América (79 page)

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Authors: James Ellroy

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: América
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16/11/63: los periódicos de Dallas anuncian el recorrido de la comitiva motorizada. Barb Jahelka tiene asiento de primera fila: está actuando en un club de Commerce Street y tiene un pase a mediodía.

Un intercomunicador emitió un zumbido y Ward oyó la voz de Bobby entre crepitaciones: «Dígale al señor Littell que pase.»

La recepcionista le abrió la puerta. Littell entró con la grabadora.

Bobby estaba de pie tras el escritorio, con las manos en los bolsillos. No hizo ningún gesto de bienvenida; los abogados de la mafia recibían un trato civilizado, pero seco.

El despacho estaba amueblado con gusto. Bobby vestía un traje de caída impecable.

–Su apellido me resulta familiar, señor Littell. ¿Nos hemos visto antes?

YO ERA TU FANTASMA. Y ANSIABA FORMAR PARTE DE TU PROYECTO.

–No, señor Kennedy. Es la primera vez.

–Veo que trae un magnetófono.

–Sí, señor. – Littell dejó el aparato en el suelo.

–¿Qué me trae ahí?¿Alguna especie de confesión?¿Acaso Jimmy ha cantado de plano sus turbios manejos?

–En cierto modo. ¿Tendría la bondad de escuchar la cinta? Bobby consultó el reloj.

–Soy suyo durante los próximos nueve minutos -dijo.

Littell conectó el aparato a un enchufe de la pared. Bobby jugó con unas monedas que llevaba en los bolsillos.

Littell pulsó la tecla de puesta en marcha. Hablaba Joe Valachi. Bobby se apoyó en la pared de detrás del escritorio. Littell permaneció de pie al otro lado de la mesa. Bobby lo miró fijamente. Los dos sostuvieron la mirada, absolutamente inmóviles, sin pestañear y sin mover siquiera las pupilas.

Joe Valachi formuló su acusación. Bobby escuchó la evidencia. Pero no cerró los ojos ni tuvo la menor reacción perceptible.

Littell rompió a sudar. El estúpido duelo de miradas continuó.

La cinta llegó al final y rodó libremente en el carrete. Bobby levantó el auricular del teléfono del escritorio.

–Comunique con el agente especial Conroy, en Boston. Dígale que acuda a la oficina principal del banco Security-First National y averigüe a quién pertenece la cuenta número 811512404. Dígale que examine las cajas de seguridad de esa cuenta y que me llame inmediatamente, cuando lo haya hecho. Dígale que le dé a este asunto la máxima prioridad y no me pase más llamadas hasta que reciba la de Conroy.

En su voz no hubo asomo de vacilación. Habló con tono firme, acerado, sin la menor insinuación de debilidad.

Bobby colgó. La confrontación de miradas prosiguió. El primero en parpadear era un cobarde.

Littell estuvo a punto de echarse a reír con una reflexión: los hombres poderosos eran como niños.

Transcurrió un rato. Littell contó los minutos al ritmo de sus latidos. Las gafas empezaban a deslizársele por la nariz.

Sonó el teléfono. Bobby descolgó y escuchó.

Littell permaneció absolutamente quieto y contó cuarenta y un segundos según sus pulsaciones. De pronto, Bobby arrojó el teléfono contra la pared.

Y parpadeó.

Y movió los músculos del rostro.

Y reprimió unas lágrimas.

Entonces, Littell profirió una frase.

–Maldito seas por el dolor que me causaste.

98

(Dallas, 20/ 11/63)

Ella lo sabrá. Oirá la noticia y te mirará a la cara y sabrá que has tenido que ver en el asunto. Lo relacionará con el intento de extorsión. No pudiste comprometerlo; por lo tanto, lo has matado.

Ella sabrá que ha sido cosa de la mafia. Y conoce cómo deshace esa gente los vínculos peligrosos. Te echará la culpa por haberla llevado tan cerca de algo tan grande.

Pete contempló a Barb, dormida en la cama que olía a aceite bronceador y a sudor. Pete iba camino de Las Vegas. Volvía con Drácula Howard Hughes. Ward Littell era su nuevo intermediario.

Era un trabajo de guardaespaldas y proveedor de droga. En cierto modo, era como si le hubieran conmutado la sentencia: la pena de muerte por la cadena perpetua.

Barb había apartado la sábana con las piernas y Pete advirtió varias pecas nuevas en sus pantorrillas. Barb se sentiría cómoda en Las Vegas. Él expulsaría a Joey de su vida y montaría un local donde ella pudiera actuar permanentemente.

Barb se quedaría con él. Se quedaría cerca de su trabajo. Y se forjaría una reputación de mujer recta y firme, capaz de guardar un secreto.

La vio dar vueltas entre las almohadas. Las venas de sus pechos sobresalieron de un modo sorprendente.

Pete la despertó. Ella abrió los párpados y lo miró con los ojos brillantes, como siempre.

–¿Quieres casarte conmigo?

–Claro -respondió Barb.

Una propina de cincuenta dólares les evitó el análisis de sangre. Un billete de cien liquidó el problema de la ausencia de certificados de nacimiento.

Pete alquiló un traje de tres piezas, talla 52, con mangas extralargas. Barb pasó por el Kascade Klub y cogió su único vestido blanco de bailar twist.

Encontraron un predicador en la guía de teléfonos. Pete consiguió dos testigos: Jack Ruby y Dick Contino.

Dick dijo que tío Hesh necesitaba un pinchazo. ¿Y qué es lo que lo tiene tan excitado? Para estar agonizando, se lo veía muy inquieto.

Pete pasó un momento por el hotel Adolphus. Llenó de heroína a Heshie y le pasó unas golosinas para que las disfrutara. A Heshie, su aspecto con el terno le pareció lo más gracioso que había visto en su vida. Se rió con tal fuerza que estuvo a punto de arrancarse la tráquea.

Dick se ocupó del regalo de bodas: la suite nupcial del Adolphus durante el fin de semana. Pete y Barb trasladaron sus cosas allí una hora antes de la ceremonia.

A Pete se le cayó la pistola de la maleta. El botones casi se caga encima. Barb le aflojó cincuenta dólares y el chico salió de la suite haciendo genuflexiones.

Una limusina los dejó ante la capilla. El celebrante era un borrachín. Ruby llegó con sus ruidosos perros salchicha. Dick interpretó algunas típicas tonadas de boda con el acordeón.

Hicieron las promesas en un local junto a la avenida Stemmons Freeway. Barb lloró. Pete la tomó de la mano con tal fuerza que ella se encogió con una mueca.

El predicador les suministró unos anillos dorados de bisutería. A Pete no le entró el suyo en el dedo anular. El celebrante dijo que le pediría otro de tamaño extragrande; el material se lo mandaba una empresa de venta por correo desde Des Moines.

Pete guardó el anillo excesivamente pequeño en un bolsillo. La fórmula de «hasta que la muerte nos separe» hizo que casi le fallaran las rodillas.

Se instalaron en el hotel. Barb no dejó de repetir una jaculatoria: Barbara Jane Lindscott Jahelka Bondurant.

Heshie les mandó champán y una cesta de regalos gigantesca. El chico del servicio de habitaciones temblaba de agitación: ¡el Presidente pasaría por allí el viernes!

Hicieron el amor. La cama era rosa, enorme y recargada de volantes.

Barb se durmió. Pete dejó aviso de que los llamaran a las ocho. Su recién desposada tenía una actuación a las nueve en punto.

No podía conciliar el sueño, pero no tocó el champán. La bebida empezaba a parecerle una debilidad.

Sonó el teléfono. Se levantó de la cama y descolgó el supletorio del salón.

–¿Sí?

–Soy yo, Pete.

–¡Ward! ¿Dios santo, cómo has conseguido este…?

Littell lo interrumpió:

–Acaba de llamarme Banister. Dice que Juan Canestel ha desaparecido de Dallas. Kemper va para allá a reunirse contigo y quiero que entre los dos lo encontréis y hagáis lo que sea preciso para que lo del viernes salga bien.

99

(Dallas, 20/11/63)

El avión recorrió la pista hasta una terminal de carga. El piloto había llevado el aparato con el viento de cola todo el trayecto desde Meridian y había cubierto la distancia en menos de dos horas.

Littell había dispuesto el vuelo privado y le había dicho al piloto que exigiera el máximo al aparato. El pequeño biplaza traqueteaba y se estremecía; Kemper no podía creerlo.

Eran las 23.48. Estaban a treinta y seis horas del momento clave. Vio encenderse brevemente los faros de un coche. Era la señal de Pete.

Kemper se desabrochó el cinturón de seguridad. El piloto redujo la marcha y le abrió la portezuela. Kemper saltó y el reflujo de la hélice estuvo a punto de enviarlo al suelo.

Un reactor pasó sobre su cabeza con estruendo. El aeródromo de Love Field parecía de otro mundo.

–¿Qué te contó Ward?-preguntó Bondurant.

–Que Juan no aparece. Y que Guy teme que Carlos y los demás piensen que ha fastidiado el plan.

–Sí, es lo que me contó a mí. Y yo le dije que no me gusta correr esos riesgos a menos que alguien le diga a Carlos que hemos sido nosotros quienes lo hemos ayudado y quienes hemos salvado a Banister de estropearlo todo.

Kemper abrió ligeramente la ventanilla. Aún tenía tapados los jodidos oídos.

–¿Y qué respondió Ward?

–Dijo que se lo contaría a Carlos después del golpe. Eso, si encontramos a ese condenado Canestel y nos sale bien el día.

Una radio emisora-receptora cobró vida en el coche. Pete bajó el volumen.

–Éste es el coche particular de J.D. Tippit. Él y Rogers están buscando a Juan; si lo localizan, nosotros entramos en acción. Tippit no puede abandonar su sector de patrulla y Chuck no debe meterse en nada que pudiera impedirle estar en su puesto para el golpe.

Esquivaron unos carritos de transporte de equipaje. Kemper sacó la cabeza por la ventanilla y engulló tres dexedrinas a palo seco.

–¿Dónde está Banister?

–Llegará de Nueva Orleans en avión, pero más tarde. Él considera que Juan es de fiar y, si sucede algo y lo pierden, colocará a Rogers en su lugar y actuará con él y con el tirador profesional.

Kemper y Pete sabían que Juan era voluble. No lo tenían marcado como posible asesino sexual. Todo el trabajo estaba hecho una mierda y lleno de agujeros y apestaba a preparación de aficionado, apresurada y sobre la marcha.

–¿Dónde vamos?

–Al local de Jack Ruby. Rogers dijo que a Juan le gusta frecuentar a las putas de ese tipo. Entrarás tú; Ruby no te conoce.

Kemper se rió.

–Ward le dijo a Carlos que no se fiara de un psicópata que conduce coches deportivos rojo subido.

–Tú te fiabas de él -replicó Pete.

–Desde entonces he tenido ciertas revelaciones.

–¿Te refieres a que hay algo que debo saber de Juan?

–Lo que digo es que he dejado de odiar a Jack. Y que, en realidad, no me importa en absoluto que lo maten o que no.

A mitad de semana, el Carousel Club estaba poco animado.

Una bailarina hacía su
striptease
en la pasarela. Dos policías de paisano y un grupito de fulanas ocupaban las mesas de primera fila.

Kemper tomó asiento junto a la salida trasera. Desenroscó la bombilla de la lámpara de la mesa y las sombras lo cubrieron de cintura para arriba. Desde allí podía ver la puerta delantera y la posterior, así como la pasarela y el escenario. A él, las sombras lo hacían casi invisible.

Pete estaba en el coche, a cierta distancia. No quería que Jack Ruby lo viera.

La bailarina se desnudó al ritmo de la música de André Kostelanetz. El tocadiscos no giraba a las revoluciones debidas. Ruby se sentó con los policías y reforzó sus bebidas con licor de su petaca.

Kemper tomó un sorbo de su whisky. El alcohol potenció el efecto de las dexedrinas y profundizó en una nueva revelación: tenía la oportunidad de enredar en el golpe.

Un perro cruzó corriendo la pasarela. La bailarina lo ahuyentó. Juan Canestel entró por la puerta de delante.

Venía solo. Llevaba una chaqueta deportiva y pantalones vaqueros. Se encaminó directamente a la mesa de las putas y una camarera tomó nota de la consumición.

Juan había agrandado su bulto protésico. Kemper se fijó en la navaja que se adivinaba en el bolsillo trasero izquierdo.

En torno a la cintura llevaba ceñida una cadenilla de ventana.

Juan invitó a copas a las chicas. Ruby se mostró servil y obsequioso con él. La bailarina soltó unos cuantos golpes de cadera en dirección a él. Los policías lo observaron. Tenían un aspecto amenazador y lleno de odio hacia los no anglos.

Juan siempre iba armado. Y los policías podían acercarse a registrarlo por mera rutina. Podían detenerlo por posesión de armas. Podían darle jarabe de palo.

Y Juan podía traicionar a Banister.

El Servicio Secreto cancelaría el desfile callejero.

A Juan le gustaba beber. Podía presentarse con resaca el día del golpe. Podía tocar el gatillo y fallar el disparo por un kilómetro.

A Juan le gustaba hablar. Podía despertar sospechas desde aquel momento hasta el mediodía del viernes.

Y la cadena colgada de la cintura…

Juan era el asesino sexual. Juan mataba con sus pelotas postizas. Juan continuó charlando con las chicas. Los policías continuaron midiéndolo con la mirada.

La bailarina saludó y desapareció entre bambalinas. Ruby anunció la última ronda. Juan se concentró en una morena de buenas carnes.

Saldrían por la puerta delantera y Pete no los vería. Su combustión podía afectar al rendimiento de Juan en el momento supremo.

Kemper sacó el cargador de su arma y lo dejó caer al suelo. Dejó una bala en la recámara y se animó a enredar un poco más en el golpe.

La morena se puso en pie. Juan hizo lo mismo. Los policías los miraron, discutieron entre ellos y uno de los dos movió la cabeza en gesto de negativa.

La chica se encaminó hacia la puerta del aparcamiento. Juan la siguió. El aparcamiento daba a un callejón en el que se sucedían las puertas de pensiones y hoteles de mala muerte.

Pete estaba en la bocacalle.

Juan y la chica desaparecieron. Kemper contó hasta veinte. Un empleado empezó a limpiar las mesas con un trapo.

Kemper salió al aparcamiento. Una bruma luminosa le escoció en los ojos.

Pete estaba meando tras unos cubos de basura. Juan y la puta avanzaban por el callejón. Se dirigían hacia la segunda puerta de la acera izquierda.

Pete lo vio y carraspeó.

–¿Kemper, qué estás…?-Se interrumpió sin terminar y exclamó-: ¡Coño! ¡Ése es Juan…!

Pete echó a correr por el callejón. La segunda puerta de la izquierda se abrió y se cerró.

Kemper corrió. Llegaron juntos a la puerta y cargaron contra ella con todo el impulso.

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