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Authors: James Ellroy

Tags: #Histórico, Intriga

América (76 page)

BOOK: América
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Haga el favor de destruir esta nota. Escuche la cinta y guárdela en lugar seguro.

Entiendo que esa cinta tiene un potencial estratégico ilimitado. Su contenido sólo debería ser revelado a Robert Kennedy como un añadido a ciertas medidas de gran atrevimiento.

Littell conectó la grabadora a la corriente y preparó la cinta. Tenía las manos de mantequilla y no acertaba a colocarla en el eje de arrastre. Por fin, pulsó la tecla de arranque. La cinta se puso en marcha con ruidos y chirridos.

Vuelve a contárnoslo todo, Joe. Y, como ya te he dicho, hazlo despacio y con calma.

Está bien, despacio y con calma, pues. Despacio y con calma, por decimosexta vez, joder.

Adelante, Joe.

Está bien. Despacio y con calma, para que lo entiendan los estúpidos de las gradas del gallinero. Joseph P. Kennedy, Sr., era el financiador en la sombra del fondo de pensiones del sindicato de Transportistas de los Estados del Medio Oeste, que presta dinero a toda clase de malhechores y a algunas buenas personas, a unos intereses altísimos. Yo me ocupé de efectuar muchas de las entregas. A veces ingresé partidas en metálico en las cajas de seguridad de ciertas personas.

¿Te refieres a que esa gente te autorizó a abrir sus cajas?

Exacto. Y también visitaba el banco de Joe Kennedy con regularidad. Es la oficina principal del Security-First National de Boston. La cuenta es la 811512404. Allí tiene noventa o cien cajas de seguridad llenas de dinero en metálico. Raymond Patriarca calcula que habrá cerca de cien millones de dólares y no debe de decirlo sin fundamento, porque Raymond y Joe el Irlandés se conocen desde hace mucho tiempo. Tengo que añadir que la idea de que Bob Kennedy se dedique a perseguir al hampa me hace reír. Supongo que esa manzana ha caído muy lejos del árbol, porque el dinero de Joe Kennedy ha financiado un montón de actividades de la Organización. También debo decir que el viejo Joe es el único Kennedy que conoce la existencia de ese dinero. Nadie va por ahí diciendo que tiene guardados cien millones de los que sus hijos, el Presidente y el Fiscal General, no saben nada. Y ahora Joe ha sufrido ese ataque, así que quizá no ande muy lúcido. A cualquiera le gustaría ver ese dinero en alguna actividad productiva y no muerto de asco en esas cajas, como podría suceder si el viejo Joe estira la pata o si se vuelve senil y olvida su existencia.

También debo mencionar que todos los peces gordos de la Organización saben lo sucio que está Joe, pero no pueden chantajear a Bobby con lo que saben sin poner en riesgo sus propias orejas.

La cinta terminó de pasar. Littell pulsó la tecla de stop y se quedó absolutamente quieto.

Reflexionó sobre lo que acababa de oír. Se colocó en la posición de Hoover y expresó sus pensamientos en voz alta y en primera persona.

Tengo buenas relaciones con Howard Hughes. Le he proporcionado a Ward Littell. Littell ha pedido a Hughes dinero para contribuir a asegurar mi permanencia en el cargo.

Jack Kennedy proyecta despedirme. Tengo establecidas escuchas clandestinas privadas en locales de la mafia y he captado una profunda hostilidad contra los Kennedy.

Littell volvió a situarse en su propia perspectiva..

Hoover carecía de suficientes datos. Los que tenía no lo conducían a extrapolar un golpe en concreto.

Ya se lo había dicho a Pete y a Kemper: el señor Hoover sabía lo que se avecinaba. Pero Littell lo había dicho en sentido metafórico, y la nota y la cinta indicaban algo mucho más concreto. Hoover denominaba la cinta «un añadido a medidas de gran atrevimiento».

Con ello, Hoover estaba diciendo LO SÉ TODO.

La cinta era un instrumento para humillar a Bobby. Para asegurarse el silencio de Bobby.

La cinta debía ser revelada a Bobby antes de la muerte de Jack. La muerte de éste explicaría el propósito de la humillación. Así, Bobby no intentaría reunir pruebas de una conspiración para el asesinato. Bobby comprendería que con ello sólo conseguiría enlodar el nombre de los Kennedy para siempre.

Bobby daría por sentado que el hombre que había organizado la humillación conocía por anticipado el atentado contra su hermano. Pero se encontraría impotente para actuar según tal suposición.

Littell se colocó de nuevo en la posición de Hoover.

Bobby Kennedy le rompió el corazón a Littell. Ahora, nos une el odio a los Kennedy. Littell no podrá resistir el impulso de machacar a Bobby y querrá que éste sepa que ha participado en el plan para asesinar a su hermano.

Así de complicado, vengativo y psicológicamente espeso era el pensamiento de Hoover. Sólo faltaba un único hilo lógico.

Todavía no has enseñado tus cartas. Presumiblemente, tus financiadores tampoco.

Lo mismo cabe decir de Kemper y Pete. Kemper todavía no ha planteado la operación a sus tiradores.

Hoover presiente que estás preparando un golpe. La cinta es tu «añadido»… si eres el primero en actuar.

Hay un segundo complot en marcha. Y el señor Hoover tiene conocimiento concreto de éste.

Littell permaneció sentado, completamente inmóvil. Los pequeños ruidos del hotel se hicieron más audibles. No conseguía sacar ninguna conclusión clara. Como máximo, podía hablar de presentimientos.

El señor Hoover lo conocía bien, mejor de lo que lo había conocido nadie y de lo que nadie lo conocería. Una repulsiva oleada de afecto hacia aquel hombre recorrió a Ward de la cabeza a los pies.

92

(Puckett, 28/9/63)

El payaso llevaba una sábana con el monograma del Klan. Pete lo atiborró de bourbon añejo y de mentiras.

–Este trabajo es para ti, Dougie. Lleva tu nombre escrito por todas partes.

Lockhart soltó un eructo.

–Estaba seguro de que no te habías presentado aquí a la una de la madrugada para compartir esa botella conmigo.

La cabaña apestaba como una caja de gato. Dougie apestaba a Wildroot Cream Oil. Pete no se movió del umbral; era el mejor lugar para evitar el hedor.

–Son trescientos por semana. Y es un trabajo oficial para la Agencia, de modo que no tendrás que preocuparte por esas redadas de los federales.

Lockhart se balanceó hacia atrás en su sillón de orejeras.

–Esas redadas -comentó- han sido bastante indiscriminadas. He oído que bastantes muchachos de la Agencia se han visto enredados en ellas.

–Te necesitamos para hacer de capataz con algunos hombres del Klan. La Agencia quiere construir una serie de bases de embarque en el sur de Florida, y necesitamos un hombre blanco que dirija los trabajos.

Lockhart se hurgó la nariz.

–Todo esto me suena a una repetición de lo de Blessington. También me huelo que podría ser otro gran despliegue publicitario que termine en otra gran frustración, como cierta invasión que los dos recordamos.

Pete dio un tiento a la botella.

–No se puede hacer historia continuamente, Dougie. A veces, lo mejor que uno puede hacer es dinero.

Dougie se dio unos golpecitos en el pecho.

–Pues yo he hecho historia hace poco.

–¿De veras?

–Sí. He sido yo quien ha incendiado la iglesia Baptista de la calle Dieciséis, en Birmingham, Alabama. ¿Has oído todo ese alboroto que se ha organizado, inspirado por los comunistas? Pues bien, debo decir que he sido yo quien lo ha provocado.

La cabaña estaba forrada de hojalata. Pete se fijó en un cartel clavado a la pared del fondo: una imagen de «Martin Luther Esclavo».

–Que sean cuatrocientos más gastos, hasta mediados de noviembre -dijo Pete-. Tendrás casa y despacho en Miami. Si vienes conmigo ahora, habrá un extra.

–Acepto -dijo Lockhart.

–Aséate -indicó Pete-. Pareces un negro.

El viaje de vuelta se alargó. Las tormentas habían convertido la autopista en un lodazal por el que se avanzaba a paso de tortuga.

Dougie Frank pasó el diluvio roncando. Pete escuchó las noticias y un programa de twist por la radio.

Un comentarista ensalzó la sesión de cante y baile de Joe Valachi, quien llamaba a la mafia «La Cosa Nostra». Valachi tuvo un gran éxito en televisión. Un reportero calificaba de «magníficos» los índices de audiencia. Valachi estaba soplando nombres de hampones de la Costa Este a troche y moche.

Un periodista habló con Heshie Ryskind, que estaba acogido en algún pabellón de cancerosos de Phoenix. Hesh calificó lo de la Cosa Nostra como «una fantasía de gentiles».

El programa de twist se captaba con interferencias. Barb cantó en la cabeza de Pete y su voz se impuso al gorjeo de Chubby Checker.

Había hablado con ella por teléfono poco antes de dejar Miami.

–¿Qué sucede? Te noto asustado otra vez -le había dicho Barb.

–No puedo decírtelo. Cuando oigas hablar del asunto, lo sabrás.

–¿Afectará a lo nuestro?

–No.

–Mientes -le había dicho ella. Pete no había sido capaz de responder.

Barb volaría a Tejas unos días después. Joey había contratado una gira de ocho semanas por todo el estado.

Él iría a verla los fines de semana. Haría de pretendiente a la puerta de la salida de artistas hasta que llegara el 18 de noviembre.

Llegaron a Miami a mediodía. Lockhart rebajó la resaca a base de bollos azucarados y café.

Recorrieron en coche los barrios céntricos. Dougie señaló varios rótulos de pisos y despachos en alquiler. Pete condujo en círculos. La búsqueda de casas y despachos hizo bostezar a Dougie.

Pete redujo las opciones a tres despachos y otros tantos pisos. Luego, ofreció a Dougie que tomara la decisión final.

Dougie escogió deprisa. No veía el momento de terminar el papeleo para poder acostarse un rato.

Se decidió por una casa estucada cerca de Biscayne. En cuanto al despacho, lo alquiló en el propio Biscayne Boulevard, en el centro mismo de las tres rutas del desfile.

Los dos propietarios exigieron un depósito. Dougie sacó billetes de su fajo para gastos y les pagó tres meses de alquiler por adelantado.

Pete no se dejó ver. Los propietarios ignoraban por completo su existencia.

Observó a Dougie, que arrastraba su equipo al interior de la casa. Aquel estúpido de cabellos color zanahoria estaba a punto de hacerse famoso en todo el mundo.

93

(Miami, 29/9/63 – 20/10/63)

Se aprendió de memoria la nota de Hoover y ocultó la cinta. Recorrió las tres rutas una decena de veces al día durante tres semanas seguidas. No comentó en absoluto con Pete y con Kemper que pudiera estar cociéndose otro golpe.

La prensa anunció el programa de viajes del Presidente para el otoño y subrayó los desfiles con escolta motorizada en Nueva York, Miami y Tejas.

Littell envió a Bobby una nota en la que reconocía su amistad con James R. Hoffa y le pedía diez minutos de su tiempo.

Consideró las ramificaciones durante casi un mes antes de actuar. Su camino hasta el buzón fue como su robo en casa de Jules Schiffrin… multiplicado por mil.

Littell recorrió Biscayne Boulevard con el coche y cronometró cada señal de tráfico.

Kemper había entrado en la armería una semana antes. Había robado tres rifles con mira telescópica y dos revólveres. Durante el robo, Kemper llevaba puestos unos guantes en los que, sin que él se percatara, había recogido las características huellas dactilares cuarteadas de Dougie Frank Lockhart.

El día siguiente al robo, Kemper había vigilado la armería. Los detectives habían inspeccionado la zona y los técnicos habían buscado huellas. Los guantes con las huellas cuarteadas de Dougie eran ya cuestión de registro forense.

Con ellos, Kemper sembró huellas por todas las superficies de la casa y del despacho de Dougie. Pete dejó que Dougie Frank acariciara los rifles. Sus huellas quedaron impresas en cañones y gatillos.

Kemper robó tres coches en Carolina del Sur, los hizo repintar y los proveyó de matrículas falsas. Dos fueron asignados a los tiradores. El tercero era para el hombre que había de matar a Dougie.

Pete trajo a un cuarto hombre. Chuck Rogers se ocuparía de hacerse pasar por el que sería su cabeza de turco. Rogers y Lockhart tenían parecida complexión física y rasgos similares. El atributo más característico de Dougie era su cabellera pelirroja y llameante.

Chuck se tiñó de pelirrojo y se dedicó a escupir odio contra Kennedy por todo Miami.

Abrió la boca en tabernas y salones de billar. Profirió insultos y amenazas en una pista de patinaje sobre hielo, en un salón de tiro al blanco y en numerosas licorerías. Le pagaron para que continuara haciéndolo sin parar hasta el 15 de noviembre.

Littell pasó en el coche junto al despacho de Dougie. Cada vuelta que daba le inspiraba un nuevo y brillante refinamiento.

Seguro que en la ruta de la comitiva motorizada encontraba a un grupo de jóvenes revoltosos. Podía repartirles unos petardos y decirles que los encendieran.

Eso rompería los nervios a la escolta del Servicio Secreto. Y haría que no prestase atención a cualquier ruido parecido a un petardo.

Kemper estaba preparando algunos de los recuerdos que dejaría Dougie Frank. La psicopatología de Lockhart quedaría resumida en cuatro detalles.

Kemper dejó sin rostro varias fotografías de JKF y grabó cruces gamadas en muñecos de Jack y de Jackie. También esparció materia fecal sobre una decena de fotos de revista de los Kennedy.

Los investigadores lo encontrarían todo en el armario del dormitorio de Dougie.

En los últimos días, Kemper se estaba dedicando a redactar el diario político de Dougie Frank Lockhart.

Estaba escrito a máquina dificultosamente, letra a letra, con correcciones a tinta. El racismo que destilaba el texto era verdaderamente terrorífico.

Lo del diario era idea de Pete. Dougie había declarado que había prendido fuego a la iglesia Baptista de la calle Dieciséis, un caso célebre todavía por resolver.

Pete vio la oportunidad de vincular la muerte de Kennedy con la de los cuatro chiquillos negros.

Dougie contó a Pete todos los detalles del incendio. Pete recogió los más cruciales en el diario.

Ninguno de los dos le comentó a Kemper lo de relacionar el atentado con el incendio de la iglesia. Kemper sentía un singular afecto por los negros.

Pete mantuvo a Dougie secuestrado en su casa. Lo alimentó de pizzas de reparto a domicilio, marihuana y alcohol. Al parecer, Dougie estaba satisfecho con el arreglo.

Pete le contó que el trabajo para la Agencia se había retrasado y lo convenció de la necesidad de mantenerse oculto.

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