Read Amigas entre fogones Online
Authors: Kate Jacobs
Eso sin mencionar lo bien que se le daba organizar fiestas.
Años antes, Raj había querido invitar a casa a sus amigos del templo. Pero había dejado de hacerlo cuando Priya le insistió, repetidas veces, en la cantidad de dinero que estaba gastándose en comida. No me importa, le había dicho él, me hace feliz que vengan todos y se lo pasen bien. Pero para Priya era como estar en una bocadillería, y había intentado sutilmente disuadirle.
—A ti te gusta cocinar —dijo su madre durante una de sus habituales visitas rápidas—. Entonces, ¿cuál es el problema? Yo creo que ves demasiada televisión.
En la tele las fiestas parecían algo fenomenal. Gus era tan buena anfitriona. Ella sabía lo que era preparar platos con poco tiempo de antelación, fregar suelos aun cuando poseyeras ya varios títulos, dar y dar y dar sin parar. Gus sabía lo que era ser esposa y madre y, aun así, presentaba su programa con una sonrisa.
—Tome asiento —había dicho en una emisión de ¡Cocinar con gusto! de hacía mucho tiempo—. Deje que le prepare alguna cosilla.
—Sí, por favor —había respondido Priya hablando con el televisor a solas en su enorme casa—. Me encantaría.
—La cuestión es que una parte de mí siente que debería intentar que Carmen me cayese bien —dijo Gus al arrodillarse delante de un tiesto, usando un desplantador largo y estrecho para hacer un agujero en la tierra.
En cuanto pasaba el peligro de las heladas, ya podía plantar su jardín de hierbas aromáticas: tomillo salsero, eneldo, albahaca dulce, hisopo, estragón francés e hinojo. Todos ofrecían un sabor y un aroma maravillosos que añadir a sus platos.
—Una parte de mí siente que debería ser más generosa —se explicó—. Es lo que la gente espera de mí. Es lo que Alan y Porter quieren.
—Lo sé —dijo Hannah—. Es lo que les resulta más fácil. Las expectativas de los otros acabarán contigo. —Estaba sentada con las piernas cruzadas en una de las sillas que había cogido de donde estaba la mesa de jardín, y examinaba una caja de semillas que tenía en el regazo.
—Es sólo que cada vez que la veo, siento dentro de mí una sensación de indignación que no puedo controlar. Se pavonea constantemente, es quisquillosa y quiere pasarse el día entero mostrando a todo el mundo sus dotes culinarias… —Gus se sentó sobre los talones mientras buscaba las palabras para continuar—. Absorbe la atención de todo el que esté con ella en una misma sala.
—Es lo que hacen siempre las divas —dijo Hannah. Iba vestida con lo que Gus denominaba su «pijama de calle», o sea, unos pantalones de chándal y una sudadera con capucha—. Pero no puedes permitir que sepa que, debajo de esas blusas almidonadas que te pones, eres en realidad una blandengue.
—Porter dijo una cosa muy estúpida —continuó Gus, gesticulando con la herramienta de jardinería—. Dijo que me cuesta dejar las cosas tal como están.
—Mmm, mmm…
—¿Tú también lo crees?
Hannah se medio encogió de hombros y medio asintió con la cabeza, y luego se echó para atrás el mechón de pelo que se le había soltado de la coleta, con lo cual se embadurnó un poco la cara de tierra.
—Ahí —dijo Gus, haciendo el gesto de limpiarse ella la cara—. Te has manchado un poco.
—¿Conque te cuesta un pelín dejar las cosas tal cual, eh? —se rio Hannah—. Yo diría que sí.
—Puede que sí —admitió Gus—. Y la cosa es que me siento culpable porque Carmen me caiga mal. Cumplí la mayoría de edad en los años setenta, con la liberación de la mujer y la hermandad femenina y todo eso. Fui a una universidad para mujeres.
—Eres una auténtica creyente, sí. Pero igual pecas de ingenua, ¿no crees?
—Sé que Carmen quiere quitarme el puesto. Pero a la vez también siento que debo preguntarme por qué no ayudarla.
—Ser mujer no significa que una automáticamente quiera formar parte de una hermandad femenina. A lo mejor es que estabais todas tan ocupadas tratando de dejar atrás el papel de ama de casa que se os pasó por alto esa parte.
—Pero es que a mí me parece bien hacer de mentora de otra mujer —dijo Gus sinceramente.
—Bien. Entonces vete a buscar a una chiquilla que quiera que la ayudes. Pero no confundas ayudar a alguien con ser «la niña buena» cuando ese alguien intente pisotearte.
—Tiene casi la misma edad de Aimee —dijo Gus en voz baja.
—Las chicas malas heredarán la Tierra —sentenció Hannah—. Siempre es demasiado tarde cuando ya ha ocurrido.
—No tiene nada que ver con lo que te pasó a ti.
—Ya, pero si hubiese dicho lo que pensaba, o si hubiese sido más fuerte o simplemente más sensata, no me habría encontrado mirando adentro desde fuera. O, para ser más exactos, no me hubiera encontrado fuera, escondiéndome. No te puedes permitir el lujo de sentirte culpable por tener una rival, especialmente una que no ha dado ningún motivo por el que debas confiar en ella. He escrito sobre esta clase de compañeros de trabajo en algún artículo —añadió, consciente de que su amiga sabía que en realidad nunca había trabajado allende los confines del salón de su cochera reconvertida en casa.
—Es sólo que a lo mejor debería ser más comprensiva, tener más fe en Canal Cocina.
—Oh, Gus —imploró Hannah—. A esa mujer la colaron en ¡Cocinar con gusto! en vivo y en directo y ahora estás compartiendo tu programa con ella. Tu programa. Llevas años trabajando en él, cuidando de tus fans, y ahora prácticamente le estás cediendo el timón a Carmen Vega. No hay derecho. ¡Cabréate!
Gus vaciló.
—No —dijo un poco dubitativa—. No me gusta sentirme cabreada.
—¡Sí! Aprovecha tu frustración para concentrarte. Saca fuera tu cabreo, no te lo quedes dentro. —Hannah se puso de pie—. Escúchame: sé lo que es estar enfadada con una misma. Y no te va a ayudar lo más mínimo. Tienes que ser lista.
—Y eso significa…
—Ser profesional. Ponerte por delante en el juego —dijo—. Pero cuando te llegue el turno de servir, dale caña. Mucha caña.
Estaba ligeramente nublado cuando unos días más tarde el trío compuesto por Oliver, Carmen y Gus se reunió en el mercado de productos frescos de Union Square y echó a andar en silencio por entre las hordas de ejecutivos con paladar que andaban a la caza de tomates de granja y estudiantes de la Universidad de Nueva York que buscaban cualquier cosa que no fuera cara. Los puestos estaban montados en una plataforma alargada de hormigón, cerca de un parque —en realidad, apenas un puñado de árboles bonitos y algunos bancos— entre Broadway y Park Avenue South. De vez en cuando se oía el temblor sordo de un tren llegando a la estación de metro de abajo y un torrente continuo de pasajeros aparecía por las escaleras subterráneas.
Gus respiró hondo, absorbiendo el maravilloso perfume de las hierbas frescas, y recorrió con la mirada los puestos de tulipanes rojos y amarillos y las mesas repletas de cebollinos, espárragos, acederas, cebolletas y champiñones. Un poco más adelante divisó las tiesas lechugas de primavera, las romanas, y espinacas, y también lo que se conocía con el nombre de merlot, con sus increíbles bordes rizados rojos y sus nervios verdes brillantes. Sintió el antojo de masticar unas zanahorias baby, y se imaginó escaldándolas ligeramente y untándoles un poco de mantequilla con perejil. ¡Mmm…!
Quería pasearse entre la gente en tanto imaginaba los ingredientes de una sopa de verduras de inicio de temporada y saborear una taza de té mientras observaba las idas y venidas en el mercado de hortalizas.
Oliver había ido preparado, con varias bolsas de lona natural en las que podrían cargar sus preciados bienes. Le dio una a Gus y otra a Carmen.
—Todos iguales —dijo alegremente.
Gus se percató, de manera casi inconsciente, de que los clientes de aquella mañana de sábado se volvían a mirar al trío. Era algo a lo que había llegado a acostumbrarse hacía tiempo, al personaje público que era Gus Simpson. Había momentos en que su otra vida parecía un sueño que hubiese tenido un día y que este mundo, esta profesión, fuese lo único que hubiese conocido. No todo el mundo la reconocía (no era una estrella de cine, por amor de Dios), pero la cantidad de transeúntes que se fijaban en ella hacía que los demás se volviesen y arrugasen la frente, tratando de entender de qué les resultaba tan familiar ese rostro. ¿Era una antigua compañera del instituto? No, espera, era igualita a…
—¡Gus Simpson! —oyó que gritaba una mujer a su espalda—. ¿A que es guapísima? En su fuero interno, aquel comentario la llenó de alegría y dedicó una significativa mirada a Carmen, deseosa de que lo hubiera oído. Entonces un horrible pensamiento se le cruzó por la mente: ¿y si esas palabras estuviesen dirigidas a ensalzar el tipazo de su compañera de programa?
—Bueno, ya estamos aquí —dijo Carmen, interrumpiendo las reflexiones de Gus—. Hace un frío que pela para estar a finales de abril.
Sin paciencia ni ganas de prestar oídos a la ex Miss, Gus hizo lo mejor que sabía hacer: tomar decisiones.
—Dividámonos, hagamos las compras por separado, podemos encontrarnos en un banco dentro de veinte minutos para comparar nuestras adquisiciones —propuso. El móvil de Carmen sonó y ella fingió no haberlo oído. Continuó hablando—: Porter no quería decir que tuviésemos que ir pegados todo el rato los tres.
—¿Sincronizamos los relojes? —preguntó Oliver con una amplia sonrisa. Cuando sonreía, se le formaban arruguitas alrededor de la boca, arrugas simpáticas. Sonreía bien, pensó Gus. Carmen se alejó unos pasos del grupo para hablar por su móvil.
—No te estarás burlando de mí, ¿verdad? —preguntó.
—No —respondió Oliver. Se quedó plantado donde estaba, tranquilo y aún sonriente—. Pero podría ir contigo y llevarte las cosas.
¿Era un comentario acerca de su edad? (Oyó la voz de Hannah en su cabeza: «¡Eres la única que está obsesionada con lo mayor que eres!») ¿O a lo mejor Oliver era el último auténtico caballero de la ciudad de Nueva York? No era fácil saberlo.
Hacía mucho tiempo que no salía a hacer trabajo de campo y, además de no sentirse preparada, se veía excesivamente arreglada con su chaqueta de cachemira azul, los elegantes pantalones de tela de gabardina en gris marengo y la gabardina gris doblada sobre un brazo. Oliver, por el contrario, llevaba una gorra de béisbol en la cabeza rapada, vaqueros, un polo verde y cazadora de piel. Carmen llevaba un vestido largo tipo túnica en color turquesa y unos leggings. Se había recogido el pelo con un pasador en un moño informal y se había maquillado diestramente para tener un aspecto natural. Era buena, tuvo que admitir Gus. Resultaba imposible distinguir la zona de su cuello en la que terminaba la crema de base.
—Me encantaría saber cuáles son tus verduras favoritas —insistió Oliver—. Apuesto a que son los espárragos. Por aquello de «Gus, espárragus».
—Mis hijas solían gastarme esa broma cuando eran pequeñas.
—Tienes críos —comentó Oliver—. Tu casa debe de ser un bullicio.
Gus le miró sin entender nada.
—Me temo que ya hace mucho que se independizaron.
—¿Están en la universidad?
—No, no, ya terminaron. Trabajan y todo. —¿Quién era capaz de dejar de pensar en la edad con aquel sujeto dando la murga?
—¿Fuiste madre adolescente…? —preguntó Oliver, pero entonces levantó una mano en gesto de disculpa—. Perdona; tengo la tendencia a soltar lo primero que se me pasa por la cabeza.
—No fui madre soltera —dijo ella, retándole sin palabras a que le preguntase cuántos años tenía.
—¿Sabes?, tú realmente no pareces una Gus.
—¿Qué quiere decir eso? —preguntó, evidentemente molesta.
—Es sólo que es un nombre muy informal, y tú pareces una persona muy formal —respondió él—. Eres diferente en ese sentido.
Justo en ese momento Carmen se acercó a ellos.
—Oíd, ha pasado una cosa —empezó, y se metió el móvil en el bolso—. Tengo que irme.
—No te puedes ir sin más ni más —dijo Gus, dejando patente su desacuerdo—. Esto es una actividad obligatoria. Lo ha dicho Porter.
—Está todo bien, Gus —repuso Carmen—. Ya lo he hablado con el de arriba.
Sus palabras tardaron unos segundos en calar.
—Estabas hablando con Alan. —No lo había formulado como una pregunta—. Alan acaba de llamarte.
—Se me había olvidado que le había prometido ir con él a tomar un brunch. Ya sabéis. —Carmen dobló la bolsa de loneta que Oliver le había dado y se la puso en la mano—. Que te cuente Oliver, él sabe lo olvidadiza que soy. Soy como… ¿cómo decirlo? Un profesor distraído.
—No me parece apropiado —insistió Gus—. Habíamos quedado en que haríamos la compra los tres juntos hoy; no me parece nada profesional que te largues.
Tenía verdadera obsesión con las reglas, con cumplir lo exigido y hacer lo que se esperaba de ella. Era la única forma que había tenido de salir adelante en la vida.
—Mira, no es nada personal —dijo Carmen encogiéndose de hombros—. Tengo que irme. Os veré luego en el estudio. —Y se marchó mientras Gus se quedaba tartamudeando. Era peor que si te dejasen plantada; como si te abandonaran en mitad de la cita.
—Aún me tienes a mí —dijo Oliver, como leyéndole el pensamiento—. Venga, vamos a hacer la compra.
—Es inaguantable —se quejó ella, con la vista todavía al frente, como si pudiese ver a Carmen alejándose de allí.
—¿Qué tal unos guisantes de primavera? —preguntó él en un intento no precisamente sutil por cambiar de tema.
—Aborrezco los guisantes.
—Un buen chef no puede aborrecer ninguna verdura —dijo él, haciendo caso omiso adrede de su cara de perro.
—Yo no soy un chef, Oliver. Soy presentadora de televisión. Puedo aborrecer lo que me dé la gana. Sólo que no lo puedo decir en público.
—Oh, me gustaría plantearte un desafío. Voy a comprar unos guisantes de primavera y prepararte una receta que te va a encantar.
—No pienso probar ni media cucharada —replicó ella. Pero ya no estaba arrugando la frente. Respiró hondo para tratar de limpiar todo rastro de Carmen de sus pulmones. Cerca de ellos una joven madre tiraba de sus dos hijas con sendos jerséis rosa y naranja; una de las niñas, la más pequeña, estaba evidentemente disgustada. Gus tuvo una sensación de déjà—vu.
—En realidad, a mí tampoco me gusta todo —dijo Oliver en tono de conspirador, y echó a andar hacia los puestos del mercado, deseando que Gus no se quedara rezagada—. Me opongo al foie gras por razones éticas. Por muy rico que sepa.
Se daba cuenta de que ella no le estaba prestando atención. Tenía la mirada fija en la muchedumbre.