Read Amigas entre fogones Online
Authors: Kate Jacobs
—Oh, no —respondió Gary—. Esto no es una discusión contractual. Aquí no hay negociación que valga.
—¿Y qué pasa si no se tira? —Sabrina estaba ansiosa por salir ya de la sala. Billy había llamado; se había molestado cuando ella le mencionó que Troy se encontraba en el complejo turístico con ellos. Billy casi nunca se enfadaba (tenía que reconocérselo), pero se había quedado muy apenado porque ella no se mostró especialmente comunicativa.
—Que nadie se mueve de aquí hasta que Carmen se tire —dijo Gary.
—No hay derecho —protestó Hannah—. No se va a tirar en la vida. Le da miedo despeinarse.
Carmen pensó que nunca en toda su vida había sucumbido al miedo. Y no iba a ser ésta la primera vez.
—Madre mía —gimoteó en español, tapándose las orejas con las manos. No quería oír el golpetazo que se iba a dar cuando se estampase contra el suelo—. Llamad al quiropráctico, al médico… —chilló mientras se metía bocanadas de aire en los pulmones y recurría a la última pizca de disciplina y valentía que había experimentado en su vida (sus primeros dubitativos pasos en una pasarela, la llamada a la oficina de admisiones de la escuela de cocina, aquel abrumador instante en que entró en la casa solariega de Gus y creyó que se le iba a salir el corazón por la boca) y simplemente se dejó caer.
Se había esperado un roce del aire en la mejilla, un silbido. Pero, en lugar de eso, se produjo un instante de bendita nada. Un brevísimo intervalo de tiempo, a decir verdad, en el que parecía hallarse salvaje y fantásticamente fuera de control, sabiendo que había ido demasiado lejos como para poder dar marcha atrás. Ay, Dios mío, dijo para sí en español, y fue lo más parecido que había dicho en años a una plegaria.
Entonces notó que Porter y Gus la sujetaban entre los dos, y sus cuerpos le parecieron fuertes alrededor del suyo, pese a descender también un poco con ella por el impulso de su caída, para levantarla hasta la vertical a continuación. El alivio y la adrenalina le recorrieron todo el cuerpo, con un cosquilleo y una sensación de… poder. Casi le resultó mejor que una sesión de sexo.
—¡Genial! —exclamó también en español, y echó a correr alrededor del grupo, zarandeando a todo el que tenía al alcance de la mano—. ¡Lo he hecho! —Lanzó los brazos al techo como si acabasen de concederle un galardón James Beard—. ¡Yo, yo, yo! —Y añadió a voz en grito, en dirección a Alan—: ¿Has… visto… eso? ¡Soy genial!
Porter ciñó la cintura de Gus con un brazo y la estrechó hacia sí.
—Bien hecho, señora —dijo. Ella estaba encantada y extrañamente eufórica también, y sorprendida sobre todo por la grata sensación de ver a Carmen tan contenta. Eso sí que no se lo había esperado.
Gary se secaba las lágrimas del rostro.
—Me habéis llegado a lo más hondo, pandilla —dijo—. ¿Alguien quiere un abrazo de grupo?
—No, no, no —se opuso Troy, apartándose del pelirrojo, que le miraba henchido.
—Vale, Troy —replicó él—. Te toca. Tienes que dejarte caer en los brazos de Sabrina y de Hannah. Cuando quieras.
—Hannah me va a dejar caer porque le di una paliza en el lago —dijo él sonriendo—. Va a depender de ti que me salve. —Clavó la mirada en Sabrina—. Cuento contigo.
Ella asintió y se remetió el pelo por detrás de las orejas. Hannah plegó las rodillas y dio unos saltitos sobre los talones, como si estuviese esperando un servicio.
—Adelante, señor —dijo mientras Troy cruzaba los brazos sobre el pecho al estilo de las momias egipcias. Cerró los ojos con fuerza y se dejó caer hacia atrás, con las piernas bien estiradas para no ceder al impulso de poner un pie atrás para detener el descenso. El estómago se le subió a la garganta al notar que empezaba a coger velocidad, pero se mantuvo firme, confiado.
Tenía una gran fe en Sabrina. Siempre la había tenido.
Aquello estaba sucediendo antes de que ella estuviera preparada: los brazos de Sabrina querían apartarse rápidamente; notaba que por dentro le daban como sacudidas. ¡Patapúm! Troy caería limpiamente al suelo. ¿Lloraría? No lo sabía. Pero el deseo de no cogerle era abrumador. Nadie me ha preguntado si quiero hacer esto —pensó—. Nunca he dicho que debas confiar en mí. Su cuerpo estaba ya en otra dirección antes siquiera de darse cuenta de que se estaba desplazando a un lado, hacia Hannah, y de que le propinaba un empellón para hacerla tambalearse.
—¡No! —Era la voz de Hannah; Troy la oyó perfectamente en su oído en el mismo instante en que un dolor ardiente le recorría los hombros y la cabeza.
—¡Maldita sea! —bramó Gary, corriendo hacia él—. Nunca me había pasado esto antes.
Gus estaba ya a su lado, cogiéndole amorosamente la cabeza en el regazo y angustiada por él.
—¿Estás bien, muchacho? —preguntó Porter, que apareció borroso en su campo de visión.
Troy les hizo un gesto moviendo una mano, gimió y rodó para ponerse de costado.
—Creo que podemos dar por terminado el día —dijo el productor ejecutivo.
Gary no se opuso. Y Gus, aún muy preocupada por Troy y sumamente alarmada por el comportamiento de Sabrina, se sintió también bastante agradecida por que el juego hubiese terminado. Nunca habría sido capaz de dejarse caer hacia atrás con los ojos cerrados. Había aprendido la lección con los acontecimientos del día.
No pensaba confiar nunca más en nadie.
Apenas tres horas después, Sabrina llamó a la puerta de la habitación de Troy. Pensó que, dado que la luz seguía encendida, su visita no le despertaría. Notó sus pasos al acercarse a la puerta y percibió que la mirilla se oscurecía cuando miró por ella.
—¿Vienes a envenenarme o algo así? —le preguntó sin abrir.
—Déjame entrar —dijo Sabrina—. Quiero pedirte disculpas.
Troy asomó la cabeza al pasillo.
—Creo que tengo conmoción cerebral. He de permanecer despierto las próximas horas.
—¿Estás solo?
—No —respondió él.
—No, en serio —dijo Sabrina, tratando de alargar el cuello para echar un vistazo a la habitación—. ¿Puedo pasar?
—No —respondió él.
—Sólo quiero hablar —insistió ella tratando de engatusarle—. Creo que estoy confundida.
—¡No me digas! —dijo él antes de cerrar la puerta. Vaciló unos segundos y entonces, conteniendo la respiración, echó el pestillo.
Sabrina vagó por los corredores un buen rato, yendo y viniendo por los enmoquetados pasillos hasta que se dejó caer en un banco que había junto a la batería de ascensores. Y sonrió sin mucho ánimo a las felices parejitas que acertaban a pasar por delante de ella haciéndose carantoñas.
Resultaba bastante grosero, de hecho, mirar cómo se besuqueaban. Ver a los demás babosearse mutuamente.
Le habría venido bien poder hablar con Troy. La había sorprendido que no la hubiera dejado pasar. Y la había mentido, además. Al decirle que no estaba solo.
Para que veas. Te crees que conoces a una persona y descubres que en realidad no la conoces. Para nada.
Volver a su habitación no era una opción. Seguro que Billy había estado llamándola allí. Además, en la habitación también tenía el móvil, aunque lo había apagado hacía horas. No era muy probable que a su prometido le hiciese mucha gracia que le respondiese siempre el buzón de voz. Él solía decir que lo más importante en una relación era el respeto mutuo, y no cabía duda de que tenía que estar notando que no se le estaba tratando precisamente con respeto. Así pues, lo mejor era evitarle.
Sabrina nunca había respondido bien cuando se le planteaban exigencias.
Pero tampoco es que deseara volver a su habitación. No había nadie allí.
Siempre le había costado dormir. Hasta donde le alcanzaba la memoria. Conciliar el sueño sí le resultaba fácil, pero al cabo de unas horas volvía a despertar y se encontraba sola. No soportaba esa sensación de estar despierta en plena noche.
Sólo podía ir a un sitio. Al mismo al que acudía siempre. Porque seguir las viejas costumbres le procuraba consuelo. Recorrió el pasillo parsimoniosamente, jugando al viejo juego del «Estoy bien» consigo misma. Las reglas del juego eran sencillas: sólo tenía que repetir esas palabras una y otra vez. En menos de un minuto había llegado a la habitación en la que, en el fondo, debería haber sabido que acabaría.
—Estoy bien —dijo en voz alta.
Su hermana, en camiseta y con la parte inferior de un pijama, abrió la puerta de golpe como si estuviese escrito en un guión. No dijo nada. Simplemente, retrocedió y se sentó delante de su mesa. Tenía varios papeles esparcidos alrededor del portátil y saltaba a la vista que había estado trabajando. Aimee volvió a concentrarse en la pantalla del ordenador sin dirigir ni una palabra a Sabrina.
—Estoy bien —repitió ésta, y se descalzó en dos patadas y se subió a gatas en la cama de su hermana—. Troy no quería hablar conmigo.
Aimee se encogió de hombros.
—No sé por qué lo hice —añadió—. ¿Estás con lo de mamá?
—Sí.
—¿Es grave?
—No pinta bien.
—Entonces supongo que no debería preguntarle por lo de mi boda —dijo Sabrina—. Aunque a lo mejor organizaría le ayuda a pensar en otra cosa.
Aimee no respondió. Al cabo de unos segundos de silencio, Sabrina encendió el televisor. Estaban dando el telediario de las once y, como no podía ser de otro modo, la tercera pieza de información estaba dedicado al gestor financiero que se había pasado años robando a todos sus famosísimos clientes.
—Igual deberíamos llamar a mamá —dijo Sabrina.
—Quería darse un baño y acostarse —le explicó Aimee—. Hablé con ella hace unas horas.
—Entiendo. Bien.
—Va siendo hora de que te ciñas a un presupuesto —dijo Aimee—. De que te aprietes un poco el cinturón.
—Vale. —Sabrina estaba acostumbrada a las críticas de su hermana.
—Lo digo en serio.
—¿Quieres que nos hagamos unas mascarillas de cara? Tengo las cosas en mi habitación.
—No.
—Vale, iré a por ellas. —Sabrina salió a toda prisa, pero giró el pestillo de la puerta para que no se cerrara tras ella—. Para que no tengas que levantarte otra vez —aclaró.
Aimee se la quedó mirando mientras salía. En cuestión de veinte minutos —lo sabía— su cara estaría totalmente cubierta de pasta de pepino. O Sabrina se pondría a leer en voz alta un cuestionario que habría encontrado en alguna revista, para ver si podían determinar cuál era el tipo ideal de hombre para Aimee. Era lo que hacían cuando tenían demasiadas cosas que decirse.
Sabrina empujó la puerta con la espalda.
—He traído gomina para el pelo —dijo—. Podemos conseguir un pelo brillante para estar esplendorosas.
—No me van los brillos —dijo Aimee. Se sabía la conversación de memoria. Habían sido años de práctica, años de Sabrina colándose, cuando se hacía de noche, al otro lado de la cinta adhesiva que dividía por la mitad el suelo del dormitorio compartido. «Vuelve a dormir», le había dicho Aimee de mal humor en aquel entonces, aun cuando se hacía a un lado para dejarle sitio. «No te puedes pasar toda la noche aquí.» Pero por supuesto que la dejaba: Sabrina era la niña pequeña. Y, luego, por la mañana, la arrastraba hasta su cama antes de que Gus abriese la puerta para despertarlas. «Buenos días, mami —decía—. Estamos bien. Estamos bien las dos.»
Aimee no apartó la vista de la pantalla mientras Sabrina revolvía en la maleta de su hermana.
—¿Tienes una camiseta de sobra? —preguntó, aun cuando ya la tenía en las manos—. Me he traído el pantalón del pijama.
Sabrina era exasperante, sin duda. Siempre reclamaba cosas, era una mimada y tenía la inquebrantable habilidad de meterse cu todo. A veces Aimee se sorprendía al pensar en el odio que podía llegar a tenerle, en la rabia que le entraba cuando Gus alababa la enésima indiscreción de su hermanita. Y, entonces, conigual intensidad, se preocupaba por cómo Sabrina daba un respingo, por cómo reaccionaba siempre ante sus sentimientos, sin pensar nunca las cosas. Simplemente le reía las gracias a cualquiera que fuese amable con ella.
De pequeñas, Aimee la había vigilado cual un halcón, mientras iba detrás de Gus cuando su madre hacía las compras en el centro comercial o en la tienda de alimentación. En aquel entonces, sospechaba que Sabrina podría distraerse sin más y seguir andando en otra dirección, y terminar perdiéndose o siendo raptada por algún desconocido. Desapareciendo y dejándolas a las dos con el corazón destrozado. ¿Y entonces qué?
—¿De verdad absorbo el oxígeno de las habitaciones? —preguntó Sabrina mientras abría varios tarros. Y Aimee sintió que la recorría una oleada de culpabilidad.
—Yo nunca he dicho eso —murmuró al tiempo que dejaba que le untara la fría loción verde sobre el cutis, dando gracias por tener una razón para no verse obligada a hablar.
—Sí que lo has dicho —repuso Sabrina—. Puede que tuvieras razón. ¿A quién le gusta eso?
Siguió hablando (sobre Billy, sobre Troy, sobre la discusión con su madre) mientras prodigaba cuidados de belleza a Aimee, cuyos cabellos estaban ya untados y recogidos dentro de un gorro de ducha, absorbiendo las proteínas y los nutrientes que supuestamente harían brillar su pelo castaño.
—¿Crees que es posible amar a un hombre y seguir deseando a otro? —preguntó Sabrina.
—Supongo que sí —respondió Aimee—. Pero tienes que dejar de comparar a los chicos. No siempre son intercambiables, ¿sabes?
—En gran parte, casi todo es igual al principio —dijo Sabrina—. Compartir la emoción de ir conociéndose. Sexo nuevo.
—Demasiada información —interrumpió Aimee—. Lo que no entiendo es por qué te aguantan.
—Billy dice que le gusto porque soy creativa y porque asumo riesgos —respondió Sabrina orgullosamente—. De hecho, me da siempre muchos ánimos.
—Bueno, no soy muy optimista sobre lo que le estás haciendo a mi pelo —dijo Aimee.
Sabrina hizo como si no la hubiese oído. Disfrutaba mimando a su hermana mayor con tratamientos de belleza para los que ella jamás sacaría tiempo para aplicárselos ella misma. Una vez, en secundaria, había transformado la cartera de Aimee prendiéndole lentejuelas doradas y naranjas. Mas su gesto no había sido apreciado.
—¿Tú no crees que soy adorable? —preguntó, y su hermana no pudo decir ni una palabra, pues tenía la cara tensa por la crema ya endurecida.
De todos modos, nunca le habría dado a su hermana una respuesta directa. Habría sido demasiado. En vez de eso, la habría reñido por sonsacar cumplidos. Ella lo sabía bien. Ser amable se parecía a veces demasiado a ser débil. Y Aimee había hecho grandes esfuerzos para ser una mujer dura.