Read Amigas entre fogones Online
Authors: Kate Jacobs
Dejó el cuchillo en la mesa y levantó la vista para localizar a su madre. Se había pasado gran parte de la tarde fingiendo buscar cosas en la despensa, y Aimee, que conocía bien su afición a hacer de celestina, recelaba sobre lo que realmente estaba pasando allí. Salió de la cocina del plato y dio una vuelta para tratar de encontrarla.
—Cuánto rato sin aparecer por el estudio, ¿eh, mamá? —le dijo en tono interrogativo—. Se diría que no quieres estar con nosotros.
—Aimee, vaya susto me has dado —dijo Gus, que andaba buscando una lata de tomate con deliberada concentración.
—¿Necesitas tomates?
—No, ¿por?
Aimee señaló la mano de su madre. Gus bajó la vista.
—Oh, sólo estaba… leyendo la etiqueta para saber cuáles eran los ingredientes —dijo—. Puede darnos alguna idea.
—Estoy segura, mamá —replicó Aimee—. Contiene tomates.
—¿Te estás divirtiendo con Oliver? —preguntó Gus—. Es muy guapo. Y gracioso.
—Entonces, sal con él.
—No hace falta ponerse a decir disparates. —Su hija sabía perfectamente que no había vuelto a salir con nadie desde la muerte de Christopher. Siempre era demasiado pronto, o estaba demasiado liada, o le daba demasiado miedo. Un asunto demasiado fácil de evitar, en definitiva. Aun sintiéndose sola en ocasiones, Gus creía que permanecer soltera era mejor para sus hijas. Para ella misma.
—¿De qué va esto, mamá? ¿Tienes esperanzas de celebrar una boda doble?
—Si te refieres a ese tal Billy, no. —Gus volvió a dejar los tomates en la balda—. La semana pasada te dejé unos cuantos mensajes y no me has respondido. Quiero hablar contigo sobre ese chico.
—Avance de titulares, mamá —dijo Aimee—. Sabrina es la que está prometida. No yo.
Se había pasado una hora aproximadamente con Billy una noche, mientras el pobre esperaba (y esperaba y esperaba) aque Sabrina terminara de cambiarse de ropa una y otra vez. No parecía en absoluto afectado por las ocurrencias de su hermana, se había puesto a leer el periódico, habían charlado sobre las elecciones a las cámaras de representantes en el ecuador del mandato presidencial e incluso se había ofrecido a bajar a por café, sin dejar de alabar cada conjunto con el que Sabrina aparecía y luego desfilaba. No es que se hubiese convertido en el mejor amigo de Aimee ni nada por el estilo, pero tampoco le había parecido que fuese tan mal tío.
—En primer lugar, ya lo sé. En segundo lugar, no me hables en ese tono —dijo Gus—. No hace falta que seas tan quisquillosa siempre. —Se inclinó hacia su hija y le susurró—: Ayúdame a conseguir que Sabrina vuelva con Troy-Mamá, es su vida. Tú no tienes que dirigirla. ¿Por qué siempre tienes que… que…? —Aimee hizo el gesto de retorcer el pescuezo a alguien con las manos.
—Sólo estoy tratando de ayudar. Tu hermana consume novios como un hombre sediento bebe agua.
—Pues deja que ella sola se dé cuenta.
—No se me ocurre nada peor —dijo Gus—. ¿Sabes cuál es mi miedo? Que Sabrina me llame un día desde la carretera, habiendo dejado atrás a un marido y a un par de bebés, porque ha decidido encontrarse a sí misma.
—Eso no va a ocurrir, mamá. No se ha casado nunca con ninguno de esos tíos.
—Pero un día se dejará de miedos e inseguridades y, entonces, ¿qué?
—Entonces me quedo el piso para mí sola.
—No dices más que ridiculeces. Tenemos que hacer pina y tomarnos esto en serio.
—¡Si sólo tiene veinticinco años! —exclamó Aimee—. Aún tiene que salir con unos cuantos novios más antes de tomarse las cosas en serio.
—Tú sabes cómo es. Sabrina siempre ha necesitado a alguien, y yo creo que Troy es el hombre más adecuado para ella. Tú eres diferente. Tú estás bien sola. Como yo.
Aimee puso los ojos en blanco.
—La chica más dura del universo —dijo—. Mira, no he venido aquí a hablar de mi hermana ni a esconderme en la despensa. Pensé que por lo menos me ibais a dar un poco de sopa.
—Esto es importante, Aimee. Necesito que me ayudes.
—¿Qué quieres que haga, mamá? —la miró fijamente.
—Sabrina no responde a mis mensajes.
—Ah, creía que era a mí a quien habías estado llamando más de lo habitual —dijo Aimee en voz muy baja. Gus no dio muestras de haber oído lo que había dicho.
—¿Es que Troy no era bueno? —preguntó.
—Sí, pero no es una especie de salvador. Nadie es perfecto.
—Exactamente —dijo Gus—. Es de carne y hueso. Y a mí me parece que realmente se preocupa por tu hermana.
—A lo mejor. Pero la verdad es que a ti te gusta más que esos otros musculitos que ha estado trayendo a casa últimamente.
—Ninguna de las dos sabe lo que es que las cosas se tuerzan. Nunca habéis tenido que pagar por vuestros errores.
—Entonces déjanos que cometamos alguno —dijo Aimee—. Te pones tan pesada cuando no hacemos lo que quieres que hagamos.
—No sabéis lo que es tener que luchar. —Gus estaba empezando a enfadarse; las mejillas se le habían puesto coloradas—. Lo he dado todo por vosotras dos.
—Puede que nosotras no hayamos tenido que luchar como tú —dijo Aimee en voz queda—, pero también hemos tenido nuestra propia lucha.
—Eh, chicas Simpson —dijo Oliver asomando la cabeza por la puerta de la despensa—. Hay que preparar la sopa.
—¿Y no puedes empezar a hacerla tú?
—Estaba en ello, pero me sentía solo ahí fuera. Salid a echarme una mano.
Gus le lanzó una mirada acerada.
—O sea: salid y dejadme que os eche una mano —dijo Oliver, enseñando todos los dientes.
Gus empezó a andar en dirección al fogón.
—¿Oliver? —dijo Aimee tirándole ligeramente de la manga—. Nos has oído discutir, ¿verdad?
—Un productor culinario nunca dice nada —respondió—. Además, Carmen acaba de llamarme al móvil para decirme que no va a poder venir hoy. Imagino que a tu madre no le queda ya ni una pizca de paciencia… y yo tenía la esperanza de poder hablar un poco sobre nuestra próxima emisión en directo.
Ocho días después, el equipo al completo se encontraba reunido en la cocina de Gus: Oliver, con chaqueta morada de cocinero; Carmen, con vestido de vuelo color arándano; Sabrina, con un conjunto de suéter y falda en verde salvia; Aimee, con una blusa blanca almidonada y pantalones holgados de color negro carbón, y Troy, con camisa azul oscuro y una chapa enorme en la que se leía «Sabrina era mi novia» en letras rojas. No estaba mal, pensó Porter, tratándose de un equipo que se resistía a recibir indicaciones sobre su atuendo.
El grupo se había sentado entre las cámaras —para gran disgusto del equipo técnico— mientras esperaban a Gus, que estaba arriba con Hannah, aparentemente preparándose. Porter repasaba la planificación de la hora siguiente, en absoluto preocupado porque Gus no hubiese bajado. Nunca, en todos los años que llevaban trabajando juntos, le había dejado en la estacada y dudaba de que fuese a empezar a hacerlo ahora.
En la planta de arriba, justo encima de la cocina, sentada en el borde del asiento con cojines de la ventana en saliente del dormitorio principal, Gus aguardaba junto a Hannah, con cuidado de no arrugarse la blusa de seda verde esmeralda y los pantalones oscuros de pernera ancha, o de no despeinarse la melena que con mano experta y secador se había peinado dándole forma con las puntas hacia dentro, su marca de la casa. Hannah, con chándal gris de felpa, se había tirado sobre la cama. No quería unirse a los demás.
—Pasarías más inadvertida si no fueses vestida de deportista —señaló Gus—. Prueba a ponerte una falda o algo así.
—¿Quizá una faldita blanca corta, eh? —dijo Hannah, y cogió una almohada para hacer como si se asfixiase con ella—. Lo mejor sería que no saliese en la tele, y punto.
—Sé que te encanta el fletan. —Gus estaba recurriendo a su tono meloso—. Además, el menú de hoy es fácil: fletan con calabacín, guiso de judías verdes y patatas y sangría blanca.
A Gus le encantaba hablar de comida. Por la noche, si no podía dormir, leía libros de recetas en voz alta para sí misma hasta que se relajaba.
—¿Sangría? Pero ¿eso no es español? —La voz de Hannah se oía amortiguada por la almohada que tenía sobre la cabeza—. ¿Como Carmen?
—En contra de lo que se dice por ahí, a mí me encanta la comida española —respondió Gus—. Tengo tiranteces con Carmen, pero eso no quiere decir que no pueda ceder un poco de vez en cuando. Hoy vamos a utilizar anchoas importadas de Santoña y pimentón picante.
—¿Anchoas? Odio las anchoas.
—La gente siempre suele decir eso. —Se acercó para quitar la almohada de la cara de Hannah—. Y luego, cuando las comen, ni siquiera saben lo que están saboreando. Todo es cuestión de probar antes de decidir que algo no te gusta.
—¿Seguimos hablando todavía de comida?
—Si no quieres salir en el programa, por mí bien —dijo Gus—. Pero yo preferiría que estuvieras.
—No sé qué hacer, ése es el problema. No te puedes imaginar las ganas que tengo de irme a mi casa y de ponerme el pijama. Pero odio claudicar.
Su amiga puso una expresión extraña.
—¿Qué?
—Es sólo que… Nada —dijo Gus.
—Odio renunciar a las cosas —siguió diciendo Hannah—. ¿Sabes lo que decía siempre mi padre? «Si renuncias una vez, renunciarás siempre.»
—Te pasas todo el día en casa. Todas las noches en casa. Estás en casa siempre. ¿Y me hablas de tu padre? No me cuentes cuentos.
Hannah se incorporó un poco y se apoyó en un codo.
—Oh, esconderse no es lo mismo que renunciar —le explicó—. Pensé que eso lo entendías.
—Bueno, ¡es un modo de vida bastante peculiar!
—Popular entre las monjas de clausura, los ermitaños y los astros del deporte caídos en desgracia del mundo entero.
—No puedes permitir que el pasado dicte cómo ha de ser tu futuro.
—Es lo que se llama instinto de conservación. —Hannah lucía un semblante serio—. ¿Crees que alguien me reconocerá?
Gus se planteó la opción de responder con una mentirijilla, pero sólo por un instante.
—Sí —respondió—. Yo misma supe quién eras el día que te conocí —añadió—. ¿Sabes?, no has cambiado tanto en quince años. En su momento tu cara ocupaba carteles enteros de publicidad en Times Square.
—¡Aquella sopa! —exclamó Hannah—. Sopa de verduras para un plus de energía. Con esos anuncios me pagué la casa de la cochera.
—¿Alguna vez la probaste? Siempre he querido saberlo.
—¡Claro! Pensaba que habría sido poco ético promocionar un producto sin haberlo probado. —Sintió que se le hacía un nudo en el estómago, como cada vez que salía a colación el tema de su caída en desgracia.
—Oh, Hannah —dijo Gus—. Eso hace que todo lo que pasó después resulte aún más ridículo.
—Lo sé —dijo ella—. Pero lo hice por mi padre, supongo.
—Es curioso, lo que hacemos por nuestros padres.
—O lo que nuestros padres nos piden que hagamos por ellos —dijo Hannah. Había rodado por la cama y había cogido otra almohada, y la tenía presionada contra el abdomen. A veces, cuando se sentía presa de sus miedos, intentaba espachurrarlos así. A veces le daba resultado—. Estoy asustada.
—Desde luego que lo estás.
—No quiero echar a perder tu programa, Gus —dijo—. ¿Qué pasará cuando alguien llame a Canal Cocina para preguntar si ésa que sale contigo «es realmente quien parece ser»?
—Pues le diremos que eres mi mejor amiga, además de una persona maravillosa —insistió Gus—. Todos cometemos errores.
—Tú no.
—Oh, Hannah. Tú, precisamente, sabes con cuánta frecuencia meto la pata. Lo que ocurre es que siempre trato de destacar las cosas que sí hago bien.
Gus observó a la delgada mujer del chándal gris que estaba sentada en su cama, con la frente arrugada y perlada de un leve sudor.
—Oh, échate para allá —dijo, y se lanzó a la cama para tumbarse al lado de su amiga, sin importarle que la melenita redondeada pudiese aplastársele.
—Gracias por no abrazarme —dijo Hannah sorbiendo ligeramente por la nariz—. No soporto que me abracen.
—No te preocupes por lo del programa. Me pondré un chaleco de teflón para no notar cuando Carmen me clave sus cuchillos en la espalda.
—De Kevlar, no de teflón. Es el material de los chalecos antibalas. Lo sé porque tuve que llevar uno durante un tiempo.
—Algunos aficionados se toman el tenis muy en serio.
—Sí. —A Hannah se le llenaron los ojos de lágrimas. A veces se sentía como un auténtico bicho raro, y el temor a ser juzgada por los demás hacía que se quedara petrificada—. La gente es reacia a perdonar cuando le haces añicos sus ilusiones —añadió—. Sé que tú sabes lo que representa que la gente espere tanto de ti. La verdad es que es un coñazo.
—El éxito profesional no siempre hace que la vida resulte más fácil —reconoció Gus—. Puede conllevar complicaciones inesperadas.
—Lo que cuenta es lo personal —dijo Hannah—. Pero parece demasiado fácil para ser verdad.
Gus sabía muy bien que nunca se desvanecían del todo las dudas y las inseguridades, por muchos programas que presentase o por muchos libros de recetas que escribiese. Y ninguna cantidad de ceros en su cuenta bancaria podría devolverle a Christopher.
—De todos modos, voy a robarte un abrazo —dijo, y se inclinó un segundo hacia su amiga para abrazarla—. Era para mí, no para ti.
—Abajo deben de estar subiéndose por las paredes, preguntándose por qué sigues aquí arriba —dijo Hannah sonándose la nariz—. Porter estará mirando su reloj de pulsera y tamborileando en su sujetapapeles.
—Estaré a tiempo. Nunca le he fallado.
—El personaje que creamos puede convertirse en una poderosa trampa. Puede adueñarse de ti.
—Sé quién soy.
—No se trata de saberlo. Se trata de acordarse de serlo.
—Entonces, ¿cuál es el veredicto? —preguntó Gus.
Hannah se quitó la goma del pelo con la que se sujetaba la coleta, se recogió en alto la melena pelirroja y volvió a ponerse la goma. Siempre que estaba nerviosa, se ponía a jugar con su pelo, un hábito que le había quedado de cuando era más joven.
—Gus Simpson, eres una mujer auténtica y mi única amiga —dijo—. El resto del mundo me ha abandonado, pero no perdonado.
—La única persona que tiene que perdonarte eres tú misma.
—¡Y tal vez también la chica alemana que se cayó por las escaleras en Wimbledon!
—De acuerdo. Se me había pasado ese pequeño detalle.