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Authors: Danielle Ganek

Amor a Cuadros (15 page)

BOOK: Amor a Cuadros
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Connie Kantor debe haber intuido que el tema del Finelli no presagia nada bueno para ella —¿será por el numerito del vaso de Pellegrino?—, porque ha contratado a un asesor artístico para que sea su intermediario. Y tampoco es un asesor artístico cualquiera Acabo de guardar el sándwich en el cajón de debajo de mi escritorio cuando entra en la galería con Zach.

Lo primero que se me viene a la cabeza es: ¿qué demonios hace con ella? En realidad, eso es lo segúndo que se me viene a la cabeza. Lo primero que se me viene a la cabeza es: ¡qué guapo está con ese abrigo color camel y con la camisa azul que lleva debajo! Lo segundo que se me viene a la cabeza es: por favor, Connie Kantor no. Y después, lo tercero que se me viene a la cabeza es: ¿quién me creo que soy, expresando opiniones sobre su clientela? ¿Y qué más me da a mí?

—Quiero que hagas algo —le dice Connie mientras pasa junto a mi escritorio sin siquiera mirarme. Connie no saluda a las recepcionistas. Ya lleva el suficiente tiempo en el mundillo del arte como para saber que los coleccionistas con experiencia no se molestan en tratar con las desagradables recepcionistas de las galerías. Señala a
Lulú conoce a Dios y duda de Él
.

—Ese es.

Zach se detiene y se inclina sobre mi escritorio con una sonrisa ligeramente avergonzada, como si hubiese leído en mi mente lo segundo que se me ha venido a la cabeza, es decir: por favor, ella no.

—McMurray —dice.

No puedo resistirme a devolverle la sonrisa. Nuestras miradas se cruzan un instante. De repente siento que me he quedado completamente sin aliento. ¿Qué es lo que pasa aquí? Desvío la mirada cuando Connie ordena en voz alta, desde su lugar de propietaria frente al cuadro:

—Dile a Simon que ya estamos aquí.

Zach se inclina más hacia mí para susurrarme:

—Dice que ha reservado el cuadro.

—Tendréis que hablarlo con Simon —replico, pensando que ojalá dejara de latirme tan rápido el corazón. ¿Será por él o por toda la cafeína que llevo en el cuerpo? Debe ser la cafeína. Un cuarto cappuccino nunca es buena idea.

Zach lleva una pequeña cámara digital en el bolsillo, y ahora la saca y me enfoca con ella.

—Sonríe —dice.

Levanto la mano para tapar la lente.

—Saca ese cacharro de aquí.

Cuando bajo la mano, saca una foto.

—Perdona —dice, presionando de nuevo el botón y lo hace una vez más antes de meterse la cámara en el bolsillo.

Me da la impresión de que va a decir algo más. Y sé cómo funciona esto. Esta clase de tipos, los tipo que se ganan la vida vendiendo obras de arte, saben cómo jugar sus cartas sin dejar que nadie las vea para triunfar en el juego de intercambio de información en el que consisten la mayoría de sus conversaciones. Le muestras algo al otro, una carta tal vez, para conseguir otro poco, una carta o dos, a cambio. Parece que Zach va a colocar una carta sobre la mesa. Y luego parece cambiar de opinión.

Cuando Simon sale de la puerta de su despacho colocándose la corbata amarillo limón, Zach ha perdido su oportunidad.

A Simon le cae bien Zach. Bueno, no estoy segura de que le caiga bien literalmente, aunque a la mayoría de la gente le cae bien Zach. La verdad es que a Simon no le cae bien nadie. Pero cuando intuye que alguien puede hacer algo por él, esa persona le cae bien.

—¿Puedo ofrecerte algo de beber? —sugiere—. ¿Agua? ¿Pellegrino?

—Me
encantaría
tomar un vaso de Pellegrino —contesta Connie, con un eco de triunfo en la voz.

—Dos Pellegrinos —me ordena Simon mientras los acompaña hasta su despacho.

Cuando abro el frigorífico para sacar el agua veo —y huelo— el queso de Jeffrey. Inmediatamente se me vienen a la cabeza la imagen del pequeño y frágil artista con un solo brazo tendiéndome su precioso regalo con tanta elegancia. Me pregunto qué diría él de todo esto, de los coleccionistas que entran con paso firme en la galería con lujuria en el corazón, ansiosos de conseguir un cuadro del desconocido conde fallecido.

Sirvo el agua con gas en dos copas y cierro el frigorífico. Pobre Jeffrey. Puede que todo este jaleo le haga reír, esté donde esté. Allá arriba, en alguna parte. Conociendo a Dios, supongo.

Llevo el agua al despacho, donde Connie está sentada frente a una gran fotografía en color firmada por uno de los alemanes jóvenes de Simon. Rudolph Spaetzel. No es precisamente un nombre muy conocido.

Intento ignorar el brillo triunfal que veo en los ojos de Connie cuando le tiendo la copa de agua Pellegrino.

Cuando salen del despacho veinte minutos más tarde, Connie es dueña del Spaetzel.

—Háblame de Lulú Finelli —me dice. Sigue aferrada a su preciosa copa de Pellegrino—. He oído que estás intentando hacerte amiga suya.

—Estoy seguro de que no necesita intentarlo —dice Zach, acudiendo, galante, al rescate.

—Busqué su nombre en Google —comenta Connie—. No encontré gran cosa. Está involucrada en un proyecto benéfico para los niños de Harlem.

Zach parece haber encontrado un tono cálido y bromista que le funciona con Connie.

—¿Se puede saber por qué has buscado su nombre en Google?

—Quiero ser amiga suya —contesta Connie, como si buscar en Google los nombres de la gente que te presentan fuese lo más normal del mundo—. Aunque hay que reconocer que tiene coraje. Decir que su tío le regaló el cuadro. Una vez que, qué oportuno, él ya está muerto.

Deja la copa de Pellegrino sobre mi mostrador. Aún está llena.

—Zach, vámonos.

Se dirige hacia la puerta, con los tacones repiqueteando tras ella. Zach se detiene y me mira.

—Te debo una hamburguesa —dice.

—Soy vegetariana. —Intento parecer mordaz, aunque la verdad es que no estoy segura de qué significa mordaz exactamente, ni mucho menos sé cómo serlo con elegancia.

—¿De verdad?

Es difícil ser mordaz como es debido.

—Era broma.

Sobre las cinco y media de aquella misma tarde Lulú se pasa a ver el cuadro que ella y yo hemos empezado a considerar suyo. También quiere hablar con Simon, y yo le digo que el final del día sería el mejor momento para intentar razonar con él.

Me da un abrazo y se acerca directamente al retrato.

—¿Por qué me gusta tanto este cuadro?

—Eres tú —sugiero.

—¿No es totalmente narcisista?

—Lo entiendo —le digo, porque creo que de verdad lo comprendo—. Él lo hizo para ti. El cuadro transmite un mensaje de alguien que obviamente sentía algo muy especial por ti.

—Ojalá yo entendiese el mensaje —dice—. ¿Qué quiere decir todo esto de conocer a Dios? Me parece que no creo en Dios.

*

Cuando Simon sale de su despacho para saludar a Lulú, parece cansado. El revuelo de los últimos días lo está agotando. Tiene arruguitas en torno a los ojos, la melena algo menos leonina, y el nudo de la corbata ligeramente caído. Lulú es directa.

—Dijiste que si necesitaba algo, debía acudir a ti.

Simon se pone en plan correcto y santurrón, representando su numerito del perfecto caballero inglés.

—Bien. Bien.

—La condesa, la mujer de Florencia; dice que voy a heredar todo lo que haya en el estudio.

—Eso he oído —dice Simon. Se estira todo lo que puede, pero Lulú sigue siendo bastante más alta, y tiene que levantar la vista para mirarle a la cara.

—No quiere decirme qué hay en el estudio. Y la verdad es que me da igual. Éste es el que quiero —señala el intenso lienzo rosa y naranja que cuelga de la pared.

Simon deja escapar un suspiro.

—Sabes que le compré estos cuadros a tu tío. Jeffrey tenía sentimientos encontrados, no estaba seguro de querer venderlos. La condesa no quería que los expusiera sin haberlos vendido antes. Fue ella la que insistió en que los vendiese por adelantado, que es como solemos trabajar en esta galería.

—¿Por qué quiso exponer en Nueva York? —pregunta Lulú. Buena pregunta—. ¿Por qué no en Florencia, o en otro lugar de Europa? ¿Y por qué contigo?

—Bueno, porque yo me ofrecí —explica Simon—. Yo descubrí a Jeffrey. Y supongo que la razón por la que expuso en Nueva York tiene algo que ver contigo. Y con el hecho de que Nueva York era su ciudad natal. Volvía a casa.

Lulú juguetea con el anillo que lleva en el pulgar.

—Este cuadro significa mucho para mí. Es lo único que me queda de mi familia.

Simon finge mostrar compasión de manera muy convincente.

—Lo entiendo. También es el único que me queda. Hoy he vendido el autorretrato y
Perder y encontrar la fe
.

Guau. Eso es vender con rapidez. Simon ya ha ganado mucho dinero con Finelli. Puede que incluso lo suficiente para cubrir la deuda que contrajo al inaugurar esta galería tan grande.

Lulú asiente con la cabeza.

—La condesa no quiere decirme qué hay en el estudio. No consigo sacarle nada por teléfono. Pero podría plantearme dejar que expusieses, y vendieses, todo lo que haya en el estudio de mi tío. Con una comisión adecuada, por supuesto. Podríamos llegar a un acuerdo —dice—. A cambio de este cuadro. Estoy segura de que no pagaste mucho por él, independientemente de lo que pienses que vale ahora que Jeffrey está muerto.

Estoy impresionada. Parece que ha encontrado la mejor manera de jugar sus cartas. Simon escucha, cosa que rara vez hace.

—Bien —repite—. Las obras tempranas eran algo distintas, si mal no recuerdo. Me dijo que solía pintar montones de escenas llenas de gente, versiones contemporáneas de retablos religiosos. Sólo llegué a ver dos. No sé si siguen estando en el estudio o si las vendió por su cuenta. Estos cuadros son mucho, mucho más impactantes.

Regatean un poco, pero Simon acepta. Le resulta demasiado tentador pensar que puede haber codiciados cuadros apilados en un estudio en Florencia, esperando a que él los venda. No piensa vender este último lienzo hasta después del funeral en honor de Jeffrey. Irónicamente, el servicio tendrá lugar durante la última semana del mes, que es también la semana en la que termina la exposición.

8

Alex Beene: esculturas en bronce. Galería Barbara Hartman. Inauguración 6:00-8:00 p.m.

Marzo

Lulú y yo salimos juntas de la galería. Simon ya se ha marchado a una cena en el Guggenheim —¡mucho que hacer, mucho que hacer!— y soy la única que queda en la galería, así que cierro con llave al salir. A lo largo de los años ha habido otros empleados. Contables, vendedores y ayudantes, de vez en cuando chicos que venían a hacer prácticas durante el verano. Cuando abrimos la galería grande, teníamos a cuatro personas en plantilla. Pero todos decidían buscar un trabajo mejor, por lo general al poco tiempo de llegar, obligados por el escaso sueldo y por la personalidad voluble de Simon, o atraídos por oportunidades mejores. Desde que José se marchó a trabajar en la Galería Cassidy/Landman, en esta misma manzana, sólo quedamos Simon y yo.

—¿Qué ocurre ahí? —pregunta Lulú, señalando un lugar de la calle donde se encuentra reunido un grupito de personas.

Miro.

—Es la galería de Barbara Hartman. Esta tarde inaugura una exposición.

—¿Toda esa gente por una inauguración?

—Deberías ver el revuelo que hay cuando LaReine inaugura una exposición.

—¿Podemos ir? —pregunta Lulú, echando a andar por la calle en dirección a la inauguración, una de las tantas que se celebran esta noche en las galerías grandes y pequeñas de Chelsea.

—Claro. —La alcanzo—. Alex Beene es escultor. Hace trabajos en bronce a gran escala.

Nos abrimos paso entre la gente que hay congregada frente a la galería de Barbara Hartman. Una vez dentro, vemos que hay expuestas cuatro esculturas, todas figuras femeninas con miembros extrañamente deformados y rostros alargados. Las piezas resultan tristes, pero al mismo tiempo orgullosas. Me gustan.

A Lulú también.

—Son asombrosas —dice—. Parece increíble que sea bronce. Da la impresión de ser un material flexible, que se puede doblar, pero en realidad es completamente sólido.

Nos quedamos de pie frente a una de las mujeres, la que tiene la cara más triste.

—Me gusta. Da un poco de miedo —dice Lulú.

A nuestras espaldas, una voz añade:

—Me explicó que concebía a sus mujeres como monstruos que enamoran, que causan miedo y que resultan difíciles de olvidar. Todas son retratos.

Lulú se da la vuelta, sobresaltada. Zach está de pie detrás de nosotras, con la misma combinación de colores en la que me fijé antes, una camisa azul mediterráneo a juego con sus ojos y un abrigo camel.

—Hola —me saluda.

—Lulú Finelli, Zach Roberts —digo—. Zach, ésta es Lulú.

—Te reconozco del retrato —dice. Espero que se comporte como un niño tonto o que empiece a trastabillar o a hablar demasiado al darse cuenta de lo guapa que es Lulú, pero se limita a sonreírle con cortesía y después se vuelve hacia mí.

—McMurray —dice—. ¿Qué te parece mi nueva clienta, Connie Kantor? ¿Crees que tiene mucho interés por el cuadro?

—Eres tú el que tiene que hacer de perrito faldero para esa clase de gente —contesto—. No sé cómo puedes hacerlo. —La verdad es que me ha salido más borde que mordaz. Pero no quiero que se lleve una idea equivocada, como, por ejemplo, que me interesa.

—Tocado —dice. Sonríe. O bien está tonteando conmigo, o bien quiere algo—. ¿Lo has oído, Lulú? Perrito faldero. Qué descortés.

Lulú le dedica una amplia sonrisa.

—Lo que Mia quería decir es que se siente impresionada por el éxito que estás teniendo.

Zach hace una reverencia, en broma.

—Gracias. Todos tenemos que ganarnos la vida de alguna manera.

—Sí, pero, Lulú —añado, en un tono igualmente burlón—, lo que el señor Roberts no te ha dicho es que no todos tenemos que ganarnos la vida de forma rastrera.

—Rastrero —repite Zach, y se echa a reír—. Entonces, ¿qué soy? ¿Un perrito faldero o un rastrero? Está mezclando los términos. ¿Ayudar a mis clientes a comprar obras de arte es ser rastrero?

Lo miro a los ojos.

—Ayudar a tus clientes a comprar obras de arte no es ser rastrero. Mentir por omisión, aprovecharse de información privilegiada, o conseguir tratos de forma deshonesta, eso es ser rastrero.

—Si mal no recuerdo, McMurray, la última vez que te vi, que ha sido hoy, tú también te ganabas la vida de esta manera. Vendiendo obras de arte.

Tocada. Ahí me ha dado. Me alejo de ellos y echo a andar hacia la escultura grande que hay en el rincón. Es una proeza impresionante lograr que esta sólida pieza de bronce realizada con molde parezca tan fluida. La escultura tiene movimiento, aunque seguramente pese al menos doscientos cincuenta kilos.

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