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Authors: Lewis Carroll & Martin Gardner

Tags: #Clásico, Ensayo, Fantástico

Alicia ANOTADA (28 page)

BOOK: Alicia ANOTADA
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—¡Siempre pensé que eran monstruos fabulosos! —dijo el Unicornio—. ¿Y está viva?

—Puede hablar —dijo Alebré solemnemente.

El Unicornio miró a Alicia pensativo, y dijo: «Habla, niña».

Alicia no pudo evitar que sus labios se curvasen en una sonrisa, al empezar: «¿Sabes unas cosa? Yo siempre había creído que los Unicornios eran monstruos fabulosos también. ¡Jamás había visto uno de carne y hueso!»

—Bueno, pues ahora ya nos
hemos
visto mutuamente —dijo el Unicornio—; si tú crees en mí, yo creeré en ti. ¿De acuerdo?

—Como quieras —dijo Alicia.

—¡Venga, pásanos el bizcocho, viejo! —prosiguió el Unicornio, volviéndose hacia el Rey—. ¡A mí déjame de pan moreno!

—¡Por supuesto… por supuesto! —murmuró el Rey, y se quedó mirando a Alebre—. ¡Abre la bolsa! —susurró—. ¡Vamos! ¡Esa no: está llena de alfalfa!

Alebre sacó un gran bizcocho de la bolsa, y se lo dio a Alicia para que lo sostuviera mientras sacaba una fuente y un cuchillo de trinchar. Alicia no comprendía cómo salía todo aquello de allí. Era como un juego de prestidigitación, pensó.

El León se había unido a ellos mientras ocurría todo esto: parecía muy cansado y soñoliento, y tenía los ojos medio cerrados.

—¿Qué es esto? —dijo, a la vez que miraba a Alicia y parpadeaba perezosamente, hablando con una voz profunda que sonaba como el tañido de una gran campana.
[10]

—¡A ver!, ¿qué
es
? —exclamó el Unicornio con impaciencia—. ¡No lo adivinarás!
Yo
no he podido.

El León miró a Alicia con cansancio.

—¿Eres animal… vegetal… o mineral? —dijo, bostezando detrás de cada palabra.

—¡Es un monstruo fabuloso! —exclamó el Unicornio, antes de que Alicia pudiese contestar.

—Entonces pasa el bizcocho, Monstruo —dijo el León, tumbándose en el suelo, y apoyando la barbilla sobre sus zarpas—. Y sentaos vosotros dos —al Rey y al Unicornio—: ¡hay que jugar limpio con el bizcocho!

Evidentemente, el Rey se sentía muy incómodo entre las dos enormes criaturas; pero no había otro sitio para él.

—¡Qué pelea podríamos entablar
ahora
por la corona! —dijo el Unicornio mirando de soslayo la corona que estaba a punto de caérsele de la cabeza al pobre Rey de tanto que temblaba.

—Me sería muy fácil ganar —dijo el León.

—Yo no estaría tan seguro —dijo el Unicornio.

—¡Cómo, pero si te he estado zurrando por toda la ciudad, gallina! —replicó el León con enfado, medio incorporándose mientras hablaba.

Aquí terció el Rey para impedir que continuara la pelea: estaba nerviosísimo y le temblaba bastante la voz: «¿Por toda la ciudad?», dijo. «Pues es un largo recorrido. ¿Habéis pasado por el puente viejo, o por la plaza del mercado? La mejor perspectiva es la que se domina desde el puente viejo.»

—No tengo ni la menor idea —gruñó el León, tumbándose otra vez—. Había demasiado polvo para ver nada. ¡Pues sí que tarda el Monstruo en cortar ese bizcocho!

Alicia se había sentado en la orilla de un riachuelo, con la enorme fuente sobre las rodillas, y lo estaba aserrando afanosamente con el cuchillo. «¡Es fastidioso de lo más! —dijo en respuesta al León (se estaba acostumbrando a que la llamasen ”el Monstruo”)—. ¡He cortado ya varias rebanadas, pero se vuelven a juntar!»

—No sabes manejar los bizcochos del Espejo —comentó el Unicornio—. Repártelo primero, y córtalo después.

Esto parecía absurdo; pero Alicia se levantó muy obediente, pasó la fuente, y al hacerlo, el bizcocho se dividió en tres trozos.


Ahora
córtalo —dijo el León, al regresar ella a su sitio con la fuente vacía.

—¡Esto no es justo! —gritó el Unicornio en el momento en que Alicia se sentaba con el cuchillo en la mano, perplejísima, sin saber cómo empezar—. ¡El Monstruo le ha dado al León el doble que a mí!
[10a]

—En cambio no se ha reservado ningún trozo —dijo el León—. ¿No te gusta el bizcocho, Monstruo?

Pero antes de que Alicia pudiese contestar, empezaron los tambores.

No podía localizar de dónde procedían los redobles: llenaron el aire, y le penetraron la cabeza hasta que se sintió ensordecer completamente. Se puso en pie de un salto y cruzó desalada el arroyuelo, presa de terror
[11]
; tuvo tiempo

de ver incorporarse al León y al Unicornio, irritados por esta interrupción de su festín, antes de dejarse caer de rodillas y taparse los oídos con las manos, tratando inútilmente de protegerse del espantoso fragor.

«¡Si
esto
no les echa de la ciudad», pensó para sí, «no les echará nada!».

CAPÍTULO VIII

«Es Invención mía»

Al cabo de un rato, el ruido se fue extinguiendo gradualmente, hasta que se hizo un silencio mortal, y Alicia levantó la cabeza algo alarmada. No se veía a nadie, y lo primero que pensó fue que había estado soñando con el León y el Unicornio, y con aquellos extraños Mensajeros anglosajones. Sin embargo, aún tenía a sus pies la gran fuente sobre la que había tratado de cortar el bizcocho: «Así que, en definitiva, no estaba soñando», se dijo, «a menos…, a menos que todos formemos parte del mismo sueño. ¡Pero espero que sea
mi
sueño, no el del Rey Rojo! No me hace gracia pertenecer al sueño de otra persona», prosiguió en tono más bien quejumbroso. «Me dan ganas de ir a despertarle; ¡a ver qué pasa!»

En ese momento, sus pensamientos fueron interrumpidos por una voz que exclamó: «¡Eh! ¡Ahí! ¡Jaque!», y un Caballero, vestido con armadura carmesí, corrió al galope en dirección a ella blandiendo una gran maza
[1]
. Tan pronto como llegó adonde estaba Alicia, el caballo se detuvo en seco: «¡Eres mi prisionera!», exclamó el Caballero, al tiempo que se caía del caballo.

A pesar del sobresalto que se había llevado, Alicia se asustó, de momento, más por él que por sí misma, y le observó con cierta inquietud mientras montaba otra vez. En cuanto se acomodó en la silla, empezó de nuevo: «Eres mi…», pero aquí le interrumpió otra voz, clamando: «¡Eh! ¡Ahí! ¡Jaque!», y Alicia se volvió un poco sorprendida hacia el nuevo enemigo.

Esta vez se trataba de un Caballero Blanco
[2]
. Llegó junto a Alicia y se cayó del caballo exactamente como se había caído el Caballero Rojo; luego montó otra vez, y los dos Caballeros se quedaron mirándose mutuamente durante un rato sin decir nada. Alicia observaba a uno y a otro un poco perpleja.

—¡Como ves, es
mi
prisionera! —dijo el Caballero Rojo por fin.

—¡Sí, pero después he llegado
yo
y la he rescatado! —replicó el Caballero Blanco.

—Bueno, entonces tendremos que luchar por ella —dijo el Caballero Rojo, al tiempo que cogía su yelmo (que colgaba de la silla y tenía forma de cabeza de caballo) y se lo colocaba.

—Naturalmente, respetarás las Reglas del Combate, ¿verdad? —advirtió el Caballero Blanco, poniéndose el yelmo también.

—Siempre lo hago —dijo el Caballero Rojo; y empezaron a descargarse golpes el uno al otro con tanta furia que Alicia se situó detrás de un árbol para que no la alcanzaran los golpes.

«Quisiera saber, ahora, cuáles son las Reglas del Combate», se dijo mientras observaba la lucha, asomándose tímidamente de su escondite. «Una de ellas parece ser, que si un Caballero le acierta al otro, le derriba del caballo; y si no le acierta, se cae él; y otra, sujetar la maza con los brazos, como los muñecos de guiñol
[3]
… ¡Qué estrépito arman al caer! Es como si se cayeran los hierros de la chimenea sobre la pantalla! ¡Y qué quietos están los caballos! ¡Les dejan montar y caerse como si fuesen mesas!»

Otra Regla del Combate, de la que Alicia no se había percatado, parecía ser la de caer siempre de cabeza; y el combate concluyó cayéndose los dos de esta manera, el uno junto al otro. Cuando se pusieron de pie nuevamente, se estrecharon la mano, y a continuación el Caballero Rojo montó y se marchó al galope.

—Ha sido una gloriosa victoria, ¿verdad? —dijo el Caballero Blanco, mientras se acercaba jadeando.

—No lo sé —dijo Alicia insegura—. No quiero ser prisionera de nadie. Quiero ser Reina.

—Y lo serás cuando cruces el próximo arroyo —dijo el Caballero Blanco—. Te escoltaré hasta el final del bosque…, después tendré que regresar. Mi jugada termina allí.

—Muchas gracias —dijo Alicia—. ¿Le ayudo a quitarse el yelmo? —evidentemente, no podía arreglárselas él solo; sin embargo, Alicia consiguió quitárselo por fin.

—Ahora se puede respirar más a gusto —dijo el Caballero, echándose hacia atrás con ambas manos su pelo hirsuto, y volviendo hacia Alicia su rostro benévolo y sus dulces y grandes ojos. Ésta pensó que en su vida había visto un soldado de aspecto más extraño
[4]
.

Iba vestido con una armadura de hojalata que le sentaba muy mal, y llevaba una extraña cajita de madera
[5]
sujeta entre los hombros, boca abajo, y con la tapa colgando abierta. Alicia la observó con gran curiosidad.

—Veo que admiras mi caja —dijo el Caballero en tono amable—. Es invención mía: sirve para guardar la ropa y los emparedados. Como ves, la llevo boca abajo para que no le entre la lluvia.

—Pero puede
salirse
todo —advirtió Alicia con solicitud—. ¿Sabe que tiene la tapa abierta?

—No lo sabía —dijo el Caballero, pintándosele un asomo de disgusto en la cara—. ¡Entonces se me han debido caer todas las cosas! Y sin ellas, la caja no sirve de nada —se la desató mientras hablaba; y estaba a punto de tirarla a los arbustos, cuando pareció ocurrírsele una idea repentina, y la colgó cuidadosamente en un árbol—. ¿A que no adivinas por qué hago esto? —le dijo a Alicia.

Alicia negó con la cabeza.

—Con la esperanza de que las abejas hagan su panal en ella…, así podría tener miel.

—Pero lleva ya una colmena, o algo parecido, atada a la silla —dijo Alicia.

—Sí, es una colmena buenísima —dijo el Caballero en tono descontento—, de la mejor clase. Pero hasta ahora no se le ha acercado ni una sola abeja. Y eso otro es una ratonera. Supongo que los ratones ahuyentan a las abejas…, o las abejas a los ratones; no sé.

—Me estaba preguntando para qué sería esa ratonera —dijo Alicia—. No es muy probable que haya ratones en el lomo del caballo.

—Quizá no sea muy probable —dijo el Caballero—; pero si acuden, no me apetece que anden correteando por aquí.

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