Read Amigas entre fogones Online
Authors: Kate Jacobs
Casi sin planearlo, sus reuniones habían dado paso a citas. (Bueno, sin que Sabrina lo planease, entendámonos, porque Troy había hecho lo indecible por sacarse de la manga razones para verse, había fingido sentir interés por las mesas de escritorio y por las moquetas, y se había empeñado en ir de compras con ella, tras lo cual siempre caía un café, una cena o una película.) Y, en poco tiempo, el joven americano de origen asiático, alto, de hombros anchos, procedente de Oregón, y la chica sonriente de ojos brillantes y melena negra, oriunda de Nueva York, se habían hecho inseparables. Troy aceptó humildemente, incluso con alegría, las pullas tan merecidas que le dedicaron los mismos colegas de los que se había burlado a lo largo de los años. Dejó que Sabrina vendiese en Investiga su sofá negro de piel y le extendió un cheque para que le redecorase su sobrevalorado apartamento del distrito de Meatpacking. Hizo lo posible por pasar tiempo en compañía de las Simpson, disfrutando de lánguidos domingos en casa de Gus, en Westchester, mientras ella preparaba una suntuosa cena de rosbif, y llegando a organizar —cualquier cosa con tal de agradarlas— una desventurada doble cita entre su socio y la hermana de Sabrina. En opinión de Troy, Aimee era la anti-Sabrina, siempre adusta y contrariada. Para su sorpresa, su socio salió con ella unas cuantas semanas, tras las cuales se dejaron de ver amistosamente. Desde luego, mira que había gente con gustos extraños.
Pero todo eso eran meros detalles en el afán de Troy por convertirse en alguien indispensable para Sabrina. Quería que lo necesitase. Pero, misteriosamente, además de por su carácter risueño y alegre, ella seguía siendo diferente a todas las chicas que había conocido hasta entonces. Por ejemplo, resultaba llamativo que ni se inmutase cuando él se retrasaba. Y podía tirarse todo un largo fin de semana con ella y luego no recibir respuesta a su mensaje electrónico de «Lo he pasado genial contigo» hasta el miércoles. Le sacaba de sus casillas.
Por supuesto, a su debido tiempo mantuvieron las charlas apropiadas (sólo los aspectos esenciales del historial sexual de cada uno, sin necesidad de entrar en pormenores ni en calificaciones) y Troy, tan convencido como estaba del vínculo especial y único que los unía, ni siquiera se había alarmado al enterarse de que Sabrina había estado prometida en matrimonio con más de uno en los tres años anteriores. Le pareció totalmente lógico que ella le dijese que aquellas relaciones no le habían convencido del todo y que había sido ella quien lo había dejado; totalmente lógico, por supuesto, porque era evidente que ella había estado esperando a Troy.
Por eso, a su modo de ver, no había recibido ninguna alerta previa el día en que Sabrina le había llamado desde casa de Gus para decirle que regresaría a la ciudad en tren y para preguntarle si se reuniría con ella en ese sitio de brunchs que tanto les gustaba. Y no entendió nada cuando ella le dijo que había pasado por su apartamento para recoger el cepillo de dientes de él y su ropa. Estaba como alelado cuando ella le tendió una bolsa de papel de Whole Foods, con sus camisas perfectamente dobladas unas encima de otras y su cepillo de dientes, envuelto en papel y colocado encima del montón de camisas. La bolsa emanaba aún un tenue olor a fruta. Entonces se lo dijo.
«Eres un chico genial, Troy. Seamos amigos.»
Y no dejó de sonreír en ningún momento.
Después de eso, Troy estuvo más que encantado de decir adiós a las Simpson en su totalidad. Nunca en sus treinta y cuatro años de vida le había plantado una chica. (En su opinión, Eleni Dicoupolous, del instituto, no contaba realmente.) No es que Troy hubiese sido un don Juán; había tenido unas cuantas novias muy agradables con las que había tenido una relación muy buena. Todas ellas habían seguido su curso, por así decirlo. Pero con Sabrina había sido completa e inspiradoramente diferente. De alguna manera, al fin cobraba cierto sentido la letra de todas esas estúpidas canciones tan populares.
Pero había un pequeñísimo y minúsculo problema técnico que entorpeció su empeño por cortar toda vinculación con Sabrina. Y era que Gus Simpson vio que una empresa que distribuía máquinas expendedoras de fruta fresca en aeropuertos, colegios, centros de trabajo, etcétera, era una idea brillante. Y unos meses antes de la ruptura, en los días en que él imaginaba que Sabrina se convertiría bien pronto en la señora Park, no le resultó nada insólito que Gus acudiese a él para comprarle una participación. A fin de cuentas, simplemente se trataba de invertir en el futuro de su hija, y ¿a qué empresario le vendría mal esa financiación extra y el aval de una popular presentadora del Canal Cocina?
Exactamente.
Ahora le tocaba aguantar las frecuentes llamadas de Gus preguntándole cosas, y justo en esos momentos ella se encontraba de camino para hacerle la enésima visita. Nunca habría esperado que se interesase tanto por saber cómo iba todo. Y no sólo en lo referente a su negocio.
Troy abrió el cajón inferior izquierdo y sacó una pelota de gomaespuma amarilla, una de las muchas que tenía guardadas en el escritorio. La lanzó con precisión hacia la otra punta del despacho y esperó hasta verla pasar por la pequeña red. En cuanto Sabrina hubo salido de escena, Troy se acercó a una tienda a la mañana siguiente y puso aros de baloncesto en cada despacho y una mesa de billar en la sala de juntas. De hecho, poniéndole un tablero de madera encima, servía como mesa de reuniones.
Siguió con la mirada la pelota de gomaespuma, que iniciaba ya su descenso… y aterrizaba justo encima de la melena cuidadosamente peinada de Gus Simpson.
—¡Huy!
—¡Oh, Gus, perdona! —Entonces Troy sonrió con picardía—. Eres una defensa estupenda. ¿Una partida a veintiuno?
Ella entró en el despacho, dejó el bolso, se quitó el abrigo de invierno y se sacudió de encima unos copos de nieve.
—No, gracias —dijo mirándole de arriba abajo. Permaneció de pie—. Te veo algo flaco.
—He estado trabajando mi tableta de abdominales, nada más.
—Pues las bolsas que veo debajo de tus ojos no transmiten precisamente esa imagen de cuerpo sano.
—He estado trabajando mucho.
—Deberías venir a cenar uno de estos días. ¿El domingo?
Troy se levantó, rodeó la mesa y apartó una silla. Ella finalmente tomó asiento.
—Por mí, iría, Gus, pero me da en la nariz que Sabrina podría estar invitada, igual que las dos veces anteriores.
—Oh, ya te dije que fue un error.
—Una vez, vale, es un error. Pero dos veces es estúpido… de mi parte.
—Bueno, son cosas de madre, Troy. Vosotros dos teníais algo especial.
El joven moreno cruzó los brazos y se inclinó hacia ella con la mandíbula apretada.
—No estoy de humor, Gus. Estamos optando a un contrato importante y no tengo tiempo para escuchar las historias disparatadas y estrambóticas de los amoríos de Sabrina Simpson.
—Pero, Troy, es que está saliendo con un chico que no le conviene para nada, un tal Billy…
—No es mi problema.
—Sí que lo es. Tú eres perfecto para Sabrina. ¡Y la quieres!
—Dejé de quererla el día que me dejó después de darme mis cosas metidas en una bolsa de papel.
Gus lo miró sobresaltada. Luego se echó a reír.
—Troy —dijo en voz queda—. Como actor eres pésimo. —Se lo quedó mirando unos segundos en silencio—. Bueno, ¿qué hay de esa cena? —preguntó.
—Que no.
Gus suspiró y levantó las manos en gesto de darse por vencida.
—Vale, ya basta por hoy —dijo—. En realidad, he venido a pedirte ayuda.
—¡Gus!
—No tiene nada que ver con Sabrina.
Él rodeó la mesa de nuevo para ir a sentarse en su sillón.
—De acuerdo entonces, estoy a tu disposición. ¿Qué necesitas?
—Que apliques tu cerebro de publicista en reinventar mi programa.
Troy lanzó un silbidito.
—Ahora soy empresario. Y usted, señora Simpson, es un icono de los programas de cocina.
—A punto de retirarme de antena si no hago «cosas frescas», según palabras de mi productor.
—Me estás tomando el pelo.
Mientras miraba fijamente a Troy, no había en el semblante de Gus ni rastro de la expresión risueña de su hija. Sólo arrugas de preocupación en su frente. Era evidente que la elegante señora que se encontraba en esos momentos en su despacho estaba muy, pero que muy preocupada.
Dejó escapar una bocanada rápida de aire y a continuación abrió un cajón del lateral derecho de la mesa de despacho —afortunadamente libre de pelotas de goma— y sacó un cuaderno vertical de hojas rayadas amarillas.
—Empecemos a soltar ideas. ¿Recetas rápidas?
—Ya lo hemos hecho.
—¿Ingredientes raros?
—Iron chef.
—Vale, vale, vale, a lo mejor no hace falta que seamos demasiado originales. Simplemente una nueva forma de presentación, un pequeño cambio dentro de lo que has estado haciendo —resopló Troy—. ¿Qué te parece un programa en directo, Gus?
—El de Emeril es en directo.
—Cierto. Y le ha dado resultado. Es un tío que utiliza un latiguillo que ha hecho famoso: «¡Tachan!».
—Ese era del Capitán Marvel. El de Emeril es «¡Bang!».
Troy hizo un gesto afirmativo con la cabeza mientras reflexionaba.
—¿Cuál es el tuyo?
Gus puso cara de desagrado.
—No tengo ninguno.
—Me parece que ya hemos despejado nuestra primera incógnita.
—¿O sea que piensas que los espectadores empezarán a elegir mi programa porque lo hago en directo y digo «¡Zas!» en vez de «Bang»?
El sacudió la cabeza.
—Eh, Gus, vas a tener que dejar de tomarte tan a pecho todo lo que digo. Nadie ha dicho que haya nada de malo en Gus Simpson como persona. La cuestión es Gus Simpson el personaje.
Ella le miró como si estuviera a punto de echarse a llorar.
—¡Pero si sólo soy yo misma!
Él sonrió.
—No, no es así. Das lo mejor de ti. Eres demasiado condenadamente perfecta.
—No estoy entendiendo lo que me quieres decir, Troy.
—Tenemos que subir la temperatura. Ponerte en un aprieto. Ver un pelo fuera de su sitio. Añadir un toque de novedad.
—¿Novedad? No me gusta la deriva de esta conversación.
—La gente se aburre de lo que ya está visto. Ocurre con el trabajo, ocurre con la tele. Piensa en lo que pasa con la clásica cancelación de la segunda temporada de una serie cómica. Y a riesgo de parecer querer mencionar a la menor y más cruel de tus hijas, pasa con las relaciones. Con los novios.
—O sea…
—O sea que vuelve a hablar con tu productor y dile que quieres un programa que se emita en directo.
—¡Pero yo no quiero un programa en directo!
—Y basta ya de chefs invitados preparando platos emperifollados. A no ser que tengan su propio reality y sus propios índices de audiencia.
—Perdona, ¿cómo dices?
—Te interesa contar con invitados picantes y platos frescos —musitó Troy—. O tal vez sea con invitados frescos y comida picante. Sí… ¡esa podía ser tu coletilla! ¡Cocinar con gusto! Platos picantes, invitados frescos. —Se puso a tomar notas en su cuaderno amarillo, con algún problema para conseguir que la bola de bolígrafo rodase.
—Eso no suena para nada propio de mi programa —insistió ella.
—Exacto. —Troy abrió y cerró rápidamente varios cajones de su mesa, buscando un boli antes de que el eslogan se le fuese de la cabeza. Sin pensar, metió la mano en el cajón inferior izquierdo y sacó una pelota naranja de goma.
—Eh —dijo—. ¿Qué opinas del baloncesto?
Gus cogió el mando de la tele y se sentó delante del televisor en su amplio salón familiar, acompañada por sus gatos Salt y Pepper. Nunca había visto un partido de baloncesto (ni había oído hablar del March Madness, el torneo final del baloncesto universitario) antes de aquella reunión de hacía unas semanas en el despacho de Troy. Bueno, igual sí tenía idea de la existencia de las ligas universitarias de baloncesto, del mismo modo que conocía el nombre de Kelly Clarkson sin haber visto nunca American Idol. (Lo suyo eran más los Beatles, quizá con una pizca de música disco de última hora.) Los detalles del mundo de los deportes, de la música pop flotaban en el ambiente de alguna manera, en forma de titulares en su navegador de Internet cuando abría la página del correo para ver si tenía mensajes o en las portadas de las revistas del quiosco en el que se detenía a echar una ojeada.
Lo curioso era que había estado plenamente preparada para escuchar cómo Porter se negaba en redondo a aceptar la idea de Troy. Había imaginado que le respondería: «¿Tú? ¿Y astros de la NBA elaborando platos de fiesta en vivo y en directo mientras os preparáis para ver juntos un partido de la liga universitaria? ¡Estás loca!».
En lugar de eso, Porter hizo una tienda de campaña con las manos y empezó a mover los dedos, haciéndolos entrechocar ligeramente.
—¿Y te pondrías un disfraz de animadora? —preguntó mientras levantaba una ceja.
—¡Santo Dios, no! —Gus estaba horrorizada.
—Sólo estaba probando. —Porter le guiñó un ojo.
—Le diré a Ellie que me has preguntado eso —dijo ella fingiendo una pose amenazadora. Él llevaba treinta años felizmente casado y no sentía más que un afecto sano por Gus, además de admirarla como profesional—. Te lo digo en serio…
Porter continuó, hablando ahora lentamente mientras le daba vueltas a la cabeza.
—Lo que me gusta es que tu enfoque es de lo más estrambótico. Nada que ver con Gus Simpson, cosa que debería proporcionarnos cierta atención por parte de los medios. Podríamos quedarnos sin un puñado de fieles espectadores de toda la vida, pero sin duda atraeremos a un público más joven, incluso a algunos hombres de la franja de entre dieciocho y veinticuatro. —Porter empezó a decir que sí con la cabeza vigorosamente.
—Y lo que atrae a los publicistas, atraerá a Alan Holt —sentenció Gus—. Gracias, señor Watson.
—Gracias a usted, señora Simpson.
Tenían esperanzas, pero eran conscientes de la premura. Los dos necesitaban que ese episodio tuviera éxito; no había planes de grabar más ediciones de ¡Cocinar con gusto! hasta que se emitiese ese capítulo y se recibiesen los índices de audiencia.
Y el programa se emitiría el mismo día de su cumpleaños, nada menos. Gus no habría podido idear una excusa más perfecta para no organizar una fiesta de cumpleaños. Simplemente, no tenía sitio en su agenda para ponerse a preparar nada, ¿verdad que no? Porque ahora sólo tenía tiempo para la inminente emisión en directo de su programa. Troy había resultado ser una ayuda inestimable, siempre ahí para atender de forma eficaz sus consultas telefónicas sobre lanzamientos de tres puntos y tiros libres. La sorpresa íntima de todo aquello era que los preparativos para la emisión en directo parecían más un motivo de diversión que puro trabajo.