—Pauly se granjeó muchos enemigos —reflexionó Bodenstein en voz alta—. Desde el director del zoológico a los representantes de la ciudad de Kelkheim, pasando por sus vecinos.
—No hay que olvidar a su ex mujer —apuntó Pia.
—Ni al carnicero Conradi —añadió Kathrin Fachinger.
—¿Pero qué es lo que pasa en realidad con el asunto ese de la B 8?
Frank Behnke, aburrido, jugueteaba con un bolígrafo. Nacido en Frankfurt, en el barrio de Sachsenhäuser, para él todo lo que se encontraba fuera de los límites de la ciudad era sumamente provinciano. Kai Ostermann esbozó en pocas palabras el asunto de la B 8, que llevaba casi treinta años caldeando los ánimos de los ciudadanos de Kelkheim. En 1979 jóvenes de Kelkheim y Königstein ocuparon en el valle de Liederbach, en las proximidades del restaurante Rote Mühle, la zona que ya habían allanado para la futura carretera y construyeron un poblado donde resistieron casi dos años. Pauly estaba entre ellos. Más tarde cofundó en Kelkheim la Lista Independiente de Kelkheim, o LIK, y desde entonces ejercía una oposición política firme. Después de desalojar la zona, en mayo de 1981, no se volvió a hablar durante algún tiempo de la ampliación de la carretera, que por aquel entonces finalizaba en el barrio de Hornau, en Kelkheim. Con el argumento de descongestionar el tráfico de la rotonda de Königstein, donde solían formarse atascos monumentales en las horas punta, hacía unos años se había vuelto a encender la discusión sobre la ampliación de la carretera. Por aquel entonces, una evaluación de impacto territorial determinó si realmente era necesaria la autovía de cuatro carriles.
—Hace unos días representantes de las asociaciones ecologistas de Kelkheim y Königstein entregaron al gobernador civil dos mil firmas contra la ampliación. —Ostermann estaba bien informado—. La documentación del proyecto de ampliación se expuso en los ayuntamientos de Kelkheim y Königstein para que la examinaran los ciudadanos y pusieran objeciones. Se les echó en cara que presentaran la documentación precisamente en Semana Santa, y en Königstein, solo en los despachos del ayuntamiento, con lo cual era prácticamente imposible examinarla a fondo.
—Ve al grano, Kai —Behnke se impacientaba—. ¿La carretera se va a construir o no?
—Ahí es donde se llega al punto en que Pauly fue demasiado lejos. —Ostermann carraspeó—. El lunes pasado publicó en su web
El manifiesto de Kelkheim
, un texto en el cual sostiene que, cuando calculó las previsiones de tráfico, Bock Consult no tuvo en cuenta el contador automático que está a la altura del cementerio. Además, en los informes no se mencionaba que en la rotonda de Königstein se están realizando unas obras que descongestionarán considerablemente el tráfico. —Ostermann hojeó sus notas—. Por lo visto, Pauly tenía pruebas por escrito de acuerdos confidenciales entre el ayuntamiento, la Consejería de Fomento de Hesse, el Ministerio de Fomento de Berlín y Bock Consult.
Bodenstein escuchaba en silencio. En líneas generales conocía los datos de la ampliación. No así, sin embargo, lo de los informes puestos en tela de juicio y el evidente nepotismo. De modo que era perfectamente concebible que detrás de la muerte de Pauly hubiera motivos personales por parte de algunos de los responsables. ¿Tenía que morir porque había descubierto acuerdos y contratas ilegales?
El alcalde Dietrich Funke saludó a Bodenstein y Pia con la cordialidad oficial del político de provincias de turno y los llevó hasta una zona de asientos que ocupaba un rincón del espacioso despacho.
—Por favor, siéntense —los invitó con una sonrisa amable—. ¿Qué le trae por aquí a la Policía judicial?
—Ayer por la mañana encontramos el cuerpo de HansUlrich Pauly —empezó Bodenstein sin muchos preámbulos, y observó que la sonrisa del alcalde se desvanecía y daba paso a una expresión de desconcierto—. Y todo apunta a que fue víctima de un crimen violento.
—Qué horror. —El alcalde Funke sacudió la cabeza.
—Hemos sabido que el lunes por la tarde, durante el pleno, se armó un escándalo —prosiguió Bodenstein.
—Sí, y me imagino que hoy saldrá en el periódico. —El alcalde no intentó excusar el incidente—. Pauly y yo no nos llevábamos lo que se dice bien. Por así decirlo, yo era su enemigo preferido. La cosa empezó hace veinticinco años, cuando Pauly y otros jóvenes levantaron aquel poblado legendario. Entonces yo estaba seguro de que no aguantarían mucho y se darían por vencidos antes de que llegara el invierno. —Funke se quitó las gafas y se frotó los ojos—. Ahora pienso que mi postura y mi reacción de antaño fueron un estímulo para resistir. Después fundaron la LIK, y en las elecciones municipales consiguieron un 11,8 por ciento de golpe y porrazo. A partir de entonces, Pauly entró en el ayuntamiento, y me hizo la vida imposible. —Se puso las gafas y esbozó una sonrisa de oreja a oreja, bondadosa, amable—. El lunes se abordaron los planes de ampliación de la B 8 —continuó—. El estado de Hesse inició una evaluación de impacto, y nosotros (las ciudades de Kelkheim y Königstein) reunimos las cifras y los datos necesarios. Una consultora privada independiente elaboró informes exhaustivos sobre la disminución de las emisiones acústicas y el impacto ambiental, así como la descongestión de tráfico en los centros urbanos que se esperaba conseguir. La nueva carretera aliviará considerablemente el estado actual de la circulación.
—En la página web de Pauly la cosa suena muy distinta —objetó Pia.
—No cabe duda de que con la nueva carretera se sacrificarán algunos caminos pintorescos y parte del arbolado —respondió el alcalde—. Pero también habría que examinar los pros y los contras: los beneficios que reportará la carretera a diez mil personas de la región del Hintertaunus que la utilizan a diario, los vecinos de las ciudades afectadas y los daños causados a la naturaleza. Pauly tendía a polemizar.
—Acusó a algunos miembros del ayuntamiento de corrupción y de tener intereses económicos propios —adujo Pia, sonriendo cordialmente—. Además dijo de usted y de otros caballeros que eran «la mafia de la región del Vordertaunus».
—De ese tono fueron sus insultos del lunes, es cierto —confirmó Funke, y suspiró—. Las críticas de Pauly se volvieron personales y no venían al caso, pero a eso estábamos acostumbrados desde hace años. Adjetivos como «corrupto» y «mafioso» formaban parte de su vocabulario habitual.
—Me cuesta imaginar que expresara tales sospechas sin tener pruebas —planteó Pia.
—Esa falta de control disgustaba incluso a los miembros de su propio partido —repuso Funke—. Pauly no tenía pruebas de nada, como de costumbre. Muchos de aquellos a los que insultó y difamó no se lo tomaban con tanta resignación como yo. De no estar muerto ahora, se encontraría con algunas denuncias por difamación y calumnias.
—Por ejemplo, de Carsten Bock —dijo Pia.
—Por ejemplo —asintió el alcalde.
—Si no me equivoco, existen unos informes del señor Bock que inspiraron desconfianza en las organizaciones ecológicas, ¿no es así? —preguntó Pia—. Resulta un poco chocante que precisamente el suegro de Bock se ocupase del proyecto de la autovía.
El alcalde Funke se detuvo a pensar un instante.
—Visto así, es posible —afirmó—. Si le soy sincero, ni me lo había planteado. Alguien tenía que encargarse de la coordinación, y Zacharias fue director de gerencia de Urbanismo aquí, en Kelkheim, durante años. Conoce los procedimientos, es un experto.
—Sin embargo, el que sea el propio yerno quien elabora costosos informes que, al ser examinados con atención, resultan ser falsos desprende cierto tufillo.
—Se cometieron errores —admitió el alcalde—. Al fin y al cabo, somos humanos. Solo alguien como Pauly podría ver intencionalidad en ello.
Consultó el reloj de pulsera.
—Una última pregunta. —Pia seguía escribiendo, sin levantar la mirada—. ¿Quién propuso que el señor Zacharias se ocupara del proyecto?
Al parecer al alcalde no le hizo gracia la pregunta.
—Bueno, Bock me preguntó quién podía encargarse —reconoció tras vacilar—, y Zacharias conoce al dedillo todas las ordenanzas y exigencias que guardan relación con un proyecto así. Pensándolo bien, fue Bock el que me dio la idea de que propusiera a Zacharias, pero a mí me pareció bien la elección. Zacharias es un profesional, y además, es imparcial.
—¿Está usted completamente seguro?
—Desde luego. De lo contrario no lo habría apoyado —contestó, incómodo, Funke—. ¿Acaso lo duda?
—Sí —asintió Pia—; de momento, lo dudamos.
El dueño del Goldenen Löwen confirmó poco después que Erwin Schwarz había estado en el local el martes anterior por la noche, como todos los martes.
—¿Cuándo se fue el señor Schwarz? —quiso saber Pia.
El hombre se encogió de hombros.
—No lo sé con exactitud; pero era tarde. Fue uno de los últimos en marcharse. Uno de los otros habituales se ofreció a llevarlo a casa, porque iba bastante cargado.
—¿Por casualidad se enteró usted de lo que hablaban los caballeros? —terció Bodenstein.
—Yo no, pero quizá la camarera sí.
El hombre llamó a una rubia de bote exuberante, de unos cincuenta y tantos años, que salía en ese momento del salón con una bandeja vacía. La mujer recordaba con detalle esa noche.
—Erwin Schwarz estaba que bufaba —dijo—. Tenía que ver con no sé qué sesión y con Pauly, el vecino de Schwarz. Con ese la tienen por lo menos una vez cada noche.
—¿Quiénes son los habituales? —inquirió Bodenstein.
La mujer pensó por un momento y dio unos nombres, entre otros, los del carnicero Conradi y Norbert Zacharias.
—¿También estuvieron ellos dos aquí el martes?
—No; Conradi, no. —La rubia sacudió la cabeza—. Tenía algo que hacer. Zacharias sí estuvo. Se quedó hasta eso de las diez, luego se fue. Estuvo bastante callado todo el tiempo. Después Schwarz se calentó de lo lindo.
Dos hombres entraron en el bar y se dirigieron hacia una de las mesas próximas a la barra.
—¿No es ese Flöttmann, el librero? —le preguntó Bodenstein a la camarera.
La mujer se volvió.
—Sí —confirmó—. Flöttmann y Siebenlist, dos amigos de Pauly.
—¿Siebenlist? —repitió Pia—. ¿De la tienda de muebles Rehmer?
—Ese mismo, sí —asintió la camarera, y añadió en tono confidencial—: desde que la mujer de Flöttmann se largó con Manthey, el de la agencia de viajes, viene a comer aquí casi todos los días. A veces con Siebenlist; de vez en cuando también se apuntaba Pauly. —Compartió de buena gana sus amplios conocimientos de los tortuosos giros de la vida privada secreta de los parroquianos—. Por lo menos una vez a la semana Pauly se echaba entre pecho y espalda un escalope o un chuletón. Sí, sí, conque solo verdura y tofu… Y últimamente hasta estaba también Zacharias, pero, claro, de eso no se puede enterar Erwin Schwarz.
Ninguno de los dos hombres reparó en Bodenstein y Pia hasta que no los tuvieron en la mesa, ya que estaban enzarzados en una discusión bastante acalorada, aunque hablaban en voz baja. Ambos sabían lo de la muerte de Pauly, naturalmente. Esther Schmitt los había llamado el día anterior, y Flöttmann incluso fue a verla para consolarla. Era alto y delgado, tenía una cuidada barba de tres días y llevaba gafas con montura al aire; el cabello entrecano le caía por la frente.
—Éramos amigos del colegio. —Flöttmann le dio una calada al cigarrillo—. Estoy conmocionado.
Stefan Siebenlist, gerente de la tienda de muebles Rehmer, era un hombre ligeramente gordo, calvo, con gafas y con una llamativa mancha en la sien izquierda, que no se parecía en nada al que ocupara en su día la zona allanada para la autovía. Tenía los ojos acuosos, y la mano húmeda, y tras estrechársela, Pia se limpió discretamente la suya en los vaqueros. Flöttmann y Siebenlist iban con Pauly al colegio. Era la época en la que los jóvenes, a modo de protesta contra la familia conservadora, simpatizaban con la izquierda reaccionaria, los detractores de la energía atómica y la Facción del Ejército Rojo. Esos mismos jóvenes encontraron a finales de los años setenta un hogar ideológico en el recién fundado partido de los Verdes. Su enérgica participación en la ocupación del terraplén de la B 8 en mayo de 1979 nació de unos firmes ideales. Sin embargo, mientras que Pauly siguió cultivando su credo izquierdista y su actitud contestataria, sus amigos decidieron que era mejor amoldarse a las normas sociales. Wolfgang Flöttmann se hizo cargo de la librería de sus padres y Stefan Siebenlist se casó con Bärbel Rehmer y desde hacía diez años gestionaba la conocida tienda de muebles Rehmer. En Kelkheim ambos eran considerados ciudadanos respetables, y habían contribuido de manera decisiva a establecer la LIK en la ciudad. Hacía unos años Siebenlist había asumido la presidencia, después de que los demás miembros rechazaran a Pauly por ser demasiado radical.
—No puedo decir nada malo de Ulli. —Flöttmann se subió las gafas hasta el caballete de la nariz con el índice—. Por un lado, podía ser irascible e intransigente, pero por otro era magnánimo y generoso. Era mi amigo, aunque a menudo tuviéramos acaloradas discusiones. Ulli tendía a polemizar. Lo voy a echar de menos. —Sonrió entristecido y suspiró—. Lo que más pena me da es que la última vez que nos vimos nos peleamos, y ahora ya no podremos reconciliarnos.
—¿Por qué se pelearon? —preguntó Bodenstein.
—Por desgracia, últimamente Ulli nos ha perjudicado más que favorecido con tanta calumnia. —Flöttmann apagó el cigarrillo en el cenicero—. Muchísimos ciudadanos de Kelkheim están en contra de la ampliación de la B 8, recibimos un gran apoyo, no solo de las filas de nuestro partido, pero no podemos dejarnos llevar por compromisos y pasiones. Ulli no quería entenderlo. Cuando el lunes quise frenarlo en el pleno, me insultó. No me lo tomé a mal; al fin y al cabo lo conocía.
—¿Qué pasó exactamente ese lunes? —se interesó Bodenstein.
—Tratamos otra vez el asunto de la ampliación de la B 8 —contestó Flöttmann—. Se dio lectura a un escrito del gobernador civil en el que se daba por concluida la evaluación de impacto territorial y se calificaban de irrelevantes las dos mil firmas de las ciudadanos. Cuando los del CDU aplaudieron, Ulli se puso fuera de sí. Dijo que tenía documentación sobre las cifras falseadas en las que Bock Consult había basado todos sus informes. Y no eran meras especulaciones, sino hechos. De eso ya habíamos hablado con los presidentes de la OPMANAE y el ALK, el partido de Königstein, y acordamos que solicitaríamos nuevos informes, pero Pauly decía que así no tendríamos nada que hacer, ya que la corrupción llegaba hasta Berlín. Funcionarios del Gobierno central, el Gobierno civil y el Ministerio de Fomento estaban en el ajo.