a alguien para que las hiciera. Después se las mandaría a Jenna por fax. A ver qué sentía al verlas surgir del teléfono. Fotos baratas de gente jodiendo. Como las de ella con su pescador.

Entonces, una idea obvia le vino a la mente. La chica del bar Garda, la de los labios. Si necesitas hablar, éste es mi número. Se metió la mano en el bolsillo. Llevaba la misma chaqueta, de modo que tenía que estar ahí. Las cerillas. La cajita con el nombre y el teléfono de la chica. Claro. Junto al frasquito de coca vacío.

Se dirigió al teléfono que había en el fondo del local. Descolgó y limpió el auricular con la camisa antes de acercárselo a la cara. Ella le había dicho que llamara si quería hablar. Sí, quería hablar. Hablar estaría bien. Antes de follar. Erin, así se llamaba. Dulce Erin. Universitaria. Menuda, de carnes lisas y prietas. Desnuda y amarrada. Pero no iba a permitir que le hiciera eso. No en un primer encuentro. Temería que él, como Robert de Niro en aquella película, le arrancase la mejilla de un mordisco. No. Ni se lo pediría. Cuerdas, sólo a partir de la segunda cita. Robert lo encontró divertido. Jamás amarro en la primera cita. Pero ¿dónde lo harían? En casa de ella. ¿No compartiría el apartamento con otra chica? En casa de Robert, no. No sería bueno. Tendría que conseguir un hotel. ¿Y qué hacer con los preliminares? La cena a la luz de las velas. El champán. Toda esa mierda. Tendría que hacerlo todo. Ella esperaría que así fuera. Es más, tendría que hablar. Puf. No quería hacerlo. Pero debía haber una cita. Tenía que ser así. Había que sentar los fundamentos. Ella no se iría a la cama sin más trámite.

Complicaciones, complicaciones. Robert no quería pensar demasiado en el asunto. Zambullirse. Llamarla y echar a rodar la pelota. Las cosas saldrían solas. La noche anterior, ella quería hacerlo. Dijo que creía que sería divertido. Divertido. Eso estaría bien. Justo lo que recomendó el médico. Erin atendió con voz de dormida. Eran casi las dos. Los jóvenes duermen hasta tarde.

—Soy Robert, ¿te desperté?

—¿Robert?

Bostezó. Se esforzaba por despertar. Estaba dormida, por eso no lo recordaba.

—Nos conocimos anoche. Te llevé a tu casa.

—Ah, sí.

—Dijiste que podía llamarte si quería hablar. Lamento haberte despertado.

—No te preocupes. Espera un momento.

Erin dejó el auricular. La oyó cruzar la habitación. Silencio. La descarga de la cisterna de un inodoro. Qué encanto.

—¿Qué hay?

Robert no supo qué decir. ¿Cómo tenía que conducirse? ¿Pedirle una cita?

—Lo pasé muy bien anoche. Hacía años que no hacía eso.

—¿Qué? ¿Tomar coca?

—Ya sabes, todo el asunto.

—Era casi todo anfeta. Me pasé la noche entera rechinando los dientes. Tendré que ir al dentista.

Robert jugueteó con los botones de la máquina de cigarrillos que había junto al teléfono. Botones coloreados, bonitos y brillantes. Le hizo pensar en su infancia. Cómo saben hacer que fumar sea atractivo para los chavales.

—Bueno —dijo—. No sé si estarás interesada en que nos volvamos a ver. Me encantaría hablar un poco más. Quizá podríamos salir a cenar.

—¿A cenar?

—Sí, esta noche, si estás libre. Yo invito.

—¿Una cita?

Robert rio. Sentía lo mismo que ella. ¿Una cita? ¿Qué pasa, estás loco?

—Supongo que eso podríamos decir.

Erin se lo pensó durante un instante.

—Eh… tengo planes para la noche.

—Ah. ¿Y mañana?

—Eh…, ah…, tengo un grupo de estudios los domingos por la noche. Pero… dime Robert, ¿por qué quieres salir conmigo?

Eso lo cogió con la guardia baja. Su ritmo cardiaco se aceleró. ¿Ahora tenía que dar explicaciones? No era lo que esperaba.

—No sé. Pensé que podía ser divertido.

—¿Es por lo de tu esposa?

—¿A qué te refieres?

—Bueno, anoche no quisiste intimar porque estás casado, hoy me invitas a salir. ¿Por qué?

—No sé —tartamudeó Robert—. Será que me lo pensé mejor. Dijiste que te llamara si quería hablar.

—¿Quieres hablar o quieres salir?

—Bueno, en las salidas se habla.

—No te hagas el gracioso, Robert. —Hizo una pausa—. Mira, ni novio llega esta noche a la ciudad; se quedará por unas semanas. Así que en materia de citas, estoy completa. Lo lamento.

Está completa. En materia de citas.

—Si quieres que nos tomemos un café, nos podemos encontrar por la tarde…

Un café. Robert no quería eso. Ella no se ceñía a su papel. Improvisaba. Claro, la vida nunca es como uno quiere que sea. Por eso existen las películas, las revistas, las demás formas entretenidas de hacer creer a la gente que controla lo que la rodea. De eliminar las variables de la vida. Cásate, ten un hijo, cuenta con que las cosas son de cierta manera. Dalas por sentadas. Sé aburrido. Después, contempla cómo se derrumban.

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