Read Amigas entre fogones Online
Authors: Kate Jacobs
A veces resultaba difícil romper con los viejos hábitos. Y a veces no había respuestas sencillas.
Era evidente que Gus necesitaba un representante: a la vuelta de la escapada del fin de semana se había encontrado con que su teléfono echaba chispas. Había un montón de llamadas de periodistas ansiosos por conseguir jugosas declaraciones sobre cómo se sentía al haber sido víctima de un estafador. Apagó el sonido del teléfono, ignoró el constante parpadeo del piloto del visor de llamadas y fingió no encontrarse en casa. Y esa mañana ni siquiera se había tomado la molestia de encender el teléfono. Se enfundó unos pantalones de pinzas ya bien gastados y una camisa vaquera descolorida (su uniforme de jardinera, lo llamaba ella) y salió a disfrutar de tiempo de calidad en compañía de sus rosas, las cuales —pese a estar rodeadas de espinas— jamás se quejaban, no le replicaban y tampoco le llamaban a voces en público.
—Pero ¿cómo os sentiréis cuando ya no pueda comprar ese abono para rosas tan caro? —murmuró—. ¿Seguiréis queriéndome? —Cortó unas rosas, las llevó al fregadero para limpiarlas y se lavó las manos antes de cruzar el zaguán que precedía al salón, para elegir unos jarrones de su vitrina de porcelanas. Esa tarde dedicó más rato del necesario a escoger los recipientes, porque le agradaba la distracción y porque disfrutaba reflexionando sobre la historia que cada uno encerraba. Acababa de elegir el violetero de cristal tallado que había pertenecido a su bisabuela (que ya tenía pensado elegir desde el primer momento), cuando sonó el timbre de la puerta.
Miró la hora en el reloj de la pared: eran bien pasadas las cuatro. Eso quería decir que era plena jornada laboral para un neoyorquino, lo que dejaba fuera a la mayoría de sus amigos y parientes. Sus hijas jamás habrían llamado al timbre y Hannah más bien entraba por la verja que había entre los jardines y cruzaba por el patio. No era el día en que el chico de los periódicos pasaba a por su paga, y el vigilante del parquímetro no tenía que acudir a la puerta. Otro escritor en busca de una historia, pensó Gus. Qué extraño: cuando se concentraba en la lectura de un artículo, nunca había pensado en si la gente cuyas palabras aparecían citadas querían contarle su vida con pelos y señales al periodista o si éste tenía que rondar al personaje en cuestión y sonsacarle las palabras.
¡Ding dong! ¡Ding dong! ¡Ding dong! Santo cielo, pensó Gus. Estaba atrapada en el salón de su propia casa. Trató de echar un vistazo por la ventana para ver quién estaba ante la puerta de entrada, pero sólo logró atisbar una alta silueta. Y cuando el desconocido se giró hacia ella, Gus se agachó. Ay, Dios mío, estaba convirtiéndose en una Hannah, actuando exactamente igual que ella. No era de extrañar que su amiga hubiese vivido escondida todos esos años, pues la sensación de que alguien quiere darte caza resultaba abrumadora.
—¿Gus? ¿Estás ahí? —Podía oír una voz amortiguada al otro lado de la puerta—. Gus, soy Oliver. Déjame entrar.
Oliver. Sintió una oleada de alivio, seguida de una intensa dosis de irritación. ¿Exactamente qué estaba haciendo él ahí, en pleno día?
—Hola, Oliver —dijo al tiempo que abría la puerta de par en par—. Un hombre paciente no llama al timbre cuatro veces seguidas.
—Por supuesto que sí —dijo—. Llama y llama hasta que abren.
—Bueno, ¿y a qué debo esta sorpresa?
—He venido para ir a nadar —respondió él.
Gus se puso colorada.
—Pues no tengo bañador —dijo ella.
—Vale —respondió Oliver, y se detuvo unos segundos a pensar en lo que acababa de decir Gus. Se encogió de hombros—. Creo que necesitas un respiro, para dejar de pensar en todos tus problemas. Y evitar derrapar.
Ah, eso era lo que había dicho. Había venido para evitar que derrapase. Por supuesto. Nadie iba a darse un baño. De ninguna clase.
—Estoy bien, de verdad —dijo.
—¿Ni siquiera me vas a invitar a entrar en tu casa?
Azorada, dio un paso atrás para que Oliver pudiese pasar. Traía una caja de grandes dimensiones.
—¿Qué es eso?
—La cena —dijo—. Esta mañana preparé un poco de pasta fresca, luego salí a por una buena hogaza de pan crujiente y a por un kilo de mejillones frescos. Dos botellas de Fumé Blanc… y ya podemos darnos un banquete.
—Yo ya he comido —dijo Gus, cosa que no era en absoluto cierta. Casi no había probado bocado en el desayuno que le había preparado a Hannah y luego había cambiado el café por una serie interminable de tazas de té. Su amiga tenía una dieta a base de golosinas; la suya era a base de cafeína.
—Gus, son las cuatro y media de la tarde —repuso Oliver. De todos los neoyorquinos que conocía (y conocía a unos cuantos), ninguno cenaba antes de las ocho. Simplemente trabajaban hasta muy tarde.
Dejó la caja sobre la encimera que tan bien conocía de las emisiones en directo y empezó a sacar todo lo que había traído.
—No puedes colarte aquí sin más y ponerte a cocinar —dijo ella, que se empezó a poner muy nerviosa al ver a Oliver en su cocina, estando solos, sin nadie más alrededor. No había estado sola con un hombre desde… En fin, desde nunca.
—No me he colado —dijo—. Tú me has invitado a pasar.
—Pero fue por pura buena educación. No lo decía en serio. Creo que deberías irte. —Cogió un tomate que él acababa de dejar sobre una tabla de cortar y volvió a meterlo en la caja.
—Muy bien —dijo él—. Está bastante claro.
—No es el momento más adecuado, Oliver. No estoy… preparada para esta clase de historias.
—No se trata de que estés preparada —dijo él—, se trata de que estás huyendo. Está bien esperar al hombre adecuado, Augusta, pero seguirás teniendo que reconocerle cuando se presente delante de ti.
—¿Tú sabes cuántos años tengo? Podría ser tu… hermana mayor.
—No tengo ninguna hermana —respondió él—. Sólo dos hermanos.
—Ya sabes a qué me refiero —dijo ella, y guardó ahora un diente de ajo—. Soy mayor. Tú eres más joven.
—Básicamente estamos los dos en los cuarenta —dijo él—. ¿Qué diferencia hay?
Ella se sintió halagada y se planteó —tan sólo por un instante— dejarle pensar que su edad comenzaba por un cuatro.
—Tengo cincuenta años —dijo en tono neutro—. ¿Qué opinas de eso?
—Cincuenta está genial —se aventuró a responder él—. Es fantástico. Es un número, y ¿sabes qué? Que a Oliver Cooper le trae al fresco.
—Pero a mí no —dijo ella—. Es indecoroso.
—Gus, soy un hombre adulto. No soy un novato de la universidad que ha sentido un flechazo por su profesora. Tú eres la mujer con más clase y más estimulante que he conocido en… En fin, en mi vida.
Metió la mano en la caja para coger la de ella y, suavemente, forzarla a soltar el diente de ajo de sus dedos.
—Y nos encanta cocinar juntos —siguió—. No veo por qué hay que complicarlo más.
Insegura, Gus se desplazó hasta el otro lado de la isla de trabajo, interponiendo una barrera entre los dos.
—No sé —empezó a decir—. Para empezar, están las niñas.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo Oliver—. La niña que, tal vez, está a punto de casarse y la niña que está salvando la agricultura del planeta. Entiendo que el hecho de que tengas una cita realmente va a poner todo su mundo patas arriba.
—Y tengo que ocuparme de mi situación económica.
—Te oí cuando me dijiste que no tenías tiempo para una cita —dijo él—. Por eso pensé en traerte la cita a casa. Yo cocinaré y además limpiaré. Tú puedes sentarte en la mesa con tu ábaco.
—Ha sido un duro golpe, en serio —dijo ella—. ¿Quién sabe lo que pasará si no nos renuevan el programa?
—Preocuparse por adelantado no va a cambiar el resultado. —Oliver se acodó en la isla y se inclinó hacia ella. Bajó la voz hasta dejarla convertida apenas en un susurro—. Mira, yo leo los blogs de Canal Cocina. Sé que soy guapo. «Estoy como un tren», si se me permite la osadía de citar textualmente a una ciberfan chiflada de veintidós años.
Muy a su pesar, Gus se echó a reír.
—No te engaño —dijo él—. Imprimí las palabras de esa cría y las puse en la nevera. Me hace sentir bien cuando la abro para comerme un buen bocado de brie. Tú misma también tienes tu cohorte de admiradores, por cierto.
—Bueno, vale, haces la cena y ya está.
—Y me das un beso —dijo él—. Sólo un beso. Es lo único que pido. Luego me mandas a paseo y no volvemos a hablar del tema nunca más.
Era todo tan tonto, la verdad, pero qué bien se sentía… Recibiendo atenciones… Una cena no le haría daño a nadie.
—Vale —respondió ella—. Y ya está.
—Vamos a lo del beso ya —le urgió—. Así nos lo quitamos de encima. Y no tendremos que preocuparnos por si el aliento nos huele a mejillones. —Oliver rodeó rápidamente la isla para ponerse a su lado.
—De acuerdo —dijo Gus, que notó que le empezaba a faltar el aire. ¿Debía dejar los ojos abiertos o cerrados? ¿Debía echar la cabeza hacia atrás ya o esperar a que él tocase su cara con las manos?
Oliver se acercó a ella, muy despacio, y ella cerró los párpados. A duras penas conseguía estarse quieta; la anticipación era deliciosa y él olía tan bien…
Entonces le dio un besito en la mejilla. Deprisa. Con los labios secos, visto y no visto.
—¡Oh! —exclamó Gus, abriendo los ojos de golpe, con una mezcla de decepción y vergüenza apoderándose de ella—. Yo pensé que…
—Aja —dijo Oliver, y la estrechó rápidamente contra él, al tiempo que posaba sus labios sobre los de ella, apretándola suavemente hacia sí.
—Y otro más… y ya está —dijo sin apartar la boca—. Seguramente debí decirte que soy un negociador implacable.
Se le daba bien a Oliver tomarle el pelo. Y no es que a ella le importase realmente, por supuesto. Oliver se valió de su beso para compartir con ella una maravillosa cena de mejillones, una salida al cine el jueves para ver una película que prácticamente transcurría a oscuras todo el rato, una tarde de jardinería el lunes siguiente, un «viaje de estudio» al Instituto Culinario el miércoles y otra excursión al mercado de agricultores de Union Square el sábado.
—Estamos en junio —dijo Oliver—. Podemos encontrar un sinfín de arándanos de Nueva Jersey y, a lo mejor, hasta unas fresas. Si tenemos suerte.
—De acuerdo —dijo ella—. Esta noche es muy importante para mí.
Él asintió, como si fuese la primera vez que oía eso, cuando en realidad Gus llevaba días hablando de la llegada de Aimee y Sabrina. Había hablado en varias ocasiones con sus hijas desde la escapada de aquel fin de semana, pero había procurado ir con pies de plomo y sólo les había hecho preguntas cuando se lo permitían, pero sin querer insistir demasiado. Les había pedido a cada una por separado que fuesen a su casa y que se quedasen a dormir la noche antes del programa del domingo, que sería la primera emisión de Comer, beber y ser desde la salida al complejo turístico. Era su oportunidad de demostrar que de verdad podían trabajar todos juntos como un equipo y ofrecer un programa de cocina de calidad, en el que no reinara el caos. A Priya Patel, como ganadora del concurso, le habían encomendado que ayudase a elegir el menú y, en consideración a sus creencias personales, el programa entero iba a estar dedicado a recetas vegetarianas. Ni un ápice de marisco, cosa que Carmen no se había tomado muy bien.
Pero esa noche, la noche del sábado, Gus no tenía ni tiempo ni ganas para pensar en su programa de televisión. Sus dos hijas iban a presentarse en casa y tenían la oportunidad de inaugurar un nuevo comienzo.
Aimee y Sabrina llegaron por separado, cogiendo cada una un taxi desde la estación de tren con apenas unos minutos de diferencia la una de la otra. Sin saberlo, habían viajado en un vagón del mismo tren, y se quedaron algo contrariadas al descubrir la presencia de la otra.
—¿Sabe mamá que estás aquí? —preguntó Aimee cuando se encontraron en el escalón de la puerta principal de entrada a la casa solariega. Se había convencido a sí misma (aunque Gus no había dicho nada) de que su madre quería pasar unas horas a solas con ella, charlando de tú a tú.
—Ella y yo vamos a hablar de la boda —dijo Sabrina—. ¿Por qué estás tú aquí? —Tenía la impresión de que su madre quería hablar sobre los vestidos y las invitaciones, aunque en realidad Gus no había mencionado nada de eso.
Gus, que había oído los taxis acercándose por el largo sendero de acceso, abrió la puerta con un montón de cucharas en la mano; las dos chicas se acercaban hablando sin parar.
—¡Pero qué guapas estáis! —exclamó, aunque las dos iban con ropa muy informal. Aimee con un suéter blanco liso y vaqueros y Sabrina con una camisa ajustada color turquesa y unos piratas en tono chocolate. Gus, en cambio, se había puesto una blusa drapeada en tono plata que se ataba a un lado y una falda tubo hasta la rodilla en crepé verde claro y se había calzado un par de increíbles Jimmy Choo. Y esa misma tarde se había aplicado el secador al cabello, que acababa de teñirse de un tono un poco más claro que su habitual color caramelo.
—Qué guapa estás tú, mamá —dijeron Aimee y Sabrina al unísono cuando su madre retrocedió un paso en el vestíbulo para dejarlas pasar. La lámpara de araña del salón comedor estaba encendida, si bien con la luz tenue, y la mesa de palisandro se veía cubierta con el mantel bueno, sobre el que había cuatro servicios preparados, con la mejor vajilla y cristalería.
—Vaya, mamá, has tirado la casa por la ventana —dijo Sabrina mientras dejaba en el suelo el bolso de un asa, que traía cargado de revistas de novias. Y miró sin mucho entusiasmo el salón. Aimee dejó su bolsa de loneta cuidadosamente sobre la consola del vestíbulo, mirando todo sin pestañear.
—Pues claro —respondió Gus, que se dedicó a colocar una cuchara junto a cada plato—. Esta cena es muy importante. Quería que estuviese todo perfecto.
Aimee se sintió como si fuera a echarse a llorar de un momento a otro.
—¿Quién viene? —preguntó.
—Vosotras dos, por supuesto —respondió Gus—. Y ahora vayamos a la cocina. Hay una cosa que quiero enseñaros.
Pero allí no había nadie más, aparte de Salt y Pepper, haraganeando en los sillones del ventanal en saliente, uno roncando y el otro limpiándose las zarpas con absoluta entrega a la tarea. El olor a estofado de carne lo inundaba todo, intenso y aromático, y sobre el fogón borboteaba una cazuela. Patatas, seguramente.
—¿Qué os parece? —dijo Gus, mirándolas a la cara, expectante.