Read Amigas entre fogones Online
Authors: Kate Jacobs
El ascensor subió del salón de fiesta de la planta inferior y se abrió. Gus y Carmen entraron en silencio, exhaustas tras un día de yoga, marcha campestre y carreras en la cocina. Dentro había un hombre de algo más de treinta años, ligeramente inestable, con el brazo alrededor de una atractiva rubia que parecía también algo perjudicada.
—¿Han venido al congreso de ventas? —La mujer pronunció la pregunta con lengua pastosa; no había duda de que estaba achispada.
—No, pero estoy segura de que debe de ser una maravilla —respondió Gus haciéndose a un lado. Carmen clavó la vista en el suelo; sólo deseaba meterse en la cama.
—Eh, ¿no son ustedes las tías esas del programa de cocina? —El hombre propinó un codazo a la mujer que llevaba al lado como si hubiese podido perderse lo que acababa de decir—. Eh, sí, usted es Gus Simpson y usted Carmen Vega.
—Oh, Dios mío —dijo la mujer, acercando la cara a la sevillana para verla mejor, mientras ésta se retraía para apartarse del escrutinio.
—Es ella —dijo la mujer a su novio-marido-colega o lo que fuese.
—Gus lleva toda la vida en la tele, pero esta Carmen es detestable —dijo el hombre—. Con ese acento español. Como si no supiéramos que es de Des Moines o algo así.
—Soy de Sevilla —dijo ella, que empezaba a acalorarse; pero la pareja seguía cotorreando entre sí, ajenos a cualquier otra cosa que no fuesen ellos mismos.
—Y esas tetas operadas —dijo la rubia—. En plan «¡Hola a todos!».
—Pues a mí es lo único que me gusta —dijo él.
La mujer reprimió una risotada.
—Cerdo —le espetó, pero no parecía en absoluto molesta—. Apuesto a que ni siquiera sabe cocinar.
Gus carraspeó.
—¿Son conscientes, verdad, de que estamos a medio metro de ustedes?
—Todo son chanchullos, además —dijo el tipo a su acompañante, obviando por completo a la presentadora, como si estuviese simplemente en su casa hablando delante del televisor.
—Hola, aquí dos personas de carne y hueso —dijo Gus—. Yuuuju.
—No soporto eso de que mezclen los ingredientes y que, a los dos segundos, saquen la cazuela del horno con el plato ya preparado —dijo la mujer—. Como si no supiésemos que lo tenían ya cocinado de antes.
—¡Es verdad! —exclamó él—. Así, cualquiera podría salir en un programa de cocina. ¡Hasta yo podría hacerlo, y eso que no tengo ni idea de cocinar!
Su acompañante se volvió y dirigió las siguientes palabras a Carmen y a Gus.
—Ustedes, aficionadas, deberían buscarse un trabajo de cocineras de verdad, como el chef del hotel. La cena ha sido fantástica.
—A ver si lo adivino —replicó Gus serenamente—. Usted tomó el cangrejo marinado con manzana verde y yuzu.
—Sí —respondió el hombre—. ¿Cómo lo sabe?
—Porque Carmen y yo venimos de preparar el elaborado festín que usted y su amiga aquí presente acaban de consumir —le explicó elevando poco a poco el tono de voz—. Nosotras troceamos y especiamos hasta el último trocito que se han comido.
—Y Gus preparó los higos asados con oporto y canela —dijo Carmen—. ¿Los probaron también?
—Sí —dijo la mujer encogiéndose un poco—. Estaban muy ricos.
—Estaban deliciosos, y creo que debería decirlo así —replicó la sevillana apuntando con un dedo la cara de la mujer. Rápidamente, Gus puso una mano sobre su hombro y tiró de ella hacia atrás, en el momento en que se abrían las puertas del ascensor.
—Menudos imbéciles están hechos los famosos —dijo el hombre mientras salía a la carrerilla por la puerta—. Lo único que hemos hecho ha sido intentar cruzar dos palabras con ellas.
—¡Y sus tetas no son operadas! —gritó Gus a la pareja que se alejaba por el pasillo cuando empezaron a cerrarse las puertas del ascensor. Entonces se volvió hacia Carmen—. ¿O sí?
Hacía rato que habían dado las doce de la noche cuando alguien metió una hoja de papel por debajo de la puerta de Gus.
Escrito a mano en gordas letras mayúsculas coloreadas de verde, se leía: «¡En marcha!».
¿Otro juego? Gary Rose era insufrible; vaya modo de pedirle a todo el mundo que hiciese lo que él quería en todo momento, metiendo ahora notitas por debajo de la puerta.
Sin ponerse siquiera una bata sobre el camisón verde esmeralda, salió a toda prisa para reunirse con el grupo. ¿Por qué no había escrito esta actividad en el plan? Cruzó a paso firme los jardines próximos al edificio principal y dio con las canchas de tenis, las dejó atrás y finalmente bajó hasta el lago.
—No he caído en ponerme las zapatillas de deporte —le dijo a Hannah, que devolvía pelotas de tenis en la arena y que, muy concentrada en el juego, se limitó a encogerse de hombros.
—¡Mamá! —El grito de Aimee parecía apremiante, pero su voz sonaba débil. Allí estaba, llamándola con la mano, al otro lado del lago—. He perdido a Sabrina —le decía.
Sin vacilar, Gus empujó una canoa abandonada hasta el agua (¡estaba helada!), chapoteando descalza y empapándose el camisón, cuya tela parecía querer tirar de ella hacia el fondo. Necesitó de un gran esfuerzo, pero al final consiguió meterse en la canoa, y se puso a remar como una loca. Pero el lago estaba revuelto.
El agua borboteaba junto al borde de la canoa, poniéndola nerviosa, pero entonces Oliver sacó la cabeza entre las olas.
—Hola, Gus —dijo—. ¿Quieres venir a nadar conmigo?
—Es que no me he traído el bañador —respondió ella.
—No pasa nada. —El sacó una mano para meterla en el agua—. No me importa…
¡Uf! Los cuatro kilos y medio de Pepper, su gato, se posaron de pronto en el pecho de Gus, despertándola con un sobresalto. Todo había sido un sueño.
—Eres mejor que un despertador, ¿lo sabías? —le dijo al animal.
Pepper replicó con un maullido, exhortándola de un modo nada sutil a que se levantase y le pusiese el desayuno.
—¿Que quieres un tazón de leche, dices? —preguntó Gus acariciándole detrás de las orejas. Se echó por encima una bata y empezó a bajar las escaleras, descalza, para dar media vuelta y volver al armario a por unas zapatillas. Salt, que dormitaba en el rellano de la escalera, se desperezó y los siguió a la cocina.
Sentía un dolor abrasador en el cuello, en los hombros y en las nalgas: había dado lo mejor de sí con el yoga, la marcha campestre y la acelerada preparación de la cena la noche del domingo. Pero nada de todo aquello le produjo tanta tensión como los veinte minutos que pasó en el asiento del copiloto del Miata rojo de Hannah durante el viaje de regreso desde la escapada del fin de semana, la mañana anterior. Tras el enésimo volantazo a la derecha cuando debería haber torcido a la izquierda (por no hablar de la sorprendente incapacidad de su amiga para leer los letreros mientras el coche estaba en movimiento), Gus exigió que frenase a un lado y que la dejase conducir a ella.
—Pero si lo hago muy bien —había protestado Hannah.
Sin embargo, ella se mantuvo firme y se metió en el asiento del conductor, y aplacó las protestas de su amiga demostrándole que sabía bajar la capota del deportivo.
—El viernes, tratando de averiguar cómo se bajaba, le di cuatro veces a los limpiaparabrisas —había dicho. Pero, con Gus al volante, el camino en coche tampoco había sido sosegado, pues hacía más de veinte años que no había conducido con transmisión manual—. Recuérdame que nunca te pida que me enseñes a conducir —bromeó Hannah mientras dejaba volar al viento la melena y contemplaba el paisaje del valle del Hudson, pasando a toda velocidad ante sus ojos.
Gus rebuscó por el armario de la cocina en busca de paracetamol. Fue al fregadero a coger un poco de agua y echó un vistazo por la ventana con la idea de admirar los pensamientos. Pero, en vez de eso, vio a Hannah en camiseta y pantalones cortos, entrecruzando las manos y estirando los brazos por encima de la cabeza, bien atrás.
Gus dio unos golpecitos en el cristal y a continuación abrió la ventana.
—Sí que has venido temprano —dijo. Su amiga la saludó con la mano y prosiguió con sus ejercicios durante unos cuantos minutos más, tras lo cual entró por la puerta del patio.
—De hecho, tú te has levantado tarde. Son más de las ocho. Ya he bajado la calle corriendo y he vuelto.
—¿Qué?
—He salido a correr fuera, como una persona normal —explicó Hannah—. Y no me he puesto ni gorra de béisbol, ni gafas de sol, ni siquiera capucha.
—Muy bien. Sólo puedo suponer que has caído en el embrujo de Gary Rose y de su espíritu de «tú puedes» del fin de semana.
—No. —Hannah alargó el brazo para coger una naranja del frutero que tenía Gus sobre la encimera—. Es que acabo de reconciliarme con Hannah Joy Levine.
—¿Y has dejado la dieta a base de chucherías?
—Esto es sólo un suplemento —respondió, y empezó a amontonar la piel de la naranja en la encimera. Luego se acercó a la nevera a echar un vistazo dentro—. Oh, salmón ahumado —dijo—. ¿No te parece que puede estar bueno con huevo?
—Podría ser —admitió Gus—. ¿Me vas a preparar tú el desayuno?
Hannah fingió sentirse confundida.
—Si veo cómo lo haces, a lo mejor puedo aprender una o dos cositas.
Con cara de recelo, Gus sacó una ensaladera y un batidor de mano.
—Muy bien, Hannah Joy Levine, morderé el anzuelo. ¿A qué viene todo este repentino interés por la cocina?
—Voy a aceptar la propuesta de Alan. He decidido que voy a participar en el programa.
—¿Estás segura? Te va a explotar como no te puedes imaginar…
—Es que este fin de semana me he sentido tan… llena de vida —respondió Hannah. Metió el brazo en el armario para coger una taza y la llevó hacia la cafetera—. Pensé: tengo treinta y seis años, ¿me voy a quedar en casa toda la vida?
—Hace unas semanas tenías treinta y seis años y te daba pánico bajar las escaleras para participar en el programa —dijo Gus—. Pero si eso está cambiando, bravo por ti. —Bostezó—. No me puedo creer que me haya quedado dormida. Normalmente, lo preparo todo antes de que llegues, las tazas y todo lo demás. Se me hace raro que tengas que hacerlo tú.
—No pasa nada. Además, tú no tienes la obligación de hacerlo por mí. No queremos quedarnos atrapadas en nuestros roles, ¿verdad que no? —Sacó una segunda taza, vertió café y añadió un toque de leche. Despacio, llevó la taza hasta donde estaba su amiga—. Siéntate y disfruta —dijo—. Y no me refiero al café. Apenas te he visto en todo el fin de semana, y era imposible hablar con el zumbido del aire durante el camino de vuelta.
—¿Y qué quieres que te cuente? —preguntó Gus, que se sentía un tanto llorosa.
—Oye, que lo del dinero ha aparecido en todas las noticias relacionadas con el mundo del espectáculo. Con la escena del incendio del hervidor eléctrico de hace apenas unas semanas y ahora esto… sales en todas partes.
—No he sido la única a la que han timado, ¿sabes?
—No, te acompañan unos cuantos peces gordos. Y no me refiero sólo a Alan.
—Bueno, mis índices de audiencia deben de estar por las nubes, entonces —dijo Gus—. Si vas en serio con lo de participar en el programa, vamos a recibir aún más cobertura. —Dio un sorbo a su café—. ¿Te acuerdas de cuando no era más que una señora discreta que tenía un programa de cocina en la tele? Ahora soy la cabecilla de un circo disparatado.
—Hagas lo que hagas, debes mantener la cabeza bien alta —dijo Hannah—. No has hecho nada de lo que debas avergonzarte, y, aunque lo hubieses hecho, esconderse es como morir.
—Entonces se trata de eso, ¿eh? —Tendió a Hannah un plato de salmón ahumado y huevo—. ¿Un fin de semana y eres libre?
—Ja! Si ése fuese el caso, yo misma organizaría retiros para agorafóbicos en todo el país para ayudarles a superarlo. Me forraría. —Atacó el plato y comió un par de bocados—. Estoy muerta de miedo —confesó—. Pero me da pavor acabar convertida en una ancianita de noventa años sin nadie a mi lado. Y, seamos sinceras, para entonces tú ya seguramente estarás muerta. No tendría a nadie que me diese de comer. —Limpió su plato de desayuno y se pasó una servilleta por los labios.
—Estar sola no tiene nada de malo —dijo Gus, y se puso a meter en la pila la sartén sucia, la tabla de cortar y los platos—. El que no tengas un hombre en tu vida no quiere decir que tengas algún problema.
Hannah se atragantó con el café y empezó a toser.
—¡Que no tenga un hombre en mi vida! Ostras, Gus, no salgo con nadie desde hace quince años —dijo Hannah con voz ronca—. No todo el mundo tiene relaciones, ¿sabes? Además, ¿quién ha dicho nada de hombres? Yo sólo hablaba de la esperanza de encontrar más amigos. Carmen y yo pasamos juntas un rato y fue bastante agradable.
—Te estás arrimando a mal árbol. Ella es justo el tipo de amistad que pasará por encima de tu cadáver con tal de llegar a la cima.
—Sólo he dicho que fue amable conmigo —murmuró Hannah—. No le he hecho una pulserita de amigas del alma ni le he prestado mi álbum de Toto. ¡Por el amor de Dios!
—Perdona, tengo los nervios de punta.
—¿Por qué de repente piensas en hombres? —reflexionó su amiga en voz alta—. No es habitual en ti. Qué interesante…
—No, nada interesante. No hay nada que contar. —No estaba dispuesta a desvelarle el sueño que había tenido, a describirle cómo brillaba el agua en los anchos hombros de Oliver, ni cómo la había desarmado con la mirada. Una forma de mirar que le daba ganas de acercarse más y más a él…
—¿Nada? —preguntó Hannah, interrumpiendo sus pensamientos—. ¿O es que ha pasado algo este fin de semana que quisieras contarme? ¿Tú y Gary Rose? Venga, que me lo puedes confesar…
—No, Hannah, el único hombre que tengo en la cabeza se llama David Fazio y se está tronchando de risa camino del banco.
Se acercó al portátil para ver si había recibido algún mensaje de Alan sobre la situación. Nada.
—Bueno, ¿qué te parece la ganadora del concurso, Priya? —preguntó a Hannah.
—Un tanto sospechosa, diría yo. O tal vez simplemente obsesiva. Hablaba de ti sin parar.
—A mí me pareció bastante maja. Cansada, quizá. Pero es que tiene tres hijos. Es bastante dulce, la verdad.
—Hablando de hijos…, ¿qué pasaba con las chicas? —preguntó Hannah.
—Ah, claro, eso. Presenciaste mi pública humillación junto al resto del equipo. Soy, oficialmente, una mala madre.
—No es verdad, y lo sabes. Me refería a en qué punto dejasteis la cosa.
—Estamos haciendo un esfuerzo, supongo —respondió Gus—. Conversaciones trascendentes para sacar unas cuantas cosas a la luz. Aimee siente demasiada presión y Sabrina está sobreprotegida. O algo así. —De hecho, las conversaciones con sus hijas —había habido otra bien larga la noche del domingo— habían sido muy agotadoras y le resultaba difícil asimilar todo lo que querían decir. Gus sentía que le echaban a ella la culpa y estaba preocupada. Pero la esperanza afloraba al rostro de sus hijas cuando estaban hablando las tres, como si, de alguna manera, aun diciéndole que las dejase ser como eran, Gus fuese capaz de arreglarlo todo y hacer que las cosas se enderezasen.