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Authors: Danielle Ganek

Amor a Cuadros (10 page)

BOOK: Amor a Cuadros
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—Bien. —Asiente con la cabeza, como si le pareciese normal, la ayudante ambiciosa intentando hacerse amiga de la sobrina/musa. Se equivoca, por supuesto. No es que no sienta curiosidad por Lulú, y tampoco es que no quiera ser su amiga, pero no quiero la clase de amistad que él se imaginaría, regulada por una agenda.

Simon me sigue hasta la galería, donde Lulú parece confusa, con la vista alzada hacia su retrato.

Simon la besa en ambas mejillas para despedirse, menos torpe que la primera vez.

—Déjame que te invite a almorzar mañana. Tenemos mucho de que hablar.

—Me encantaría —dice Lulú, poniéndole la mano sobre el brazo—. Pero no salgo a almorzar. Trabajo en Wall Street.

—Mañana volvemos a cerrar —dice Simon—. Por respeto al artista. ¿Por qué no vuelves a ver la exposición una vez más? La segunda vez siempre es una experiencia distinta.

—Bueno —replica—. Tal vez si almorzamos tarde.

*

Lulú y yo salimos a la calle y nos colocamos en el lugar donde murió Jeffrey a exactamente la misma hora, sólo que la noche anterior. Nos quedamos paradas frente a la galería, sobre la acera reluciente de lluvia por la que esta tarde no pasa nadie. Ahora el trozo de cielo, teñido de gris oscuro y blanco, parece caprichoso e inexpresivo, lleno de una extraña luz difusa, como un mal cuadro del cielo en la ciudad.

5

Cena con la que fue musa sin saberlo

Marzo

Lulú y yo echamos a andar hacia el este, en dirección a la Novena Avenida. Da unas zancadas increíblemente largas, y me cuesta trabajo seguir su ritmo, aunque ella no deja de aflojar el paso para que pueda alcanzarla. Charlamos animadamente mientras caminamos. Al principio, comentamos cómo las dos estamos enganchadas a la cafeína de las bebidas de Starbuck’s, aunque nos parece ridículo que se nieguen a llamar a los tamaños de las tazas pequeño, mediano y grande.

Continuamos intercambiando las historias de nuestra vida, dónde nos criamos, dónde fuimos a la Universidad, dónde vivimos ahora, esa clase de cosas. Yo pasé mi infancia en Long Island, mientras que Lulú anduvo casi todo el tiempo de acá para allá: Nueva Jersey, Colorado, Connecticut, Baltimore, incluso un año y medio en París. Le cuento que doy gracias cada día por el estudio que subarriendo en el West Village, que es donde vivo ahora. Supongo que Lulú va a decirme que ella también vive en el centro, pero no, vive en la calle Treinta y ocho Este. No es el tipo de vecindario por el que una se siente precisamente agradecida.

Vamos casi por la Sexta Avenida cuando Lulú me sorprende.

—¿Te gustaría venir a mi piso?

Una vez ha pronunciado las palabras, Lulú parece tan atónita como yo. La gente de nuestra edad no solemos invitar a nadie a casa. Los diminutos espacios en los que vivimos apretujados no se prestan a celebrar cenas con invitados.

—Podemos pedir comida china —sugiere—. Y me gustaría tomar una copa de vino.

Paramos un taxi. Tan sólo por haberme invitado, Lulú hace que me espere que su apartamento será grande, o que estará repleto de mobiliario de diseño y decorado con estilo, o que será de la clase de espacios dignos de una invitación. Así que me sorprende que nuestro taxi se detenga frente a un anodino edificio de ladrillo.

Me sorprende aún más el apartamento por dentro, una diminuta caja blanca que pretende ser un estudio. Está casi vacío, con tan sólo un sofá cama blanco cubierto de cojines blancos en una pared y una pequeña mesa redonda con tres sillas alrededor en la otra. Una alfombra blanca de peluche cubre el centro del suelo, y hay una televisión.

Está muy limpio y ordenado, casi estéril. No cuelga ningún cuadro de las paredes. No hay fotos de la familia, ni baratijas sobre la mesa, ni pertenencias, en realidad, nada que pueda describirte.

—¿Acabas de mudarte? —pregunto mientras Lulú deja su abrigo gris sobre una de las tres sillas y coloca el mío encima.

—¿Es ésa la impresión que da? —Pasea la mirada a su alrededor, como si estuviese viendo la habitación de forma distinta, y deja escapar una risa discreta—. Supongo que no me van los trastos.

Tiene un iPod conectado a un juego de altavoces, y ahora lo enciende. Una vez más, me sorprende. No son los Strokes ni los Gorillas ni la música que te esperarías que escuchase una persona a la que le quedan tan bien los vaqueros de cintura baja. En vez de eso, lo que sale de los altavoces es el tipo de música que ponen en las clases de yoga. ¿Qué es esto, Enya?

Lulú saca una botella de vino de la pequeña nevera, donde hay tres botellas idénticas de un
pinot grigio
italiano. Esta noche, decido, no cuenta mi regla de no beber entre semana. Una copa.

No hay ni una sola fotografía en todo el apartamento. Por lo general, soy demasiado reservada como para mostrar curiosidad por otra gente. Así que me sorprendo a mí misma al preguntarle directamente:

—¿No tienes fotos de tu familia?

Coge un sacacorchos de uno de los cajones de la cocina y abre la botella antes de contestarme.

—Mi madre las destruyó todas —dice, sirviendo el vino en dos copas.

¿Ves? Calladita estoy más guapa. Ahora me siento avergonzada.

—Lo siento —digo, cogiendo la copa de vino que me alarga—, no debí haber dicho nada.

—No, no —replica. Su reserva de antes ha desaparecido—. No pasa nada. Tengo una familia un tanto extraña. Tenía.

Le doy un sorbo al vino, disfrutando del vago consuelo que de inmediato me proporciona. Mi reserva también parece haber desaparecido. Me siento extremadamente cómoda con Lulú, no como suelo sentirme cuando me encuentro por primera vez con alguien. Casi me da la impresión de que nos conocemos de antes.

—A todos nos pasa lo mismo.

—Mi padre murió cuando yo tenía nueve años —dice.

—Yo tenía once cuando murió el mío —digo. Intercambiamos otra mirada de complicidad, como hicimos antes, esta misma tarde, al vernos por primera vez.

—Lo siento —dice.

—Yo también lo siento.

—Creo que mi padre odiaba a su hermano —comenta, colocando con gracia los pies bajo su cuerpo sobre el sofá—. Por eso nunca conocí a mi tío. Mis padres nunca hablaban de él. Bueno, recuerdo haber oído a mi padre referirse al genio artístico con tono de enfado una o dos veces. Lo suficiente como para que comprendiese que ser artista era algo bastante cutre, según mi padre. Pero eso fue todo.

—¿Jeffrey no fue a su funeral?

—No se hablaban. Ni siquiera sé si llegó a enterarse de que su hermano había muerto —dice—. No estoy segura de que mi madre se pusiese en contacto con él. Creo que mi padre estaba decidido a no tener nada más que ver con él. Nunca logré descubrir por qué. Una vez le pregunté a mi madre por qué no teníamos parientes, y ella me dijo que teníamos suerte. Le pregunté por el tío del que ya apenas me acordaba, y me contestó que se imaginaba que habría muerto. Lo dijo exactamente así: «Me imagino que habrá muerto».

—Debe haberte conmocionado oír su voz por teléfono —digo.

—Te lo dije —explica con esa risa discreta—. Creí que se trataba de una especie de usurpación de identidad. El nombre Jeffrey Finelli no me decía nada.

—Y ver tu retrato, eso debe haberte conmocionado aún más.

—Me resultó raro. Pero extrañamente reconfortante. Y sé que esto te sonará peculiar, pero es casi como si ese cuadro me hablase.

—No me suena peculiar en absoluto —replico.

—Mi madre se debatió con elegancia al borde de la locura. Durante años —continúa—. Más tarde logró desentrañar su misterio. Dijo que sufría una enfermedad llamada perfeccionismo. Creo que, al final, eso fue lo que la mató.

Sus palabras me sacuden como una bofetada. Perfeccionismo. Parece el diagnóstico adecuado para mí. Parece una enfermedad relativamente benigna. Pero mi prognosis no es buena.

—Mi madre se refugió en la religión —digo. Me resulta liberador hablar de mi familia—. Murió hace seis años y medio. Pero para entonces nos habíamos distanciado.

Lulú me observa con la misma media sonrisa que aparece en su retrato.

—Nunca he conocido a nadie cuya historia se parezca tanto a la mía. Creo que mi madre siempre quiso ser artista. Nunca me lo dijo, y nunca llegó a convertirse en una. Pero por alguna razón siempre he pensado que eso es lo que le gustaría haber hecho con su vida.

Se levanta del sofá, abre un cajón y saca un archivador lleno de menús de restaurantes que reparten comida a domicilio organizados en sobres de plástico. Ha escrito los nombres de los restaurantes en etiquetas autoadhesivas y los ha organizado por orden alfabético.

—Lo sé, lo sé, aún debo de estar en la fase anal. —Se echa reír al darse cuenta de la mirada que le dedico—. Elige uno.

Rellena nuestras copas medio vacías con más vino. Ahí quedaron mis buenos propósitos de no beber entresemana.

—Después de morir mi padre —prosigue—, mi madre se volvió loca poco a poco. Un día regresé a casa del colegio y vi que había encendido un fuego en el salón. Quemó todas las fotos. Todas y cada una de ellas. Por eso no tengo ninguna aquí.

—Lulú, lo siento muchísimo.

—Teníamos una relación complicada. Supongo que como la mayoría de la gente con sus madres. Con sus parientes. Por eso significó tanto para mí cuando mi tío me dijo que iba a regalarme el cuadro.

Al principio, no comprendo a qué se refiere.

—¿Qué quieres decir —le pregunto— con que iba a regalarte el cuadro?

—No lo sé —contesta—. Tuvimos una conversación muy extraña. Me llamó el día antes de la inauguración. Yo tenía entradas para el teatro. Así que le dije que estaba ocupada y que no podía ir.

Baja la vista hasta su copa.

—¿No es absurdo? Era mi tío. Hacía veinte años que no lo veía. Él me respondió: «¿Ocupada? Hablas igual que tu madre». Y después añadió: «Tienes que venir. Hay algo que tienes que ver».

Entonces recordé que aquella noche Jeffrey me había dicho que había tenido que prometerle el cuadro a Lulú para conseguir que viniera.

—No nos dio tu nombre ni tu dirección. Podríamos haberte enviado una invitación.

—Bueno, supongo que eso explica por qué no recibí ninguna —dice Lulú—. Así que me pregunta: «¿No has recibido la invitación? El cuadro que aparece en la invitación es para ti. Es mi regalo, para ti». Mi retrato. Hoy me he enterado por primera vez de su existencia.

¿Sería eso lo que quiso decir cuando me contó que pensaba regalarle el cuadro? ¿Su obra maestra?
¿Lulú conoce a Dios y duda de Él?

—Ni siquiera lo quiero —continúa—. Es decir, ¿qué iba a hacer con él? Aun suponiendo que pudiese convivir con un retrato enorme de mí misma, no cabría aquí.

No le doy mi opinión sobre lo que diría Simon del tema. ¿Por qué pensaba Jeffrey regalar un cuadro que no era suyo? Simon es el dueño de esas pinturas, ¿recuerdas? Simon planea vender el retrato de Lulú por todo el dinero que pueda conseguir.

—¿Te parece bien comida china? —Lulú me muestra el menú del Shun Lee.

—Es mi favorita.

—También la mía —dice, con una amplia sonrisa.

Nos gustan las mismas cosas: las gambas al
Grand Marnier
, el cerdo
moo shu
, las empanadillas, y pedimos comida suficiente como para darle de comer a treinta personas. Lulú me sirve más vino. Le pregunto por su trabajo. Me fascina la gente que tiene un trabajo normal, simplemente para ganar dinero, y a la que no le atormentan aspiraciones artísticas de ningún tipo.

—Wall Street. Parece algo muy serio.

—Sólo es un trabajo —dice Lulú, encogiendo sus huesudos hombros—. A veces me pregunto por qué me pareció una buena idea en su momento.

—De alguna forma hay que ganarse la vida —sugiero, con una frase bastante trillada—. Yo siento lo mismo por mi trabajo.

—Vivo bajo presión —dice—. Ya sabes, la presión de ser la que se gana el pan. Soy una familia de un solo miembro. Tengo que cuidar de mí misma. Fue el miedo lo que me impulsó a aceptar este trabajo.

—Yo podría decir lo mismo —le cuento—. Solo que a las recepcionistas de las galerías no nos pagan muy bien.

—Yo no sé nada de arte —dice—. Me licencié en Empresariales. Aunque estudié, pintura en la universidad. Pero no sé nada de nada sobre arte contemporáneo. Ni siquiera si la exposición de mi tío se considera buena. ¿Lo es?

—Ahora sí —digo.

*

Durante la cena, después de cargar bien nuestros platos, Lulú saca el tema de Dane O’Neill.

—Mi tío me habló de él por teléfono —dice—. Supongo que esperaba que sabría quién era. Y que me sentiría impresionada.

—Es el niño mimado del mundillo del arte —explico, en mitad de un bocado de cerdo
moo shu
.

—Se aseguró de que me quedase claro cuando vino conmigo al hospital —dice—. Menudo ego.

—Yo lo conocí en la inauguración de la exposición —digo, preguntándome si debería contarle que me enamoré un poquitín de él—. La historia estándar que circula por ahí sobre Dane O’Neill dice que se presentó completamente desnudo, excepto por unos calcetines morados a rayas, en la primera fiesta que dieron en su honor. Y que se encargó de que fuese un acontecimiento inolvidable al ponerse a bailar desnudo sobre la mesa donde los demás estaban cenando...

En este momento se echa a reír, interrumpiéndome.

—¿Te lo imaginas? Cómo le temblarían las carnes.

—Se ha convertido en su sello personal —prosigo—. Sabes que estás en una buena fiesta si Dane O’Neill se ha desnudado.

—Y, deja que lo adivine —dice, abriendo una de las empanadillas con un tenedor—. Se vende hasta el último cuadro de la exposición.

—Creo que me gusta Dane —le digo. O más bien, se me escapa. No tengo costumbre de hablar de lo mal que elijo mis candidatos románticos con mis amigos, ni siquiera con mis amigos más íntimos de la universidad como Azalea y Joey. Por lo general, la perfeccionista que llevo dentro decide que mis candidatos son patéticos antes de que tenga oportunidad de hablar de ellos con nadie. Pero ni siquiera eso evita que acabe en la cama con ellos. Aunque ahora que lo pienso, incluso la perfeccionista que llevo en mí creyó que Ricardo era el definitivo.

—¿Dane O’Neill? No. Pareces tan sensata, tan adulta —dice—. Y él parece tan infantil.

—Tiene por lo menos diez años más que yo.

—No me refiero a vuestra edad —explica, sirviéndonos más vino a las dos.

—No he tenido mucha suerte con el amor —le confieso—. Puede que un artista mayor que yo fuese una buena oportunidad.

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