Read Amigas entre fogones Online
Authors: Kate Jacobs
—Tengo una fantástica noticia que daros —dijo Porter. Se había sentado cerca del teléfono para que todos le oyeran—. Alan os ha invitado a todos a pasar un fin de semana juntos con todos los gastos pagados. ¡Va a ser increíble!
Ninguno de los participantes de Comer, beber y ser se mostró siquiera una pizca feliz.
Aimee levantó la mano en silencio, como si fuese una escolar. Porter le indicó con un gesto que bajase la mano y no la dejó hablar.
—A ver si queda claro: la asistencia es obligatoria —dijo—. Podéis daros por satisfechos con que haya conseguido convencerle para que no os llevase de acampada.
El fresco lago azul resplandecía mientras el monovolumen que llevaba a Oliver, Carmen, Sabrina, Aimee y Troy iba subiendo por la serpenteante pista que se extendía a lo largo de kilómetros de bosque verde hasta el impresionantemente enorme centro turístico que habían construido en lo alto, mirando las aguas del lago. Había sido un largo trayecto por el valle del Hudson en el arranque de ese tórrido y húmedo fin de semana del mes de mayo, trayecto demorado por la gran cantidad de tráfico que salía de la urbe como cada viernes, y realizado casi en su totalidad en un silencio sólo roto por el zumbido del aire acondicionado.
Carmen, después de sopesar sus opciones entre ir en alguno de los asientos de atrás entre la chusma y ponerse al lado del conductor, eligió esto último. Aimee, obedeciendo a una súplica emitida por Sabrina sin palabras, se sentó con Troy en la parte trasera de la furgoneta. Había pasado ya por muchos novios, rupturas, reconciliaciones y mañanas de arrepentimiento «después-de» con su hermana pequeña. A Sabrina no le había hecho falta explicarle lo que realmente había pasado la Noche del Pulpo, y era lo de menos. Además, Aimee no tenía nada contra Troy. Simplemente, cumplía con su cometido, se dijo ella misma. O sea, velar por que su hermana no se derrumbase.
Oliver, sentado cómodamente al lado de Sabrina en la primera fila de asientos, hizo dos o tres intentos para animar la charla («Eh, tampoco es que nos lleven al calabozo», se contó entre sus inicios de conversación menos exitosos, mientras echaba un vistazo a un folleto en el que aparecían descritas actividades desde deportes acuáticos a voleibol, pasando por croquet en la maravillosa hierba cortada), pero el humor reinante en el interior del vehículo era tan adusto que parecía imposible conseguir que alguien abriese la boca.
Así pues, prácticamente salieron escopeteados de la furgoneta cuando por fin se detuvo frente a la entrada al vestíbulo, con Aimee y Sabrina saliendo juntas como un par de imanes. Porter estaba ya allí, al igual que Gus, que había llegado directamente de su casa de Westchester en un coche con conductor.
—Muy bien, equipo —dijo Porter—. Instalaos en vuestras habitaciones y pongámonos en marcha.
La buena noticia (si es que había alguna buena noticia, pensó Gus, siguiendo al mozo que le llevaba los bolsos de viaje) era que estarían todos alojados por separado. Se había sentido bastante angustiada ante la posibilidad de que a Carmen y a ella las obligasen a compartir habitación. O, peor aún, que les hubiese tocado compartir una de esas camas de matrimonio supergrandes, con la consiguiente pelea por la cantidad de sábana que les correspondía o por dejar la ventana abierta o cerrada. Pintando semejante panorama fue como Gus había tratado de convencer a Hannah de que debía ir con ella. Su amiga se había dedicado a mascar pensativamente un lote de chicle Hubba Bubba original, pero se había mostrado inconmovible.
Lo que más fastidia de abrir la maleta es comprobar qué te has olvidado meter. Después de años de viajes, Carmen era una experta en enrollar sus prendas para que no se le arrugasen y en llevar sus artículos de aseo en bolsitas con cierre para evitar derrames. Aun así —pensó mientras se ponía en cuclillas para abrir su maleta en el suelo— siempre hacía algo mal, invariablemente. Se le olvidaba meter el cepillo de dientes, se dejaba el perfume, cometía el fallo de no traerse la falda que formaba parte del conjunto de dos piezas a juego con la chaqueta. Siempre había algo. Rebuscó por la maleta y vio con un sentimiento de contrariedad la lista que les había enviado Porter a todos por correo electrónico unos días antes.
¡Atención, miembros de Comer, beber y ser!
No os olvidéis de llevar:
Vaqueros
Jerséis
Pantalones holgados (tipo chándal)
Camisetas
¡¡¡Bañadores!!!
¡Calzado cómodo!
P.D.: A la cena hay que ir arreglados
El fin de semana estaba destinado a ser un fracaso. Carmen estaba segura de ello. Cogió su ropa interior y la guardó en un cajón de la cómoda, poniendo una toalla en la madera desnuda antes de meter sus prendas íntimas. Era algo que hacía desde que salió de casa de sus padres, cuando sólo era una adolescente, para trabajar de modelo. Su madre le había suministrado abundantes toallas de tocador para forrar con ellas los cajones de ropa, dudando del grado de limpieza (o segura de la falta de ella) que se encontraría Carmen en sus viajes por el ancho mundo. Y se le había quedado esta costumbre de poner toallas, que mantuvo a lo largo de su paso por los concursos de belleza, las pasarelas y el problemilla en pantalla que le había supuesto su debut en Hollywood. Siempre había procurado hacer lo que su madre había querido. Casi siempre. El noviazgo con el cantante del grupo musical de chicos no había contado con la aprobación de sus seres queridos, allá en el hogar.
El hogar. Hacía siglos que no pasaba en Sevilla más que unas pocas semanas, algo que, pensó, a los dieciséis años ni siquiera se le pasó por la cabeza, cuando metió en su maleta sus coleteros, sus pendientes de aro y sus Panamá Jack, confiada en que le esperaban un sinfín de aventuras. «Llegó el momento», le había dicho a su hermana mayor hacía una eternidad, sentada encima de la maleta para poder cerrarla, sintiéndose valiente y orgullosa, y más que un pelín satisfecha de sí misma. ¿No era especial? ¿No era única?
Era más valiente a los dieciséis años que ahora, constató Carmen. En aquel entonces apenas se hacía una idea de los sinsabores que la vida podía proporcionar. Sólo había visualizado el triunfo y la perfecta emoción que lo envolvería todo. Sin saber nunca lo suficiente para sentirse asustada.
Con un solo movimiento, había quitado la colcha de la cama y había hecho una pelota con ella, para lanzarla a continuación al fondo del armario. Por muy lujoso que fuese el hotel, jamás dormía debajo de una colcha, un artículo que, a diferencia de las sábanas, no era muy probable que fuese lavado diariamente. Uno de los muchos trucos que había aprendido a lo largo del camino. Como parar al camarero encargado del fiambre antes de que le diese tiempo a poner veinte lonchas de jamón en su bocadillo. Mira que eran raros los americanos para estas cosas. A ella le bastaba con una sola loncha; le gustaba notar el sabor del pan.
Se sentó encima de las sábanas blancas, abrazándose las rodillas, y se quedó mirando su equipaje a medio deshacer.
—Quiero ir a casa —dijo, pese a no haber nadie a quien decírselo—. Echo de menos…
No se molestó en terminar la frase.
En esos momentos Carmen sentía más nostalgia de su hogar que en toda su vida. Se había hecho ya al disparatado precio de los tomates en las tiendas de alimentación y a las tazas gigantes que servían en las cafeterías; se había acostumbrado a que las calles estuviesen a oscuras por la noche, gracias en parte a que las calles de España contaban con más iluminación. No, no era sólo eso. Apreciaba mucho más todo lo que había dejado atrás por salir en pos de sus sueños y sentía una envidia inconfesable de su hermana Marisol, que vivía tan cerca de sus padres.
—Tu vida es tan glamurosa, cariño —le había dicho su madre cuando aparecía por casa con motivo de alguna que otra Navidad o cumpleaños. Para ellos, era fácil creer que su vida era glamurosa, pero en el fondo su vida no tenía nada de rutilante. Oh, en ocasiones había sido surrealista, como en los eventos en que había tenido que ir súper arreglada, pero en su mayor parte había consistido en mucho trabajo y muchas noches en vela mirando por la ventana —después de una cita, después de un nightclub, después de una larga sesión de fotos— y preguntándose qué andarían haciendo todos en Sevilla.
Las fiestas que había añorado a lo largo de los años habían sido: las siete últimas Nocheviejas, el bautizo de su sobrina María y, después, su primera comunión, la boda de su mejor amiga de la infancia y las bodas de plata de sus tíos. Por no mencionar las interminables comidas de los sábados por la tarde con la familia al completo, saboreando calamares, gazpacho, pescaíto frito, migas con boquerones, solomillo al queso, filete con salsa roquefort y arroz con leche.
Todos comprendían lo apretado de su agenda y nadie la criticaba por no viajar a casa con frecuencia.
Sin embargo, para el funeral de la abuela sí que había podido ir.
Estaba todo más bien al revés.
Su hermana Marisol se había reído cuando Carmen le confesó, mientras se tomaban unas ligeras y crujientes tortas de aceite, regadas con unas cuantas copitas bien cargadas de jerez, que ella era la más afortunada de las dos.
—Tú puedes estar con la familia —le decía, y Marisol se tronchaba de risa al escuchar a la famosa estrella en que se había convertido su hermana pequeña.
—No cambiarías tu vida por nada del mundo —se burló su hermana—. Aquí no hay nada elegante.
Nadie lo entendía. Lo elegante no te llena. No alimenta tu espíritu. Se había quedado callada en ese momento porque era más fácil que ponerse a discutir. Que hacerles ver a su hermana o a su madre lo que quería decir. Porque Carmen había renunciado a todo (a su familia, a sus amistades, a su cultura) a cambio de una supuesta carrera increíble. Carrera que había tenido que reinventar ya más de una vez, cuando vivió su mala racha después de fracasar en su intento por triunfar en Hollywood.
Su única opción consistía en tener éxito con este maldito programa de cocina, o al final todo habría resultado inútil. Todos los años pasados lejos de casa, todos los cumpleaños a los que no había podido asistir, todas las noches a solas. En el fondo, sabía que nunca iba a merecer la pena. Incluso cuando hizo broma con sus familiares sobre el vídeo del episodio del hervidor eléctrico en llamas que habían visto todos en YouTube, o cuando contestó a los mensajes de correo electrónico que le habían enviado viejos amigos. Todos se comportaban como si su vida fuese el no va más y ellos hubiesen invertido, a su manera, en su éxito. En su fuero interno sabía que había perdido muchísimo más, a costa de demasiados sacrificios, y había momentos, ahora más frecuentes que nunca, en que lamentaba haber hecho las maletas cuando tenía dieciséis años y haberse marchado de casa. Pero tampoco podía simplemente volver. Si regresaba, tenía que ser con sus propias condiciones, pues de lo contrario parecería un fracaso. A sus ojos y a los ojos de todo el mundo. Además, su familia había aprendido a funcionar bien sin su presencia.
Lo suyo había sido un trueque nada equitativo, que le había costado mucho más de lo que ella misma se daba cuenta.
Llamó a recepción para pedir el número de Oliver.
—Vente a mi habitación y nos tomamos una copa —le dijo—. Necesito tu hombro.
La cena resultó bastante agradable, pues Porter había permitido que Gus, Aimee y Sabrina se sentasen en una mesa aparte, y celebró consejo con Oliver, Carmen y Troy, en otra.
—Yo sólo quiero irme a la cama —dijo Sabrina cuando salieron todos en procesión del salón comedor, y dio media vuelta en dirección a los ascensores.
—¡Eh, pandilla! —exclamó un hombre pelirrojo de corta estatura, que los llamó desde la recepción. Por una fracción de segundo, Gus dio por hecho que se trataba de algún fan que había reconocido al elenco de Comer, beber y ser, hasta que reparó en el sujetapapeles que tenía en una mano y en lo decidido que se fue Porter hacia él.
—¿Es nuestro monitor de campamento? —dijo Oliver en voz baja, al oído de Gus, para que sólo ella pudiera oírle.
—Imagino —respondió ella—. Este puede acabar siendo el peor día de mi vida.
Pese a llevar una camisa de palmeras de manga corta, al pelirrojo se le veía sonrojado y rosado, y jadeaba como si acabase de hacer ejercicio. Sin un motivo que Gus alcanzase a entender, el tipo se puso a aplaudir conforme el grupo formaba un semicírculo a su alrededor.
—Magnífico programa —dijo moviendo la cabeza arriba y abajo vigorosamente—. Sean bienvenidos todos.
La «pandilla» le miraba sin pestañear.
—¿Bienvenidos a qué exactamente? —preguntó Aimee. Siempre se podía contar con Aimee, pensó Gus.
—Bienvenidos a un fin de semana muy especial de formación de grupo. —El hombre sonrió de oreja a oreja, revelando demasiados milímetros de encía.
—¿Muy especial? —preguntó Troy al tiempo que inclinaba la cabeza.
—Vamos, pandilla, coged una silla —dijo el hombre, y señaló un conjunto de sillas que había en el vestíbulo—. Voy a explicaros un poco lo que vamos a hacer mañana y luego os podréis ir a dormir.
—¿Quién eres tú exactamente? —El tono de Gus era educado, pero firme.
—Es verdad, es verdad, lo primero es lo primero. —Levantó los brazos como para tratar de acallar a un estadio entero lleno de gente gritando y jaleando durante un concierto—. Me llamo Gary Rose, pero podéis llamarme Gare.
—¿Que te llamemos Gare? —dijo Aimee enfáticamente. No se la veía muy impresionada—. ¿Por qué íbamos a tener que acortar un nombre que tiene sólo dos sílabas?
—¿Quién eres?, te pregunto de nuevo —insistió Gus.
—¿Es el ganador del concurso? —preguntó Troy.
—No, la ganadora es Priya Patel, de Nueva Jersey —respondió Oliver—. Gus lo anunció ayer en el último programa. ¿A no ser que tú seas Priya?
—No, sigo siendo sólo Gare. Estoy aquí para facilitaros vuestra cohesión como equipo —explicó, pronunciando claramente todas las sílabas de la palabra «facilitaros» para darle mayor énfasis.
—¡Qué bien! —murmuró Sabrina cruzando una mirada con su hermana. Siempre se llevaban mejor cuando tenían un enemigo en común.
—En fin, éste es el plan del fin de semana —dijo Gary— y, ay ay ay, qué de cosas chulas tenemos planeadas.
—¿Tenemos? —preguntó Carmen—. ¿Hay más personajes como tú por aquí?
Gary Rose rio con ganas, socarronamente, y de la frente se le desprendieron unas gotitas de sudor que salieron volando.