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Authors: Danielle Ganek

Amor a Cuadros (23 page)

BOOK: Amor a Cuadros
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—Tu tío era un buen amigo mío —le dice Dane a Lulú, ahora en voz baja—. Siento que es mi deber cuidar de ti.

—Ya es suficiente —dice Pierre LaReine, con una discreta palmada—. A comer.

Hay ensalada de langosta y espagueti con almejas frescas, bistec con salsa
béarnaise
y corazones de alcachofa asados, y todos nos ponemos manos a la obra. Todos menos Sybil bebemos vino. Mientras llenamos nuestros platos, noto que Dane observa con atención a Lulú, como si estuviese intentando memorizar su forma de andar.

Después de la cena, Dane se traslada a un asiento en la parte central del avión. Robert Bain se sienta enfrente de él. Sybil se coloca a su lado, mientras que Lulú vuelve a la parte delantera, enfrente de Pierre. Es como el juego de las sillas. Sólo yo me quedo en mi lugar, preguntándome qué dictará el protocolo en cuanto a cambiar de asiento. La única regla parece ser no ocupar el sillón de Pierre.

Pierre nos pasa una botella de Ambien para que nos ayude a dormir. Yo consigo echar una cabezadita y luego, de repente, se ha acabado. Estamos en Florencia.

*

La luz es preciosa, de un amarillo pálido, por la mañana temprano. Se volverá dorada a medida que pasen las horas. Nos decimos adiós en el aeropuerto, algo incómodos tras la intimidad que se ha creado al dormir juntos en un espacio relativamente pequeño. Pierre besa a Lulú en la mejilla y después le pasa un dedo por la zona que acaba de besar.

—Hasta pronto —dice.

Lulú y yo dejamos a los demás en el aeropuerto. Nos alojamos en un pequeño hotel que nadie conoce, muy cerca del estudio de Jeffrey. Sybil y Dane se quedan en casa de un artista que es amigo de Dane, un escultor que también era amigo de Jeffrey Finelli. Pierre y Robert Bain se alojan en la Villa San Michelle, en Fiesole. Cuando Simon llegue en el vuelo de Continental Airlines con escala en Roma, también se alojará allí, aunque es ridículamente caro. Simon no puede permitir que lo vean alojarse en un hotel peor que el de los demás miembros del mundillo del arte para ningún acontecimiento, aunque sea un servicio en memoria de un difunto. Sobre todo para un servicio en memoria de un difunto.

Pierre le da la dirección de nuestro hotel al chófer de uno de sus coches y se ofrece a enviar uno que nos recoja antes del funeral.

—¿No es atento? —me pregunta Lulú.

Me gustaría creer que es atento. Me gustaría creer que yo también soy su amiga. Después de todo, he volado en su avión. Pierre LaReine es un buen nombre que dejar caer, si te gusta ese juego. Un amigo-trofeo. Hay mucha gente a la que le encantaría poder decir que han volado en su avión. Que ahora sea una de las personas que pueden decirlo me divierte sobremanera. Ojalá fuera mi marchante.

—Recuerda que tiene sus motivos —le advierto. Observo por la ventana los letreros en italiano, las
tabaccherias
y los
bancos
y las
salumerias
y, sí, unas cuantas
pizzerias
.

—¿No los tiene todo el mundo? —pregunta. Parece cansada.

—Zach dice que si se le puede sacar dinero al trabajo de tu tío, puedes apostarte lo que quieras a que será LaReine el que se lo lleve.

Lulú se cambia de asiento para colocarse enfrente de mí y me pone la mano sobre el brazo.

—No me importa el dinero. Sé que suena muy falso porque a todo el mundo le importa el dinero. Y eso está bien. Que nos importe, quiero decir. Pero en este caso en particular, lo que me importa es ese cuadro, el cuadro que Jeffrey me dejó. Me importa lo que me dijo por teléfono y me importa averiguar por qué me lo dijo a mí. Y espero que algunas de las respuestas las encontremos en su estudio. Eso es lo que me importa.

13

Funeral privado en memoria de Jeffrey Finelli

El funeral en memoria de Jeffrey Finelli resulta triste y bonito al mismo tiempo. Tiene lugar a las cuatro de la tarde, cuando la suave luz de Florencia parece más mágica. De un perfecto dorado saturado. Es un color que impregna todos los cuadros de Jeffrey, que aún cuelgan en la galería, en Nueva York.

—¿Quiénes son estas personas? —susurra Lulú mientras entramos en la capilla y ocupamos nuestros asientos en la primera fila. Lulú se sienta entre Pierre LaReine y yo. Dane O’Neill está sentado al otro de Pierre, y tiene a Sybil junto a él. Simon está sentado a mi lado, y no deja de lanzarle miradas a la cabeza plateada de Pierre, en la misma fila, molesto de que Pierre LaReine haya tenido el descaro de acudir.

Hay un sacerdote, lo cual sorprende a Lulú.

—Creí que su religión era el arte. ¿Por qué un sacerdote?

—Puede que eso lo decidiese otra persona —digo. Aunque decidí dejar de lado todo lo que tuviese que ver con el catolicismo cuando murió mi madre, la presencia de esta figura gris con el cuello blanco me resulta reconfortante. Puede que su religión ofrezca un pobre consuelo frente a la muerte, pero hay una cierta autoridad en su túnica y en los rituales que llevará a cabo tras el sencillo altar de madera.

—La condesa —susurra Lulú—. Me da la impresión de que está decidiendo un montón de cosas.

Cuando el sacerdote empieza a hablar en italiano, me embarga la emoción. Ni siquiera sé por qué, sobre todo porque no entiendo lo que dice. Si tuviera que intentar explicarlo, creo que se debe a que la pérdida de Lulú me recuerda a la mía propia. No nos queda nadie de nuestra familia, ése es el extraño vínculo que comparto con mi nueva amiga. Y Jeffrey Finelli tenía algo especial, igual que el enorme retrato de Lulú que aún cuelga de la pared frente a mi escritorio, allá en la galería, tiene algo especial. Algo que me ha llevado a replantearme mi relación con la pintura. Los funerales sacan a relucir el existencialista que todos llevamos dentro, ¿no te parece?

Me caen lágrimas por las mejillas. Simon me dedica una mirada de exasperación.

Escuchamos unos cuantos discursos en inglés y en italiano. Y entonces hace su aparición la condesa.

Es toda una visión, y hace una dramática entrada en mitad de una floritura del órgano. Lleva un ajustado traje de chaqueta negro con un pequeño corsé en la cintura, mientras que sus torneadas piernas van enfundadas en unas medias de rejilla. En los pies lleva unos tacones de aguja terminados en punta de reluciente charol negro.

Si hicieran un casting en busca de una condesa para una película, tendría este mismo aspecto. Es muy guapa, con unos pómulos altos y pronunciados, comparados con los cuales sus ojos parecen hundidos. Lleva el reluciente cabello recogido en un refinado moño y tiene unas clavículas sobresalientes que acentúan un cuello extremadamente grácil y unos brazos largos y distinguidos. En sus tiempos fue una conocida belleza, o eso dice la leyenda. Sigue siendo arrebatadora, derrama unas lágrimas discretas y elegantes y habla inglés con un suave acento italiano.

—Éramos amantes —afirma, de esa forma tan intensa en que sólo una mujer europea puede emplear la palabra «amantes» sin sonar como una actriz de uno de los gags del
Saturday Night Live
—. Durante muchos años, veinte años, formamos parte de la vida del otro, fuimos de la mano. Sólo yo tengo las llaves de su estudio. Sólo yo comprendo la complicada vida del artista. Esa bendición fue un regalo de Dios. Pero también una obligación.

Cuando la condesa menciona la complicada vida del artista, Pierre toma la mano de Lulú entre las suyas y la sostiene con suavidad. Por el rabillo del ojo veo que Dane baja la cabeza, como si acabase de darse cuenta de que están cogidos de la mano.

Cuando todo termina, nos quedamos sentados un par de minutos. Lulú parece conmocionada.

—Ni siquiera lo conocía —dice en voz baja, mostrando sorpresa frente a su emocionada reacción.

*

Después del servicio hay una fiesta en un patio de aquella misma calle, donde se han colocado unas mesas redondas cubiertas con manteles naranjas. Por encima de las cabezas de los invitados hay una pérgola de madera en la que crecen unas vides cubiertas de nudos. La luz atraviesa las vides y forma sombras sobre la mesa. Hay cócteles: Bellinis con zumo de melocotón recién hecho.

Es una escena preciosa, conmovedora y hasta cierto punto romántica. Siento una punzada de soledad. Desearía que hubiese alguien aquí que la disfrutase conmigo. ¿Que a qué persona me imagino rodeándome con sus brazos mientras observamos el encantador patio? ¿A Zach Roberts? Intento hacer desaparecer de mi mente la imagen de Zach de pie detrás de mí, susurrando comentarios graciosos sobre todas las personas de negro que dan vueltas por el patio, riendo con escándalo en mitad del luto por Jeffrey Finelli. Pero no tengo ninguna imagen con la que reemplazarla, y Zach siempre vuelve a mi mente, como uno de esos molestos anuncios de Internet.

Para no pensar en Zach, que además tiene pareja, observo a Lulú. Se encuentra en el centro de un círculo compuesto exclusivamente de hombres: Dane, Simon y Pierre, entre otros. Está hablando, y todos la escuchan. Cuando hace una pregunta, parece que todos contestan al mismo tiempo, hablando todos a la vez.

Cuando ve que estoy mirando hacia ellos, Lulú se aleja del grupo para dirigirse hacia mí, y todos los hombres la siguen con los ojos.

Estoy a punto de preguntarle cómo lo lleva todo cuando se nos une la condesa, envuelta en una nube de humo con olor a hachís. Hachís, ¿será posible? Lleva un delgado cigarrillo liado a mano que ha colocado en una larga boquilla de marfil, y agita el brazo en dirección a nosotras. ¿Será una porreta la condesa?

Coge a Lulú de las manos.

—Ah, Dio mío —dice, estudiando con atención la cara de Lulú. Resulta tan melodramática que siento ganas de echarme a reír, pero no me atrevo—. Qué belleza. Y esos ojos. Los ojos de Jeffrey.

—Mi padre tenía los mismos ojos —replica Lulú—. Todos los de la familia Finelli tenemos los ojos grises y redondos.

La condesa asiente con la cabeza, y se le llenan los suyos de lágrimas.

—Sí, pero los tuyos...

Se le quiebra la voz.

—Por teléfono... —Lulú empieza a hablar, pero la condesa la interrumpe.

—Es obvio —dice—. Te pareces tanto a él. Resulta muy triste —prosigue la condesa—. Él nunca llegó a saberlo con seguridad.

—¿A saber qué?

—Bueno —dice la condesa—, deja que te abrace. —Estrecha a Lulú entre sus brazos largos y delgados, con cuidado de no acercar la boquilla con el cigarro a su cuerpo—. Fui yo la que le dije que fuese a Nueva York. Y ahora tengo que vivir con mi culpa.

—Todos vivimos con nuestras culpas —dice Lulú, dejando que la abrace—. Por teléfono dijiste que tenías algo importante que contarme sobre Jeffrey.

La condesa le da una larga calada al cigarrillo.

—¿Eso dije? —Aparta con la mano el humo que queda suspendido frente a su cara, como si junto con él apartase también las palabras de Lulú.

Lulú me mira con expresión frustrada.

—Dijiste que me lo contarías cuando llegase a Florencia.

La condesa niega con la cabeza.

—No estoy segura —dice, sin dejar de sacudir la cabeza—. No estoy segura.

—Tengo muchas ganas de ir a su estudio —dice Lulú, cambiando de tema cuando se da cuenta de que la condesa no va a explicarle nada más en este momento.

—Pero primero, un Bellini. El zumo de melocotón está recién hecho.

Lulú y yo nos sentamos a una de las mesas. La condesa se acerca a un camarero y chasquea los dedos para que nos traiga unos Bellinis.

—Qué extraño —dice Lulú—. Hay algo que no quiere contarme.

Simon aparece rápidamente para sentarse junto a Lulú y acerca su silla a la de ella.

—A Jeffrey le hubiera gustado esto —comenta. La condesa le indica a un camarero con una bandeja de copas que se acerque—. Éramos buenos amigos —prosigue Simon, para Lulú—. Yo fui el que lo descubrí, ¿sabes? Jeffrey jamás habría accedido a exponer en una galería, si no lo hubiese convencido yo.

El camarero deja Bellinis para las tres sobre la mesa. Veo que la condesa ahora está hablando con Pierre LaReine de forma muy animada. Gesticula elegantemente con la boquilla de su cigarro mientras le explica algo.

—La herencia de un artista hay que gestionarla con sumo cuidado —le dice Simon a Lulú, como si estuviera haciendo una entrevista para conseguir un trabajo. De alguna manera, supongo que así es—. Hay que colocar las obras. En museos, en colecciones conocidas. Vendérselas a coleccionistas de confianza. A gente como Robert Bain. Le he dicho que podría comprar una pieza cuando tenga algo que venderle. Puede que incluso
Lulú conoce a Dios
.

Hace una pausa para que tomemos conciencia de la importancia de lo que acaba de anunciar, como si a las dos fuera a impresionarnos muchísimo que Simon se relacione con Robert Bain. Robert Bain es un buen nombre que dejar caer, sobre todo para un marchante. Simon parece decepcionado por nuestra falta de reacción. Da por hecho que no lo entendemos. Obviamente, no sabe que Robert ha venido en el mismo avión que nosotras. ¡Robert Bain es nuestro nuevo mejor amigo, querido Simey!

En ese momento, Dane se sienta con nosotros, dejándose caer sobre una silla.

—Todo esto es surrealista —dice—. No puedo creer que el viejo lobo haya muerto.

Lulú lo mira.

—Viejo lobo. No es muy bonito —dice. Enarca una ceja. Yo siempre he querido ser capaz de enarcar una ceja.

—Lo digo con cariño —replica Dane—. Éramos buenos amigos.

Lulú le responde con sarcasmo:

—Oh, ¿tú también?

—¿Qué? — pregunta Dane.

—Oh, nada —explica Lulú—. El señor Simon Pryce, aquí presente, estaba diciéndome ahora mismo lo buen amigo de mi tío que era.

Entonces se nos unen también la condesa y Pierre, que se acercan juntos a la mesa. Ella anda como una modelo de pasarela, con las caderas por delante, mientras que sus largas piernas —¿cómo las llaman? ¿Zancos?— serpentean por el patio. La condesa se termina el cigarrillo, o el porro, lo que sea que está fumando, y se inclina por encima de nosotros para darle unos golpecitos sobre el cenicero que hay en el centro de la mesa.

—Háblame de él —le dice Lulú—. ¿Cómo eran sus días?

La condesa enciende otro cigarrillo antes de contestar. Le da una larga calada y habla a través de una fina columna de humo. Mira hacia una de las sillas y después a LaReine, indicándole sin decir ni una palabra que la coloque en posición para ella. Él lo hace, y la condesa se sienta junto a Lulú. LaReine coge otra silla y se sienta igualmente.

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