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Authors: Danielle Ganek

Amor a Cuadros (12 page)

BOOK: Amor a Cuadros
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—Es el que ha hecho que te detengas en seco —digo, y se vuelve para dedicarme una amplia sonrisa.

—Ya te tengo —dice.

Simon, a pesar de no ser un vendedor muy fino, tiene un sexto sentido con el que percibe cuándo hay actividad en la galería. Ahora sale de su despacho pavoneándose ligeramente y cerrando ostentosamente su móvil. Le ofrece Lacasitos a Martin.

—No sé —le dice Martin a Simon. Niega con la cabeza para rechazar los dulces y se señala la boca para indicar el chicle que ya ocupa ese lugar—. ¿De verdad crees que el cuadro encaja con mi colección?

—Es una obra maestra —contesta Simon. Se encoge de hombros como si en realidad no le importase que Martin se muestre de acuerdo o no—. Tiene tanta demanda que apenas puedo separarme del teléfono.

Como si le hubieran dado pie, el móvil de Simon suena repentinamente en su mano. Mira el número pero no contesta.

Martin me dice:

—Le he prometido a mi esposa que iba a tomarme un descansillo con lo del arte. Dice que soy adicto. Pero no eres adicto a algo si eres capaz de dejarlo cuando te apetezca, ¿verdad?

—Si te soy sincero, ni siquiera estoy seguro de querer venderlo —dice Simon, obviamente alarmado ante la posibilidad de que Martin deje el arte.

—Te diré lo que podemos hacer —continúa Martin—. Mándamelo a Greenwich. Tengo que verlo en contexto.

Es una petición presuntuosa para una exposición que acaba de abrir, pero Simon tiene una ballena —sí, un comprador como Martin es una ballena— que parece haber mordido el anzuelo, y está dispuesto a hacer todo lo que esté en su mano para no perderla.

—El lunes, y sólo durante un día —dice Simon, de nuevo con voz alegre. ¿Y por qué no iba a hablar con voz alegre? Martin Better quiere hacer negocios con él. Todo el mundo quiere hacer negocios con él.

Cuando se marcha Martin Better, Simon también sale de la galería. Es la hora de su almuerzo. Me miente al decirme que ha quedado con un cliente. Estoy acostumbrada, pero hoy su mentira me molesta más de lo debido. Por supuesto, puede que eso tenga algo que ver con el estado de ánimo tan agitado en el que me encuentro, ya que he engullido tres capuchinos del tamaño que Starbuck’s se empeña en llamar
Venti
.

No hay necesidad de que Simon me mienta cuando me dice adónde va. No podría importarme menos adonde va. Lo único que sé es que no está presente cuando Pierre LaReine viene por primera vez a la galería. A Simon le va a sentar fatal haberse perdido la visita del marchante de arte contemporáneo más importante de Nueva York. De alguna manera, hará que parezca que es culpa mía.

Pierre LaReine está con Dane O’Neill. Su presencia en la galería sólo puede significar una cosa: que LaReine quiere sumarse al revuelo levantado por los Finelli. Parece que la popularidad de los cuadros es mayor de lo que imaginábamos. Por lo general, Pierre LaReine no se interesa por un artista hasta que sus obras se vuelven lo suficientemente caras. ¿La definición de Pierre LaReine de un gran artista? Uno que se vende por millones de dólares.

—Como te lo digo, este tío es la caña —dice Dane mientras entran por la puerta.

Dane tiene aspecto de no haber dormido desde la fatídica inauguración de la exposición de Jeffrey. Tiene los ojos inyectados en sangre y una barba de varios días le cubre el mentón. Lleva la misma ropa que hace dos noches: la camiseta pintada a mano y los pantalones cargo, que ahora están salpicados de más colores. Recuerdo algo que he oído sobre él. Se supone que una vez cumplió condena, en la cárcel —¡en la trena!— en Irlanda, y que estuvo en el ejército, ¿o era en el servicio secreto irlandés? Tiene unos músculos gruesos, como si estuviese acostumbrado al trabajo físico, y un aspecto rudo, como alguien que de verdad podría haber pasado una temporada en prisión.

Pierre LaReine, por el contrario, es el francés elegante y pulcro, y parece como recién salido de la ducha después de haber dormido diez horas. Va perfectamente vestido con un traje gris marengo con los hombros ligeramente caídos, y su pelo gris está cuidadosamente peinado. En la muñeca lleva un reloj grande de Franck Muller y, en los pies, unos relucientes zapatos Berluti. Reconozco los nombres de las marcas porque Simon envidia esta clase de artículos que aportan un estilo personal. Simon envidia todo lo que tiene LaReine, sobre todo su estilo de vida. LaReine es conocido por su estilo de vida.

Y también por su perspicacia para los negocios. He visto pasar a LaReine en días despejados, con el cabello reluciéndole al sol, de camino, quizá, a un almuerzo con un cliente durante el que ni siquiera mencionará la etiqueta del precio con la cifra «ocho millones de dólares» que cuelga de una obra de arte que se vendió por tres millones en una subasta hace sólo una o dos temporadas. Y de forma misteriosa, o al menos eso he oído, para cuando les pongan los espressos por delante, la compra estará cerrada.

O puede que LaReine vaya a reunirse con un artista al que representa en otra galería, tan sólo para un almuerzo casual, no para hablar de negocios, por supuesto. Pero para cuando termine la comida, puede que el artista haya sido invitado a una cena con algunos coleccionistas en la granja que Pierre tiene en el campo. O puede que le haya ofrecido dar un paseo en su helicóptero, y dentro de uno o dos meses el artista tenga un nuevo representante.

Los dos se detienen frente a mi escritorio, y me levanto a saludarlos. Dane me besa en la mejilla. Un beso distraído, pero un beso al fin y al cabo. Ahora tengo la suficiente confianza con Dane O’Neill, el artista de renombre mundial, como para que nos besemos al saludarnos. Admito que me resulta emocionante.

Dane me presenta a Pierre LaReine, que me estrecha la mano con poco entusiasmo. Ya está caminando hacia la galería para ver los Finelli.

—Un trabajo bonito —dice LaReine. Tiene un acento francés muy sutil, con una «r» que más bien suena como una «g»—. ¿Cuánto quiere por el grande? —«El ggande».

—Me da lo mismo, pienso comprarlo. —Dane se deja caer de rodillas frente al retrato de Lulú. Lo observa de cerca, examinando las pinceladas—. Jeffrey siempre andaba detrás de mí, diciéndome que debía volver a pintar. No he parado desde aquella noche.

—¿Cuál es el precio? —repite LaReine. Esta vez sus palabras van dirigidas a mí. «El pgecio».

—No estoy segura. —Ojalá pudiera responderle. Va a pensar que soy una insulsa. Pero Simon me ha dicho que no piensa ponerles precio a las obras hasta que vuelva a abrir la galería. La cifra de setenta y cinco mil dólares, el precio que descartó la noche de la inauguración, ya no es válida. Y si la menciono en voz alta, puede que me tomen la palabra—. Cuatro de ellos ya están vendidos.

Dane sigue hablando desde la misma posición, arrodillado frente al cuadro de Lulú.

—Jeffrey siempre andaba detrás de mí diciéndome que debía volver a pintar. Pintar, pintar. Eso es lo auténtico. Y yo le decía: «nadie quiere comprar un cuadro de Dane O’Neill».

Pierre no le está escuchando.

—¿Existen otras obras?

—Debe haberlas —dice Dane, ahora poniéndose de pie. Cuando se gira, nuestros ojos se encuentran. ¿Son imaginaciones mías, o se produce una chispa entre él y yo? Oh Dios. Creo que acaba de producirse una chispa entre Dane O’Neill y yo.

Tras una pausa, Dane prosigue:

—Finelli era un pintor muy prolífico. Una vez me dijo que era capaz de pintar diez o doce lienzos de los grandes en un año, a veces incluso más.

—¿Quién los tiene? —pregunta LaReine. Lanza la cuestión al aire para que la recojamos cualquiera de los dos, según parece.

Como queriendo responder a la pregunta, la presencia de Lulú Finelli de repente invade la galería.

Los dos hombres se giran y se la quedan mirando como si fuese un fantasma. Y de verdad parece una aparición, venida de repente, la chica del cuadro. Mi nueva amiga, la Lulú real, está tan delgada que casi se puede ver a través de ella.

Me saluda con un abrazo y echa a andar hacia el espacio de exposiciones. Le dedica a Dane un discreto saludo con la mano, que resulta casi majestuoso, pero después sonríe, y es toda luz y calor. Pensaba que era tímida. Ahora me doy cuenta de que de tímida no tiene nada.

Dane traga saliva, y su rostro palidece como si de verdad estuviese viendo a un fantasma. Mira fijamente a la Lulú real.

Pierre LaReine también se la queda mirando, pero de repente recupera la conciencia. Da un paso adelante con la mano extendida para presentarse. Su afición por las mujeres guapas es de sobra conocida, y en el pasado se le relacionó con famosas bellezas, modelos y personajes de la alta sociedad, mujeres de bandera. Aunque rara vez se le ve solo, en este momento está soltero y sin compromiso, a no ser que creas los rumores que circulan sobre Alexis y él.

Coge la mano que le ofrece Lulú y hace una reverencia sobre ella. No roza su piel con los labios, sino que se inclina rápidamente sobre su mano de esa manera europea tan aristocrática, igual que Jeffrey Finelli hizo conmigo cuando nos vimos por primera vez.

—Sé quién es usted —le dice Lulú—. Es el rey del mundillo del arte.

Es obvio que a Pierre le complace el comentario.

—Me he enamorado de la exposición —dice—. Sobre todo de este cuadro. —La manera en que lo pronuncia con su acento francés, «este cuadgo», resulta sexy, y parece indicar que no sólo se ha enamorado del cuadro, sino también de su contenido.

—Yo también —dice Lulú, como si estuviese hablando de Pierre. Qué interesante. Una nueva faceta de Lulú. Todos la observamos mientras se desabrocha la larga hilera de botones del abrigo gris.

—Ese cuadro es una locura —dice Dane, señalándolo. Parece que quiere interrumpirles. Puede que sólo me haya imaginado lo de esa chispa que se encendió entre nosotros cuando nuestros ojos se encontraron. O puede que fuese algo pasajero. Porque Dane no puede despegar los ojos de Lulú.

—Escucha —dice Pierre—. ¿Por casualidad tienes tiempo para cenar?

—No estoy segura —contesta Lulú, con tono coqueto. Me pregunto si sabrá que Pierre es un legendario seductor. Como a Alexis le gusta señalar, no contrata a ninguna chica que no sea guapa. Y a menudo ocurre que las mujeres a las que contrata acaban siendo más que meras empleadas, si he entendido bien lo que me ha dicho Alexis. ¿Sabrá Lulú que ya ha cancelado su boda en una o dos ocasiones? ¿Sabrá que ha sido el responsable de más de una ruptura matrimonial?

Pierre LaReine toma la mano de Lulú con un movimiento bien ensayado y presiona sus labios contra ella.

—Dame tu número.

Lo guarda en su móvil.

—Te llamaré. Dane, me gusta la exposición. Averigüemos más sobre este Finelli.

Pasa por al lado de mi escritorio.

—Bonita exposición —dice, de camino a la salida.

Entonces Lulú vuelve la vista hacia Dane y observa su pelo alborotado y sus ojos de maniaco.

—El cuadro no es ninguna locura. Tal vez seas tú el que está loco.

Eso le hace reír, con una sonora y breve carcajada.

—Lo estoy, lo estoy. El cuadro me está volviendo loco. Ese cuadro es una locura.

Lo evalúa con calma, y su serenidad presenta un marcado contraste con la frenética energía de Dane, que anda de un lado para otro frente a ella.

—Mi tío me regaló ese cuadro —dice Lulú—. Esa locura de cuadro.

Dane no responde de inmediato. Luego dice:

—Teníamos un acuerdo tácito de que yo lo compraría. Nunca creyó que nadie más lo quisiera.

—Seguramente también creía que no iba a morir.

Lulú se vuelve hacia mí. Ya no hay duda en sus ojos. Ésta se ha visto reemplazada por otra cosa, una especie de dureza, fría como el acero.

—Anoche no estaba segura de poder vivir con él. Pero no dejo de pensar en él.

—Ya ves —dice Dane—. Este
cuadro
tiene algo que te lleva a la locura.

*

Más tarde, Simon abre la puerta, de vuelta de su supuesto almuerzo con un cliente. Con qué cliente, me gustaría preguntarle. Parece entusiasmado al ver a Dane O’Neill en su galería. Eso significa que enarca las cejas varias veces, sucesivamente. Después le estrecha la mano a Dane con mucho ímpetu. Vamos, Simon. No te dejes impresionar.

Dane y Simon ya se han visto muchas veces, y han bailado sin llegar a tocarse, de esa manera en que sólo bailan los artistas con los marchantes que no los representan. Es un cha-cha-cha, adelante y atrás, nunca una proposición en firme, nunca un rechazo claro, tan sólo un baile, teñido de infinitas posibilidades.

—¿Qué te parece la galería? —le pregunta Simon, en busca de cumplidos. No, es incapaz de no dejarse impresionar.

—Me gusta la luz —dice Dane—. Y el tabique que separa la entrada de la exposición.

Escucho la conversación, esperando que Simon deje caer la piedrecilla del nombre del arquitecto sobre el estanque. Pero Simon se hace el modesto, una nueva hipocresía que por alguna razón me parece aún peor que las antiguas. Veo que Lulú también los observa, evaluándolos a los dos con una media sonrisa.

—Lo que dices es música para mis oídos —concluye Simon.

—¿Sabías que Finelli le dijo a su sobrina que podía quedarse con su retrato? —Dane extiende un brazo en dirección a Lulú al pronunciar la palabra «sobrina», pero ella no dice nada. Se queda muy quieta, observando.

Simon deja caer la mandíbula, floja. No es algo agradable de ver.

—¿Qué quieres decir?

Dane se echa a reír. Parece que se va a romper por la mitad.

—¿Te dijo Finelli que le prometí comprarlo?

Simon niega con la cabeza. No. No, no es así como se imaginaba que saldría la cosa. Aunque, leo sus pensamientos: si Dane O’Neill se plantease cambiar de galería... Pero eso es imposible. Nadie abandona una galería como la de Pierre LaReine por una como la de Simon Pryce.

—¿A qué te refieres? Estos cuadros no le pertenecían, así que no podía regalarlos. Ni tampoco prometérselos a ningún comprador. —A Simon parece haberle invadido el pánico cuando se ha enterado de que los dos, el reputado artista y la musa, le reclaman su recién encontrada gallina de los huevos de oro. Lulú y Dane intercambian miradas. De repente son aliados.

—Deberías comprar el autorretrato, Dane —dice Simon, intentando recuperar su encanto personal—. Es el más apropiado para ti.

Dane niega con la cabeza. Los cuadros más pequeños no tienen la misma fuerza que
Lulú conoce a Dios
. El lienzo grande desprende una energía especial, puede que incluso una cierta locura, como lo ha expresado Dane. Ahora observamos el resto de las obras, comparándolas.

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