Read Amigas entre fogones Online
Authors: Kate Jacobs
Sabrina había ocupado los pensamientos de Gus desde el último programa. Pensaba en ella mientras recorría la casa silenciosamente, de noche, descalza, para comprobar que todas las puertas y ventanas estuviesen bien cerradas, y se preguntaba si su hija se encontraría en casa de su prometido o no. Hablaba con ella en voz alta mientras tamizaba la harina, le hacía preguntas a cada meneo del tamiz, aun cuando no se hallase presente y los únicos que podían oírla fuesen los dormilones de cuatro patas, Salt y Pepper.
—No tengo ni idea de lo que puedo hacer con Sabrina —le confesó a Hannah durante una apacible mañana soleada en su cocina—. Casi no he hablado con ella desde la Noche del Pulpo. Aimee está haciendo de intermediaria.
—¿Cómo?
—Me llama para charlar conmigo y deja caer que Sabrina se queda hasta tarde en su trabajo porque está liada con un proyecto importante, ese tipo de cosas —le explicó Gus—. Era lo que solía hacer cuando yo estaba de viaje promocionando alguno de mis libros y llamaba a casa en algún momento en que Sabrina estaba haciendo algo que no debía.
Masticaron en silencio sendos bocados de magdalenas gigantes de arándano y limón, salpicadas con cristalitos de azúcar blanca y untadas con una mantequilla cremosa que Gus encargaba especialmente a una granja del estado de Nueva York. Hannah iba ya por la segunda y hacía sólo unos minutos que se había acercado por allí; Gus había anticipado que su golosa amiga caería en la tentación. En los últimos tiempos la veía más delgada que de costumbre, pensó, preocupada, mientras tamborileaba incesantemente con los dedos en el reposabrazos de su silla.
—No pasa nada porque les des un poco de espacio —dijo Hannah con la boca bastante llena—. Hagas lo que hagas, evita la visita de control esta vez.
—En una familia no debería haber secretos —dijo Gus—. Así es como se producen luego esos desmadres. Como se cometen errores.
Hannah empezó a toser con un trozo de magdalena en la boca.
—Una familia —dijo al tiempo que trataba de tragar— es esencialmente un conjunto de personas dedicadas a mantener secretos unos respecto de otros. ¿A quién, si no, le importa tanto lo que hagas o dejes de hacer?
Su propia familia estaba dispersada y lejos. Hannah ya no los veía, aunque muy de vez en cuando recibía algún que otro mensaje electrónico de parte de algún primo. A menudo le gustaba fantasear con todas las vidas diferentes que habría podido llevar si no hubiese necesitado esconderse en su casita blanca reconvertida de una cochera.
—A mí, saber demasiado nunca me ayudó —señaló, y Gus era consciente de que era verdad. De hecho, había albergado esperanzas de que la participación de las personas que formaban parte de su mundo en Comer, beber y ser tendría un efecto positivo en todas ellas: que sacaría a Hannah de su caparazón, que uniría a Troy y a Sabrina, y que sacaría la parte divertida de Aimee. Demasiada presión para un solo programa de televisión, pensaba ahora. Sobre todo cuando parecía que más bien estaba ocurriendo todo lo contrario. Sus seres queridos estaban molestos con ella y eso la preocupaba muchísimo.
Fue a por la cafetera y la acercó para servirle otra taza a Hannah, añadiéndole también una buena dosis de nata.
—¿Habéis arreglado las cosas Porter y tú? —preguntó su amiga al ir a coger más azúcar del azucarero, y se echó un par de cucharadas bien cargadas. Con placer, Gus vio que estiraba el cuello hacia la encimera para ver si quedaban magdalenas.
—Las cosas están como están. —Se encogió de hombros.
Hannah aguardó a que le explicase la situación, pero como no decía nada, se acercó con su plato a la rejilla metálica en la que seguía el cargamento de mullidas delicias. Cogió dos magdalenas y procedió a untarles mantequilla con profusión.
—¿Qué tal Oliver?
—Ha seguido con su torrente de disculpas diarias —respondió Gus—. La última fue un verso libre.
—Entonces, ¿todo olvidado?
—Me alegro de que se sienta mal por lo sucedido. Pero en realidad no se trata de Oliver, ¿sabes? La cuestión es Carmen, y su afán de dominar la cocina.
—¿Y qué piensas hacer?
—Matarla a base de simpatía —dijo—. Hoy al levantarme he decidido que voy a sonreírle hasta la muerte. Voy a dejarla ciega con mi dentadura blanca hasta hacerle salir pitando a España otra vez. O, por lo menos, al programa de otro.
—Hablando de eso: ¿qué tal los índices de audiencia?
—Muy bien, la verdad. —Gus sonrió mientras Hannah se sentaba con su plato de magdalenas y empezaba a comérselas. Le encantaba verla comer. Bueno, a decir verdad, le encantaba ver a cualquier persona comer su comida—. De momento el experimento de Alan está siendo un éxito. La idea de vernos a Carmen y a mí a la greña está siendo una bomba entre los espectadores. Al parecer, el buen gusto cae en picado.
—Una pelea de gatas en la cocina —dijo Hannah.
—Nosotras no somos las únicas —dijo Gus—. Al parecer, las pullitas entre Troy y Sabrina también están atrayendo a los fans. Los foros están llenos de mensajes sobre SaTroy.
—El es un bombón —dijo Hannah—. El prototipo de asiático alto, delgado, moreno. Sexy y exótico.
—Y no eres la única que se ha dado cuenta —dijo Gus—. Troy me llamó para contarme que le han ofrecido acudir a un encuentro en una división escolar de Nebraska porque la superintendenta ve Comer, beber y ser.
—¿Le han llamado para una cita?
—No, quieren que les suministre naranjas y plátanos para las máquina expendedoras de la circunscripción escolar —le explicó Gus sacudiendo la cabeza—. Además, sólo tiene treinta y cuatro años.
—Mujer mayor con hombre joven; es algo que está muy de moda —dijo Hannah—. ¡Más experiencia en la cama! Yo misma debería saberlo, que escribí un artículo sobre el tema para More.
Gus intentó animosamente ocultar su sorpresa.
—¿De verdad escribes sobre relaciones?
Hannah hizo una mueca.
—En realidad, no tienes que saber gran cosa para escribir sobre el tema, Gus —dijo—. Sólo hay que encontrar algún que otro supuesto experto y citar sus palabras. Nadie me pidió que hiciera un estudio sobre historia sexual.
—No, no, por supuesto que no —dijo Gus, sintiéndose un poco tonta. Intentó cambiar de tema—. Me temo que Sabrina anda liada organizando su última boda sin mí.
—Tal vez por eso se promete tantas veces —bromeó Hannah—. Porque sabe lo feliz que te hace a ti organizar eventos.
—Es guapo —concedió Gus—. Guapo a lo Ken el de Barbie. Así le gustan a Sabrina para su colección.
Se levantó y llevó las tazas y los platos al lavavajillas, que estaba vacío, salvo por el cuenco de la sopa de la cena de última hora de la noche anterior. A Gus le preocupaba que Hannah no comiese, pero lo cierto es que últimamente su estómago había estado produciéndole molestias. Demasiado estrés. Eso es lo que se consigue de ocultar secretos.
—Le llamé por teléfono —anunció a Hannah, pues necesitaba confesárselo a alguien.
—¿A quién?
—A Billy —aclaró Gus—. Me sentí como el típico obseso que llama por teléfono: llamé tres veces y colgué cuando saltó su contestador.
—¡Ay, Dios mío! Vas a acabar en el telefilme de la semana: Mi suegra está como un cencerro.
—Es que no puedo evitarlo —admitió Gus—. ¿Qué hay de malo en querer proteger a esa niña de sí misma?
—Nada, Gus, pero hay límites, ¿sabes?
—Cada vez que marcaba el número, me decía a mí misma que estaba intentando localizar a Sabrina —dijo—. Pero la verdad esque quería decirle cuatro palabritas a ese chico personalmente. Como; ¿a quién se le ocurre pedir la mano de una chica que ha estado prometida antes tantas veces?
—Como: ¿a quién se le ocurre cuando tú lo que quieres es que ella esté con Troy? —preguntó Hannah.
—No iba a decir eso. Eso sí que habría sido borde por mi parte. No pretendo herir al chico, es sólo que no la conoce.
—¿Estás segura?
—De lo que estoy segura es de que si Sabrina no tuviera a Aimee corriendo detrás de ella cada dos segundos, yo no sé lo que haría.
—Oye, a lo mejor algún guapetón gana el concurso de Porter y acude al programa. Entonces Sabrina se largará con él.
—Eso no tiene mucha gracia, la verdad —dijo Gus—. Aunque con un sorteo podría pasar cualquier cosa. Yo quería que al menos los concursantes presentasen un pequeño trabajito por escrito, pero nadie más que yo estaba dispuesto a leérselos.
Se permitía una participación al día, lo que sin duda era más que justo, pensó Priya Patel mientras rellenaba el cupón para el sorteo en la pantalla del ordenador. Se preguntó cuántas mujeres más estarían en sus hogares, como ella en ese momento, anhelando conseguir la oportunidad de conocer a Gus Simpson y de preguntarle todo lo imaginable sobre tartas de ciruela y bizcochos de pistachos. Era un disparate que un ama de casa de cuarenta y cuatro años, residente en Nueva Jersey, soñase siquiera con ganar, pero contuvo la respiración igualmente y apretó el recuadro de «Enviar».
Dio el desayuno a los niños y luego los mandó al colé, con la bolsa del almuerzo en la mano. Los dos más pequeños se habían empeñado en que les preparara un bocadillo de crema de cacahuete con mermelada, como sus compañeros de clase, y también habían pedido sendos zumos en brik, cosa que Raj desaprobaba, pero que a Priya realmente no le parecía ni bueno ni malo. Su hija adolescente comía en la cafetería con sus amigos, la mayoría blancos. Recordó sus recelos de madre cuando la chica no había querido comer más que espaguetis durante su primer semestre en la universidad, preocupada por si se trataba de un indicio de un rechazo más profundo de todo lo que fuese indio.
—Me gustan —había dicho, y aunque era verdad, también había sido fruto de sus ensoñaciones con un chico italoamericano que iba con ella a la clase de física. Eso era lo que pasaba con sus padres y sus amigos: que eran más indios que los indios de su país de origen, constantemente atentos por temor a que el irse a vivir a América hiciera que sus hijos dejasen de comprender su identidad. A Raj le habían entrado esos mismos temores.
Sin embargo, tampoco era que Priya hubiese dejado de cocinar para su familia. Preparaba fulkas para el almuerzo de su marido y pakoras para cuando veía el fútbol los sábados por la noche, al estilo americano. (Qué curioso que su amor por los Giants no tuviese ningún impacto en Raj desde el punto de vista cultural. Él mismo se lo había explicado tanto a ella como a los niños.) Y Priya sentía especial predilección por los dulces caseros; le gustaba comer bundi ladoo a mordisquitos, con sus uvas pasas, y después se limpiaba los dedos discretamente con una servilleta para no dejar pringoso el teclado. No es que le molestase preparar esos platos, porque a menudo disfrutaba bastante con el chisporroteo de las verduras y con el envolvente aroma del curry. Lo que más le fastidiaba era que nadie se parase a admirar lo que había elaborado. Simplemente se plantaban delante del plato como lobos hambrientos, incluso Raj. Qué agradable sería ser Gus, pensó, poder ver una grabación antigua y admirar lo que has preparado. Había sido sugerencia suya sacar la grabadora de vídeo durante el Diwali del año pasado para inmortalizar las fuentes de cholafali, de los ghoodhra bien fritos, de los rollitos de jandvi sazonados con coco y las bolitas de churnma na ladoo que tanto esmero habían requerido. Pero todos se habían echado a reír como si hubiese contado un chiste buenísimo, y ella había fingido que no pasaba nada.
Cocinar, realmente, era una cosa curiosa. Era curioso que cuando se lo habían comido todo, no quedase nada que poder enseñar. «Qué rico está esto», podía decir uno mientras comían, pero al final lo único que quedaba era el recuerdo. No era cuestión de reservar un poco de tu mejor pasta de lentejas al curry para exhibirla con un letrerito pegado en el cuenco que dijese «Obra de Priya». No como cuando se dedicaba a diseñar sistemas mecánicos en su trabajo, en los tiempos en que aún no tenía niños.
Ni siquiera las recetas salían siempre exactamente igual, por lo que tampoco eran una prueba perfecta de tus dotes culinarias. De haber sido así, cualquiera podría leer un libro de cocina y preparar una comida digna de varias estrellas Michelin. No, hacer buena comida requería creatividad, técnica, talento. Y amor.
Priya amaba a su familia, amaba a Raj, a Bina, a Chitt y a Kiran. Sí, los amaba. Oh, sabía que en teoría debía sentir ese runrún constante de felicidad —se había leído los libros, se había visto los programas—, pero aquello era simplemente muy difícil, mucho. Se sentía muy cansada. Y fofa. En los últimos años Priya había empezado a consumir grasas como una loca, unas grasas que se le acumulaban en la cintura y que parecían imposibles de desalojar.
—Me gusta tu tripita —decía Raj, cogiéndole los michelines entre los dedos. Si algo bueno tenía casarse con un hombre al que tus padres habían elegido directamente de la India, era que seguía pensando que estar rellenita era algo bueno. Nunca se metía con ella cuando se sentaba en el sofá con un cuenco de tum tum, bien crujientes y se zampaba hasta la última miguita. Realmente, la mayor parte del tiempo era bastante amable. El problema era Priya; se sentía bloqueada.
Si pudiera conocer a Gus, se dijo, todo cambiaría. ¿Cómo podría ser de otro modo?
Cuando Gus había anunciado que la siguiente emisión estaría dedicada a los brunch, no se había parado a pensar en el detalle de que el programa se emitía los domingos por la noche. Y Porter le había hecho saber que «arriba» había habido cierta preocupación por que el programa estuviese yendo a la deriva.
—¿Después de dos emisiones? —A Gus no la había convencido.
—La televisión está cambiando, se está convirtiendo en un mundo muy diferente —dijo Porter—. Si no salen los números, las series cómicas desaparecen al cabo de un solo episodio.
—Yo creí que nuestros números iban bien, ¿no?
—Van muchísimo mejor, pero todavía no nos han aupado del todo —explicó él.
—Bueno, sería de ayuda que Alan no nos obligase a Carmen y a mí a enfrentarnos y a aparecer juntas semana tras semana —dijo Gus—. Me sorprende que haya gente que siga viéndonos.
—Nuestras demos son geniales, la verdad: montones de chicos de la universidad sin nada que hacer los domingos por la noche y deseosos de ver a Carmen, montones de veinteañeros enganchados al drama de SaTroy, más los incondicionales de Gus —dijo.
—¿Tengo que dar por hecho que te refieres a las señoras mayores?