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Authors: Danielle Ganek

Amor a Cuadros (4 page)

BOOK: Amor a Cuadros
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—Yo soy de los que creen —dice—. Y el poder del arte para transformar las cosas es la única religión que conozco.

—Y Lulú —pregunto—. ¿Su sobrina?

—En este cuadro, ella es todos nosotros. Cuando dudamos de nosotros mismos, cuando dudamos de nuestra fe, cuando dudamos de nuestra capacidad para llegar a ser artistas, aunque lo deseemos.

—No todos podemos ser artistas —respondo.

—No —concede—. No, no todos podemos. Y para aquellos que creemos, eso resulta a veces muy doloroso.

Doloroso, sí. Me obsesiona el proceso creativo. Es confuso, desconcertante y frustrante. Y este hombrecillo parece comprender todo eso perfectamente. Aunque me doy cuenta de que esto va a sonar ridículamente egocéntrico —todo esto va de mí, ¿no?—, tengo que decir que de repente siento que Jeffrey Finelli ha creado este cuadro expresamente para mí. O para gente como yo.

—Lo que la mayoría de la gente me pregunta es cómo perdí el brazo —dice—. Menos mal que tengo una historia que contarles.

Me atrae hacia él, y aspiro su olor a cigarrillos europeos. ¿Gitanes? ¿Gauloises?

—Fue durante una redada nocturna en Madagascar. Yo estaba sentado en la parte de atrás de una furgoneta con una cabra y un ruso. Estábamos fumando hachís turco y comiendo las ciruelas más jugosas que jamás he probado. Resultó que el ruso no era quien yo creía que era. Me desperté sobre un charco de sangre de cabra. Y eso es todo lo que puedo contarte, porque el resto de la historia incluye prostitutas y pistolas y cosas poco apropiadas para tus jóvenes y preciosas orejas.

—Pues menuda historia —bromeo.

—Lo importante es lo siguiente —replica—: ¿Por qué mi brazo izquierdo? Pinto con el derecho.

No tengo oportunidad de preguntarle qué quiere decir. Nos interrumpe el ruido que hace Simon desde el otro lado de la pared de cristal.

—¡Maldita puerta! —está intentando abrirla sin empujarla con las caderas. Eso nunca funciona.

Rodeo el tabique interior de escayola y me acerco, dispuesta a ayudarle, mientras Jeffrey me sigue. Simon está parado frente a la puerta con una taza de té en una mano y un paraguas a rayas en la otra. Lleva una gabardina azul marino y una bufanda de cachemira verde claro anudada con alegre indiferencia alrededor de su delgado cuello. Aunque no sea mucho decir, Simon sabe lo importante que resulta tener un look fácilmente reconocible.

¿Cómo podría describirlo? Su rasgo más característico es el pelo. Un casco leonino que nunca, ni siquiera con el más aplastante calor o, como hoy, bajo una lluvia copiosa y persistente, jamás se encoge ni marchita ni cambia lo más mínimo. Lo importante es el pelo, la colorida bufanda de cachemira y un estratégico par de gafas de carey. Le prestan un aire de estudioso.

—Maldición —dice Simon mientras abro la puerta para que pueda entrar. Deja caer el paraguas sobre el suelo. Al hacerlo, derrama parte del té del vaso cubierto que trae en la mano sobre su muñeca y sobre el puño blanco inmaculado de su camisa Turnbull and Asser.

Entre nosotros, mi opinión personal es que Simon no es más inglés que tú o que yo, pero invariablemente usa expresiones británicas en vez de sus equivalentes americanas. Por las noches vuelve a su apartamento, aunque siempre se refiere a él como «piso», siempre anda quejándose de las marcas que dejan sobre los relucientes suelos de hormigón las parejas que traen a sus niños en sus «malditos carritos», y de vez en cuando se le olvidan las «zapatillas de deporte», así que no puede hacer la media horita de
footing
, junto al río, que le mantiene esbelto y satisfecho de su figura.

—Mia, encanto, tráeme algo.

A mí no me engaña con sus palabras cariñosas. Simon es voluble. A veces se comporta como si estuviese encaprichado conmigo. Otras veces, su desdén es como un hongo atómico: crece y se extiende. Simon se encarga de que nuestra complicada, aunque ya familiar, relación profesional tenga muchas capas. Y supongo que yo también. Somos como una familia, algo desequilibrados pero nos necesitamos, y estamos obligados a permanecer el uno con el otro.

Hago lo que me dice y busco, algo con lo que secar el Earl Grey.

Nadie parece cuestionar la nacionalidad del encanto juvenil de Simon. Después de todo, lleva ese paraguas a todas partes, como si se hubiese criado en un clima lluvioso, siempre anda bebiendo interminables tazas de té, y su conversación se ve invariablemente salpicada de preguntas incontestables como «¿Por qué tendrán las americanas unos culos tan gordos?».

*

Es por la tarde cuando empieza la pelea.

—Aborrezco los aires de encargado de museo que te das —le dice Jeffrey de repente a Simon, recreándose en la palabra «aborrezco»—. Quítalos todos de las paredes.

En un primer momento, Simon parece mantener la calma. Es de esperar que los artistas se comporten de modo extraño justo antes de que su obra sea expuesta a un público potencialmente cruel e insensible.

—Inauguramos la exposición dentro de exactamente una hora —anuncia.

—He cambiado de opinión —explica Jeffrey—. No están en venta.

—Ya están vendidos —señala Simon. Es cierto. Aunque los marchantes en general, y Simon en particular, son manifiestamente reacios a desprenderse de su dinero, Simon le ha firmado un cheque de ciento cincuenta mil dólares a Jeffrey por valor de los siete cuadros.

No hubo contrato, pero nunca lo hay. No se especificó un reparto a sesenta/cuarenta antes de la exposición, como se hace con otros artistas. Simon se sintió tan inspirado por las obras, o eso dijo, que compró los cuadros de inmediato. Por aquel entonces, me pareció un tanto extraño. Pero el comportamiento de Simon es siempre un tanto extraño, así que no le di importancia. Sí, es cierto; Jeffrey no es el dueño de estos cuadros. El dueño es Simon.

Jeffrey se pone de puntillas hasta alcanzar su altura máxima de aproximadamente uno setenta y acerca su cara todo lo que puede a la de Simon. ¿Te he dicho ya que Simon también es un hombre bajito? ¿O ya te lo has imaginado tú sola?

Simon se pone de puntillas hasta alcanzar su altura máxima de uno setenta y cinco. (O eso dice él, pero ¿no dicen todos los hombres bajitos que miden uno setenta y cinco?).

Ambos se colocan en posición de lucha, el uno frente al otro.

Jeffrey aferra la corbata de Simon y tira de ella.

—Te devuelvo el dinero.

—No seas infantil. Es un cliché muy trillado. —Simon intenta arrebatar su corbata de las manos de Jeffrey.

Jeffrey no la suelta.

—El cliché del marchante malvado que le chupa la sangre a las almas creativas como una sanguijuela está aún más visto —replica—. Tú no sabes nada sobre arte. Y mucho menos sobre cómo colgarlo.

Tengo que decir que no hay absolutamente nada que reprocharle a la manera en que están colgados los cuadros de la exposición. De hecho, Simon ha hecho un buen trabajo al distribuir las obras y al dejarle al cuadro dominante de Lulú el lugar de honor frente a mi escritorio. Parece que Jeffrey quiere provocar una pelea.

Simon está acostumbrado a esto. La relación artista/marchante siempre es complicada. La mayoría de los artistas de Simon lo odian. Oh, todos empiezan encantados. Al principio, los artistas son muy agradecidos. Están contentos de que los expongan en una galería. Han sido consagrados, ahora pertenecen a los elegidos. Y quieren a Simon por ello. Pero después, de forma inevitable, se van creando pequeños resentimientos, la relación empieza a desmoronarse, y los artistas se desenamoran. A menudo se abren paso hacia galerías más grandes y hacia otros marchantes que les hacen sentir que por fin van a poder desplegar todo su potencial.

—¿Por qué le das tanta importancia a los detalles? —pregunta Simon, tirando de la corbata hasta que consigue liberarla. Intenta alisarla, pero está toda arrugada y hecha un desastre. Seguro que quiere ponerse otra—. No le des demasiada importancia a los detalles —murmura.

—¿Qué no le dé demasiada importancia a los detalles? —Jeffrey escupe las palabras—. El arte SON los detalles.

Cierra la mano hasta convertirla en un puño y le lanza un gancho a Simon.

Simon es ágil. Se agacha, así que el puñetazo golpea el aire.

Jeffrey vuelve a intentarlo, pero con poco entusiasmo. Simon ya se ha alejado de él. Ha sacado un paquete de Lacasitos del bolsillo y se ha tragado seis o siete de un bocado.

Jeffrey se queda de pie en mitad de la galería mientras Simon lo rodea lentamente. Parece que se le han bajado los humos. Pero entonces sonríe, como un niño travieso.

—El arte SON los detalles —repite. Se saca un cigarrillo y una boquilla de aspecto caro del bolsillo de la rebeca y señala a Simon—. Tienes que dejar tu incredulidad temporalmente a un lado.

Simon simplemente se le queda mirando. Está acostumbrado a que los artistas hagan este tipo de declaraciones. Normalmente no intenta buscarles sentido. Ahora que lo pienso, Simon es de los que dudan. Siempre duda de que las exposiciones vayan a venderse bien. A menudo tiene razón en hacerlo.

Jeffrey se coloca el cigarrillo entre los labios y acerca el mechero plateado para encenderlo con un movimiento armonioso y ensayado.

—No puedes fumar aquí —dice Simon, con la voz más amable que logra poner, intentando todavía recobrar el aliento. Pero amable es un tono que no le sale muy bien. Su especialidad es el sarcasmo. Así que así es como le sale. Sarcástico.

Jeffrey clava sus ojos redondos y grises en Simon y enciende el cigarrillo, dándole una larga calada. Le echa el humo a la cara a mi jefe.

—Va contra la ley —le advierte Simon, y al tono de sarcasmo se añade un eco de petulancia.

Jeffrey vuelve los ojos hacia mí, en busca de confirmación.

—¿Va contra la ley?

Asiento con la cabeza, ratificando dócilmente que Simon dice la verdad.

—Es así —repite Simon, firmemente convencido de que está haciendo lo correcto. A Simon le gusta hacer lo correcto.

Jeffrey niega con la cabeza, pero se acerca a la puerta.

Una vez que Jeffrey sale hacia la lluvia de fuera, intento esconderme tras mi mostrador de acero inoxidable y perderme en mi trabajo. Sobre mi escritorio hay una pila de cartas de los muchos, demasiados artistas serios o sin talento de todo el mundo que buscan que les representemos en, como ellos dicen, «toda una institución en Nueva York como es la Galería Simon Pryce». Pero antes de que pueda concentrarme en las cartas, Simon me mira, o mira hacia donde estoy yo.

—Bueno —dice—, ¿cómo anda el tema?

Simon siempre está preguntándome cómo anda el tema. Es un americanismo que ha aprendido en alguna parte. Creo que piensa que así se rebaja a mi mismo nivel, que rapea conmigo. Tiene la absurda idea de que yo aspiro a tener mi propia galería, y a menudo habla de mi ambición desmedida. Parece creer en serio que me interesa el tema. Nada más lejos de la realidad.

—La cosa ha estado tranquila esta mañana —digo, sabiendo que eso le decepcionará por varias razones. Por lo visto, quiere creer que soy una chica que se mantiene a la última en nuestra rama de negocio, que investigo en Internet, me comunico con otras galerías e intercambio valiosa información, porque eso es lo que hacen las galerinas.

Resulta desconcertante que te malinterpreten. Igual que todas esas personas cuyas cartas atascan mi buzón, yo tengo un sueño. Estudié Bellas Artes y vine a Nueva York, como tantos antes que yo, en busca de fama y fortuna como persona creativa. No es algo a lo que sencillamente aspire, sino que lo deseo. Deseo, sí, deseo que el mundo conozca mi sueño, que me reconozcan como la artista brillante y llena de talento que me gustaría imaginar que puedo llegar a ser. Pero desde que acepté este empleo no le he contado a nadie mi secreto.

Soy pintora. Sí, ya sé lo que estás pensando: en realidad soy recepcionista. ¿Ves? Ahí es donde la cosa se pone difícil. Vine a trabajar a la galería pensando que ésta iba a ser mi entrada en el mundillo del arte. Y aquí estoy, cinco años más tarde, y Simon no tiene ni idea de que sigo ocultando mi identidad secreta: soy pintora. Él se comporta como si cualquier día fuese a contarle mi verdadero plan, como si fuese a llevarme a todos sus artistas y a mudarme a mi propia caja blanca al final de la calle.

La única forma de demostrarle que se equivoca sería decirle la verdad. Pero la verdad es tan egocéntrica y humillante —porque no he sido bendecida con talento, al menos no que yo sepa— que prefiero dejar que siga pensando que soy la próxima Marian Goodman.

—Más vale que no te pongas de parte de nadie cuando vuelva a entrar —dice Simon.

Niego con la cabeza para indicarle que no tengo intención de sugerir que vuelva a colgar los cuadros de la exposición. Me gusta dónde ha colocado el cuadro de Lulú, justo enfrente de mi escritorio, de forma que la chica me contempla con esa sonrisa suya de suficiencia, como si ella y yo fuésemos cómplices de una broma.

Simon de repente arruga la nariz.

—¿Qué es ese horrendo olor?

El queso ilegal sin pasteurizar de Jeffrey sigue sobre mi escritorio.

—Un regalo del artista.

Miro hacia fuera y observo cómo cae la lluvia. Jeffrey está de pie en mitad de la calle mirando hacia la galería, con la cabeza dirigida hacia el cielo como si brillase el sol. Cuando ve que lo estoy mirando, me saluda con el cigarrillo en la mano. De pronto admiro la sabiduría de su postura, allí en mitad de la calle, pero sólo durante un segundo.

Cuando vuelve a entrar, no se menciona la pelea. Ni se habla de volver a colgar los cuadros. Ni de cancelar la exposición.

*

Ésta es la primera inauguración de una exposición de Jeffrey Finelli. Y la última. Por lo menos, le hubiera hecho gracia la ironía.

Esta noche servimos vino blanco, del barato, por supuesto, y agua San Pellegrino en botellas verdes y alargadas.

—Vino malo; también este cliché está muy visto —me dice Jeffrey mientras bebe a sorbos. Son las seis, y empieza a entrar gente poco a poco.

—Perdona. Normalmente no servimos bebidas. Ha sido usted el que nos ha inspirado esta extravagancia.

—Bonito vestido —dice Jeffrey.

Me he cambiado para la ocasión, y ahora llevo un vestido marrón de tirantes al que con los años he llegado a considerar mi «uniforme para las inauguraciones».

—Te sienta bien, con tu color de pelo y de piel —añade—. Eres como un caramelo.

Un caramelo, ¿eh? Acepto todos los cumplidos que me hacen. Pero ¿un caramelo?

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