Amor a Cuadros (6 page)

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Authors: Danielle Ganek

BOOK: Amor a Cuadros
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—La familia de mi padre era del condado de Clare. Él nació allí. Mi madre nació aquí, pero sus padres también eran irlandeses.

—Una compatriota —dice—. Estupendo. Estupeendo.

¿Te he mencionado ya que tengo debilidad por los acentos bonitos? El acento irlandés de Dane O’Neill hace que todo lo que sale de su boca suene sexy. Sobre todo cuando te mira como me está mirando ahora, asintiendo con la cabeza y dándome su aprobación.

*

Por lo visto, hay un taxi. Va demasiado rápido para el tiempo que hace. Jeffrey Finelli se había parado en mitad de una calle reluciente de la lluvia y observaba la galería. Hay marcas de derrape. El cigarrillo sigue encendido, pero él muere al instante.

Cuando ocurre, la lluvia cae con tanta fuerza que nadie se da cuenta de que hay un hombre muerto en medio de la calle. La gente que llega a la inauguración pasa al lado del cuerpo. Sin siquiera verlo.

Está muerto. ¿Es posible? Jeffrey Finelli está muerto. Al principio, se produce un desfase entre el momento en el que la noticia se abre paso hasta la galería y el momento en que la gente sale a verlo. Durante unos minutos se quedan allí, de pie, con el mismo aire despreocupado de antes, aferrando sus copas de vino frente a los cuadros de Jeffrey. Y luego se extiende el rumor y se produce un movimiento en masa, como el de un rebaño, hasta la puerta.

Cuando oigo lo que dice la gente —ha habido un accidente, Finelli está muerto— mi cerebro se niega a procesar la información. Sigo a la multitud hacia afuera sin comprender lo que está pasando, como envuelta en una espesa niebla. ¿Que está muerto? No soy capaz de entenderlo. Y entonces veo el cuerpo.

Nos quedamos allí de pie, bajo la lluvia, al menos cien personas que no tienen nada que ver una con otra ni con Jeffrey, pero ahora unidas para siempre. Somos las personas que estuvimos en la inauguración, y traficaremos con esta anécdota, contaremos esta historia durante años, embelleciéndola, modificándola aquí y allá, hasta que las últimas versiones se parezcan poco o nada a lo que de verdad está pasando aquí. Nos quedamos en silencio, esperando a una ambulancia que ha llamado alguien con un móvil y la suficiente presencia de ánimo.

Bajo la vista hasta los pies, sin querer mirar el cuerpo que descansa sobre la calzada. Es entonces cuando percibo un destello plateado. Me agacho, sin darme cuenta de lo que hago. Es el mechero de Jeffrey. El mechero de plata que llevaba en el bolsillo de la rebeca. Me lo deslizo en el bolsillo y lo aferró en busca de consuelo.

La ambulancia se detiene frente a nuestra manzana. Una figura se acerca a nosotros. Parece ser una mujer con un abrigo largo con capucha. Cuando la veo está andando rápidamente, pero después relaja el paso a medida que se acerca, como si quizá intuyese algo y estuviese intentando posponer el enfrentamiento con la inevitable verdad. Es Lulú. Lo supongo. Pero sé que es ella. Y sí, cuando se acerca puedo verle la cara. Es el rostro del cuadro, sólo que ahora está mejor tallado, su belleza resulta más patente. Es muy alta y está increíblemente delgada. El largo abrigo gris acentúa su altura. Se acerca a nosotros, se acerca a la verdad dolorosa e inevitable; el tío al que no ha visto en veinte años está muerto.

Hay un fotógrafo que recoge en vídeo el drama del cuerpo y la ambulancia y la multitud de culturetas reunidos bajo la copiosa lluvia. Alguien le grita que pare. Llueve tanto que casi no puedo oírlo, pero creo que lo que contesta es: «Eh, tío, ¡que esto es arte!».

3

Por favor, acuda a la cena en honor de Jeffrey Finelli

Aquella misma noche de marzo

A pesar de que el invitado de honor ya no está con nosotros, no cancelamos la cena. Es como una
performance
artística; una invitación a cenar con el artista, sólo que el artista no ha venido porque, perdone usted, está, bueno, muerto. Me imagino que Jeffrey se presenta mientras sirven el segundo flan de coco. ¿Me habéis echado de menos?

Nos reunimos en casa de Simon, a tres manzanas de la galería. El piso de Simon ocupa una planta entera de un antiguo edificio de almacenes y está diseñado para realzar una horrorosa colección de muebles suecos de los años cincuenta y unas pocas piezas selectas del inventario de arte que Simon tiene a la venta. A Simon no le apasionan ni los muebles ni el arte, ni tampoco coleccionar nada excepto objetos personales de lujo, pero es importante para su imagen, o al menos eso piensa él, que se perciba que vive de la misma manera que sus clientes, con la misma pasión por el diseño, la belleza y un estilo de vida refinado.

Simon sirve
gin tonics
, aunque a algunos les ponen de mal humor y hacen que otros se comporten de forma estúpida, y nunca hay suficiente comida, pero ha conseguido labrarse una reputación como anfitrión. Puede que sea por el acento.

—Pasen, adentro todos —grita Simon mientras los invitados sacuden los abrigos y los cuelgan en el vestíbulo y meten los paraguas en el paragüero o los tiran sobre el ahora resbaladizo suelo. En el mundo de los coleccionistas de arte existe una cierta camaradería, una dinámica de grupo que se ve alimentada por fiestas como ésta. Se trata de una vida social precocinada. Las invitaciones que llegan por correo, por e-mail, o por teléfono hacen que esta gente sienta que pertenece a un mundo cerrado. Resulta reconfortante, supongo, saber que tu presencia se espera en alguna parte, saber que habrá bebida y comida y conversación con almas afines.

Así que vienen. Aunque el artista esté muerto. ¿Qué más les da? En este caso, ninguno de ellos conocía al artista. A mí me parece intolerablemente insensible, pero todo el mundo cuyo nombre estaba en la lista de invitaciones de Simon desfila en su
loft
esta noche.

—La sobrina de Jeffrey se fue en la ambulancia. Con Dane O’Neill —anuncia Simon mientras sus invitados se reúnen, se besan y se hacen preguntas. No iba a perderse la oportunidad de dejar caer un nombre como el de Dane—. Piensan pasarse por aquí más tarde.

A Simon se le da bien representar el papel del marchante amable pero afligido. Sostiene la puerta para que puedan pasar sus invitados, derramando un poco de su
gin tonic
. Acepta las condolencias. Besa las mejillas que le presentan y recibe efusivos apretones de manos. Mantiene un aspecto adecuadamente solemne mientras reparte los cócteles.

De hecho, puede que, si te presentases en su casa esta noche o cualquier otra, te engañara su cordial afabilidad británica. Puede que te fijases en el elegante traje —Brioni, ¿verdad?—, en el acento, y en la sonrisa con la que de vez en cuando logra hechizar de verdad, y puede que pensases que podrías llegar a hacerte amigo de Simon. Puede que quisieses ayudarle, que le ofrecieses tu pañuelo planchado para secar la bebida derramada, o que tú mismo le dieses tus condolencias.

Puede que hasta te hicieses amigo de Simon. O eso creerías tú. Oh, puede que durante un tiempo, meses, o incluso un año o dos si no lo veías muy a menudo. Sólo después de que te quitase de las manos una obra de arte que te interesaba especialmente, o de que extendiese un falso rumor que hiciese que se rompiese un trato en el que llevabas meses trabajando y de que te lo dijese a la cara con todo descaro y sin siquiera parpadear y después se metiese en el bolsillo ese pañuelo regalo de tu abuela, después de eso te darías cuenta de que jamás podría ser tu amigo.

Eso, si no eres coleccionista. Si eres una de las pocas personas a las que Simon considera lo suficientemente importantes o con el suficiente potencial para hacer que merezca la pena el esfuerzo, te sentirías totalmente abrumado por su carisma. Tener carisma es condición sine qua non para un marchante de arte, aunque algunos son mejores actores que otros.

Martin Better, a pesar de tener la reputación de ser una mente despierta, lleva ya un tiempo disfrutando de la faceta más dulce del carisma británico de Simon, y considera a Simon un amigo. Durante los últimos dos años han salido juntos, han disfrutado de cenas periódicas en Lever House o Mister Chow’s y de almuerzos en Pastis los sábados. Martin anda detrás de presas más grandes que los artistas mediocres de Simon y conoce a marchantes más importantes de los que hacerse amigo, pero Simon le cae bien.

Lo entiendo. Marty vive en una casita a las afueras. Tan a las afueras que vive en Greenwich, Connecticut. Simon es un ratón de ciudad. Simon hace que Marty se sienta joven y en la onda. Simon sabe cómo conseguirlo. A Marty le gusta que le inviten al piso de Simon, aunque rara vez le compra nada. Pero casi siempre se presenta.

Entra por la puerta ataviado con la chaqueta de cuero marrón pasada de moda que siempre lleva cuando hace una excursión a la ciudad y abraza a Simon en plan coleguita, mientras que con un brazo le da un par de palmadas en la espalda.

—Siento lo de Finelli —dice. Marty apenas tiene tiempo de tomar aliento antes de añadir—: Te compro uno de sus cuadros.

El semblante de seriedad cuidadosamente compuesto por Simon se convierte instantáneamente en mal disimulada alegría.

—¿En serio? ¿Cuál?

—¿Cuál era el que aparecía en la invitación?

—El retrato de Lulú. Te envié el jpeg.
Lulú conoce a Dios y duda de Él
.

Martin deja escapar una risa seca.

—Toma ya. El título es malísimo. Pero me lo quedo.

—No has visto la exposición. —Simon estaría frotándose las manos con maniaco alborozo si no estuviese aferrando esa copa.

Martin Better se encoge de hombros.

—El tío ha muerto, ¿no? Así que no van a salir más cuadros de él. Eso debería crear más demanda.

Prácticamente veo la bombilla que se le enciende a Simon encima de la cabeza.

—Sí, sí, por supuesto.

—Tú resérvamelo —dice Martin—. Me pasaré a ver la exposición esta misma semana.

*

Resulta extraño e incómodo asistir a una cena en honor de un artista que acaba de morir de forma repentina. Así que hacemos lo que solemos hacer en este tipo de situaciones: beber. Están los
gin tonics
y aún queda algo del
chardonnay
que forma parte del cliché. También están las preguntas para las que Simon no tiene respuestas. ¿Existen más obras de Finelli? ¿Había hecho testamento? ¿Dónde van a enterrarlo? ¿Quién era la chica del cuadro grande?

Acepto una copa de vino. ¡Oh!, ¿por qué no? Dadas las circunstancias, mi regla autoimpuesta de no beber entresemana parece demasiado estricta. Apenas conocía a Jeffrey, no puedo decir que haya sufrido una pérdida terrible, pero siento que mi equilibrio emocional se ha visto afectado por todo lo ocurrido. Una copa de vino, sólo una, debería ayudarme a sentirme mejor, desplegando su magia, como siempre lo hace, el genio de la botella.

Espero poder tener oportunidad de volver a hablar con Dane O’Neill. Sospecho que no soy la única en esta habitación que tiene esa esperanza. Los coleccionistas siempre quieren conocer a los artistas que crean las piezas que ellos codician. Sobre todo a los artistas que ya han sido consagrados por el mundillo del arte. Personalmente, creo que es un error aspirar a conocer a los iconos que uno admira. Pero tampoco es que haya conocido a muchos iconos. O a ninguno, en realidad. Richard Prince un día me sonrió por la calle, ¿eso cuenta?

A Simon le gusta invitar a tres de las más bellas galerinas a sus fiestas. Son las mujeres con las que cree que hablo cuando me pregunta «cómo anda el tema». Alexis, Julia y Meredith; yo las llamo «las Hermanas Fatales». Simon cree que son amigas mías. Supongo que lo son. Las tres van casi siempre juntas. Ahora convergen sobre mí, lanzando besos al aire y mostrando una falsa preocupación mezclada con envidia al ver que de repente me encuentro en el ojo del huracán.

—Estás muy delgada —dice Meredith, como acusándome. Pretende que sea un cumplido y un saludo, aunque también una acusación. Ella está un tanto rellenita, ese vestido negro sin mangas no le favorece, y siente animadversión por todo aquel cuyo metabolismo es más indulgente que el suyo.

—Mia es muy chiquitita. —Alexis Belkin es la hembra alfa de la troika. Es muy alta y está demasiado delgada para su vestido negro de Prada, pero resulta especialmente llamativa, toda mejillas angulosas y miembros huesudos. Pretende que su comentario, chiquitita, parezca a primera vista un cumplido, pero todas sabemos lo que es en realidad, el intento de una chica alta de recordarme mi diminuta estatura. Mido uno sesenta y cinco, soy más alta que Meredith y aproximadamente de la misma estatura que Julia, pero a Alexis le gusta emplear la palabra
chiquitita
para referirse a mí de forma despectiva siempre que puede.

—Tienes toda la razón. ¿Cuánto pesas, Mia, unos cuarenta kilos? — me pregunta Julia. No le respondo.

Alexis suele ser la que tiene los cotilleos más frescos, y a ella le da igual lo que pese.

—Mirad —dice—. Todos los cuadros de la exposición van a costar más del doble a partir de mañana.

Alexis lleva cuatro años trabajando para Pierre LaReine, un marchante de primera fila, y le gustan los rumores que circulan de que se ha pasado gran parte de ese tiempo en su cama, tanto o más que los rumores de que cualquier día piensa marcharse para abrir su propia galería.

—Por supuesto. —Julia asiente con la cabeza, enérgica. Es la más guapa de las tres y lleva un vestido negro, una imitación de Prada. Se pasó un año trabajando con LaReine antes de trasladarse a una galería más lejos del centro donde, según lo justifica ella, no había tantos gritos. Suele darle la razón a Alexis en todo lo que dice.

—Y los cuadros son terribles, ¿no os parece? —comenta Alexis—. No aguanto este tipo de obras. Tan fáciles.

«Fácil» es una palabra que le encanta a Alexis. La usa para referirse a cualquier obra visualmente agradable, y quiere decir que este tipo de arte está trillado.

—Oh, sé lo que quieres decir —replica Julia—. Muy fácil.

—He oído que ya se ha vendido la exposición completa. —Alexis no ha oído eso; está intentando recopilar información. Me observa con cautela, intentando averiguar si morderé el anzuelo.

—Martin Better acaba de reservar el cuadro grande, aunque aún no lo ha visto en persona —les digo—. De los demás, no sé nada.

—¿Veis lo que quiero decir? —dice Alexis. Echa una ojeada a su alrededor para asegurarse de que las otras dos se dan cuenta de que siempre tiene razón. Julia asiente con la cabeza, mostrándole su aprobación.

—¿No resulta triste? Jeffrey llevaba toda su vida esperando esta exposición —susurra Meredith, desviándose del tema de las ventas. Proviene de una familia con dinero, y por tanto el dinero no le interesa.

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