Allegro ma non troppo (2 page)

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Authors: Carlo M. Cipolla

Tags: #Ensayo

BOOK: Allegro ma non troppo
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Para escapar de las calamidades que la amenazaban, la sociedad se organizó en tres estamentos. Uno se encargó de rezar al Señor Dios Padre. El segundo se dedicó al comercio y a la agricultura. Y, por último, para proteger de las injusticias y agresiones a las dos clases antes mencionadas, se crearon los nobles.

Pero la explicación de Felipe de Vitry es partidista e inexacta. Los nobles no tenían ni la más mínima intención «de proteger de injusticias y agresiones a las otras dos clases sociales». Por el contrario, se afanaron por añadir injusticia a la injusticia y agresión a la agresión. Cultivaban una única pasión: luchar. Cuando esto no era posible, se desahogaban en cruentos torneos o en no menos cruentas partidas de caza. En conjunto, contribuyeron a llenar Europa de prevaricaciones y violencias.

Como si esto no fuera suficiente, aguerridos y amenazadores pueblos extranjeros presionaban desde fuera, añadiendo violencia a la violencia y latrocinio al latrocinio. Los musulmanes presionaban desde el sur, los húngaros por el Este y los escandinavos por el norte. Estos últimos eran tal vez los peores. Se ignora por qué y cómo empezaron sus sanguinarias incursiones, y por qué razones continuaron devastando Europa durante tanto tiempo. Ciertamente poseían una tecnología naval superior,
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y el motivo que se suele citar es el del pillaje. Pero había otro. Una reciente publicación noruega afirma que tuvo mucha importancia el «papel de las mujeres en la belicosa sociedad escandinava. Fieras y formidables, las mujeres vikingas sabían también ser peligrosamente infieles si se les presentaba la ocasión y, en cualquier caso, jamás se dejaron someter».

No nos debe maravillar, pues, que los maridos de tan formidables mujeres optasen por pasar largas temporadas en el extranjero. Tanto más cuanto que en el sur los vikingos varones hallaban placenteras ocasiones de olvidar los difíciles problemas domésticos. Hallándose en los
Annales de Saint-Bertin
, en el año 865 d.C., un nutrido grupo de
Nortmanni
«ex se circiter ducentes Parisyus mittunt ubi quod quaesiverunt vinum» (‘enviaron un destacamento de unos doscientos hombres a París en busca de vino’). La pertinaz secuencia de violencias y las deprimidas y penosas condiciones de vida de la época elevaron las tasas de mortalidad hasta niveles muy altos. Es obvio que a una mortalidad elevada debe corresponderle una fertilidad igualmente elevada si se quiere que la sociedad sobreviva. Después de la caída del imperio, los europeos afortunadamente habían perdido la mala costumbre de esterilizarse con el plomo. Fue una suerte. Pero, al mismo tiempo, el comercio con Oriente iba languideciendo cada vez más y, en consecuencia, la pimienta oriental se convirtió en Occidente en un bien cada vez más raro y costoso. El gran historiador belga Henri Pirenne y su escuela han efectuado rigurosísimas investigaciones con objeto de demostrar que el avance musulmán, en los siglos VII y VIII de la era cristiana, supuso el golpe definitivo a las ya tambaleantes relaciones comerciales entre Oriente y Occidente; en consecuencia, la pimienta acabó siendo en Occidente un bien tan escaso como nunca antes lo había sido.

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La pimienta —todo el mundo lo sabe— es un potente afrodisíaco. Privados de pimienta, los europeos a duras penas consiguieron compensar las pérdidas de vidas humanas causadas por nobles locales, guerreros escandinavos, invasores húngaros y piratas árabes. La población disminuyó; las ciudades se despoblaron, mientras que los bosques y los pantanos se extendían cada vez más. Perdida ya toda esperanza de alcanzar una vida mejor en este mundo, la gente fue depositando cada vez más sus esperanzas en la vida del más allá, y la idea de obtener recompensas en el cielo la ayudó a soportar la falta de pimienta en esta tierra.

Solamente los tontos podían contemplar el futuro con optimismo. Los inteligentes sentían ante él un horror sobrecogedor, y muchos se refugiaron en la paz de los conventos para huir de un mundo brutal y sanguinario. Lo único que faltaba ya era que aparecieran los terribles jinetes del Apocalipsis, tal como había sido anunciado por los profetas. Todo el mundo estaba resignado y convencido de que tal acontecimiento sucedería la medianoche del día treinta y uno de diciembre del año 999. A partir de las once y media de la noche de aquel temido día, todas las madres apretaron fuertemente a sus hijitos contra su pecho y los amantes se fundieron en un último y patético abrazo de amor. La fatídica y temida medianoche llegó puntualmente, pero —con gran estupor por parte de todos— los jinetes del Apocalipsis no hicieron acto de presencia. Esta falta de asistencia a la cita señaló el
turning point
de la historia europea.

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El nuevo milenio puede ser justamente considerado el milenio de la Europa occidental. El mérito de haber abierto el paso a esta nueva época corresponde a dos personajes notables de aquel tiempo: el obispo de Bremen y Pedro el Ermitaño. Ambos fueron, en definitiva, los fundadores del imperialismo europeo. El obispo de Bremen sentía debilidad por la miel y la caza. Pedro, en cambio, tenía predilección por los manjares picantes. Lo que hicieron ambos fue, en realidad, muy sencillo. Rodeados como estaban de tipos violentos, cuyo deporte favorito era matarse mutuamente, el obispo y el Ermitaño actuaron de catalizadores e incitaron a los europeos a ejercer su violencia contra los no europeos, en lugar de hacerlo contra ellos mismos. Como buen alemán, el obispo habló de un modo claro y llano, sin ringorrangos diplomáticos, y en 1108 exclamó con voz de trueno: «Los eslavos son pueblos abominables y en sus tierras abundan la miel, el grano y la caza. Jóvenes caballeros, dirigíos hacia Oriente». De este modo, el terrible obispo, utilizando como cebo la miel, el grano y la empujó hacia Oriente a muchos jóvenes alemanes violentos y dio comienzo a aquel
Drang nach Osten
que llevó a las conquistas germanas de los territorios situados más allá del río Elba y, en última instancia, a la creación del Estado prusiano.

El Ermitaño era francés. Según escribió Guillermo de Tiro, «Pedro nació en la diócesis de Amiens, en el reino de Francia. Era menudo y de salud débil, pero tenía un corazón muy grande». Según Gilberto de Nogent, Pedro «comía poquísimo pan, y se alimentaba tan sólo de pescado y vino». Seguramente no tenía problemas de colesterol. Lo que nadie explica, sin embargo, es que Pedro sentía debilidad por las comidas picantes. Si consumía tan sólo pescado y vino, Se debía a que era un pobre eremita y no un rico abad y, en consecuencia, no podía permitirse el lujo de adquirir la pimienta que los contrabandistas transportaban furtivamente a Occidente y vendían a elevadísimo precio. Solo, en su ermita rodeada de enormes árboles silenciosos del espeso bosque, Pedro sufría en silencio y rogaba sin cesar a la Divina Providencia que le concediera un poco de pimienta con que poder condimentar sus sencillas comidas. Pero la Divina Providencia sabía que incluso una pequeñísima dosis de pimienta hubiera comprometido la vida espiritual de Pedro y, por tanto, en vez de pimienta le enviaba lluvia, nieve y rayos.
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Se trataba de una decisión sabia y justa desde el punto de vista divino, pero no desde el punto de vista de Pedro, que era un hombre fuera de lo corriente. Solo en su ermita, desengañado por los continuos fracasos que obtenían sus plegarias, Pedro fue elaborando un gran plan: promover una cruzada para liberar la Tierra Santa de la opresión musulmana, que permitiría, al mismo tiempo, abrir de nuevo las vías de comunicación con Oriente y, por lo tanto, reabastecer a Europa de pimienta de un modo regular. Así podía obtener de una sola vez la seguridad de una dulce recompensa futura en el cielo, y el premio picante en la tierra . En cuanto al éxito de la empresa, no podían caber dudas: ¿cómo podría el Señor Dios Padre, que conocía sin duda la recóndita aspiración de Pedro, negar su ayuda a una empresa que tenía por objeto aniquilar a los musulmanes y liberar la Tierra Santa?

Es increíble cómo una idea puede llegar a transformar a un hombre. Pedro el Ermitaño, el silencioso y solitario Pedro, abandonó los grandes y silenciosos árboles del espeso bosque y empezó su peregrinación de cabaña en cabaña, de aldea en aldea, de castillo en castillo, inflamando almas y corazones con un lenguaje irresistible. «Era un gran orador», escribió Guillermo de Tiro con admiración. Pero el mérito de su éxito no hay que atribuírselo sólo a él, sino también a una serie de factores socioculturales.

5

En todas las formas de migración humana existen unas fuerzas de atracción y de estímulo. La pimienta fue, sin duda, la fuerza de atracción; el vino fue la fuerza de estímulo. El francés Rutebeuf cuenta que, tras una noche de abundantes libaciones, los nobles estaban henchidos de fervor por la Cruzada, y soñaban en voz alta con proezas en la batalla y acciones gloriosas. Esto lo escribía Rutebeuf en e1 siglo XIII, pero el sentido de su testimonio puede ser retrotraído a Pedro y a sus secuaces. Como ya tuve ocasión de decir, según Gilberto de Nogent, Pedro «se alimentaba de pescado y de vino». Es posible que a sus secuaces no les gustara demasiado el pescado, pero en lo que se refiere al vino desde luego no ponían ninguna objeción.

Las Condiciones económicas y sociales de la época facilitaron el proyecto de Pedro. La Iglesia oficial siempre haría reprochado a los nobles su conducta violenta y sanguinaria. Ahora Pedro les proporcionaba la posibilidad de rapulear al prójimo y obtener al mismo tiempo elogios por parte de la Iglesia, en vez de reproches. Los jóvenes vástagos de la nobleza, privados de los derechos de sucesión según la estricta legislación feudal, vieron en el plan de Pedro la posibilidad de conquistar posesiones en Oriente y, al mismo tiempo, adquirir méritos a los ojos del Todopoderoso. Y el pueblo llano vislumbró, a su vez, la posibilidad de cambiar de vida: acabar con su miserable situación y participar en el saqueo de los tesoros orientales con el beneplácito y la bendición del Señor.

6

Antes de la Revolución industrial, los transportes y las comunicaciones eran lentos y dificultosos. Lo habían sido también en tiempo de los romanos, aunque éstos podían disponer de carreteras y de puentes. Tras la caída del Imperio, las carreteras se deterioraron y los puentes se hundieron, con lo cual los transportes y las comunicaciones se hicieron más penosos y más lentos. La gente empezó a utilizar, siempre que fuera posible, las vías marítimas. En tiempos de Pedro, sin embargo, el Mediterráneo estaba casi totalmente en manos de los piratas musulmanes. Pedro y sus secuaces deseaban encontrarse con los musulmanes, pero no en alta mar. Los nobles eran valerosos en la batalla, montados en un caballo, pero no lo eran cuando se hallaban al borde del mareo. Cuando uno está mareado, lo último que puede desear es enfrentarse con un pirata musulmán. Por esta razón, la mayoría de los cruzados eligieron la vía terrestre, por lo menos hasta Génova o Venecia.

El viaje era largo, y los cruzados eran muy conscientes de ello. Además, aunque enfervorizados por el vino y las palabras de Pedro, los cruzados se daban perfecta cuenta de que se requeriría mucho tiempo para derrotar a los infieles. Sabían, pues, que no volverían a ver su patria ni a sus mujeres durante muchos años.

Dejando aparte el caso extraordinario de Escandinavia, puede afirmarse con absoluta certeza que la Europa de la Edad Media estaba dominada indiscutiblemente por el hombre. El hombre era dueño y señor absoluto. Lo que pudieran pensar las mujeres en su fuero íntimo, no se sabe. Aparentemente declaraban aceptar la supremacía del varón. No obstante, había un proverbio que rezaba así: «Fiarse de la propia mujer está bien, pero no fiarse está mejor». Casi todos los cruzados eran analfabetos, pero conocían bien los refranes. Así nació en aquel contexto sociocultural la idea del cinturón de castidad: uno tras otro, los cruzados se preocuparon de ponerse a cubierto de bromas pesadas colocando a sus mujeres el incómodo (para la mujer) pero tranquilizador (para el marido) cinturón.
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Fueron tiempos prósperos para los herreros, y la metalurgia europea entró en una fase de fuerte expansión. Este fue tan sólo el primero de una serie completa de desarrollos espectaculares.

FIGURA 1

Los cruzados encontraron en Oriente muchas cosas interesantes, y olvidaron alegremente sus países de origen y a sus esposas, a las que habían dejado a salvo gracias al cinturón de castidad.

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Los musulmanes fueron derrotados. Pedro pudo satisfacer su enorme deseo de pimienta y se olvidó de los grandes árboles silenciosos del espeso bosque. Los cruzados encontraron en Oriente cosas interesantes, y olvidaron alegremente su patria y a sus mujeres, cinturón incluido. Como escribió un cronista de la época, Fulcher de Chartres:

Nosotros, que éramos occidentales, nos hemos vuelto orientales. Nos hemos olvidado ya de nuestro país natal. Hay quien ya posee una casa, una familia y siervos como si los hubiese recibido del padre o por derecho de herencia. Hay quien tiene por esposa no a una mujer de su tierra sino a una siria, una armenia o, incluso, una sarracena bautizada. Todos los días se reúnen con nosotros parientes y amigos que han abandonado voluntariamente en Occidente todos sus haberes. El Señor ha hecho ricos aquí a los que eran pobres allá. Las pocas monedas que tenían se han convertido en muchísimas, y todas de oro. ¿Por qué motivo, pues, deberíamos volver a Occidente?

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