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Authors: Danielle Ganek

Amor a Cuadros (17 page)

BOOK: Amor a Cuadros
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—Acércate a casa de Martin Better y proporciónale algo de sexo.

Cuando dice sexo no se refiere a que de verdad tengamos que desnudarnos y tener relaciones íntimas, aunque, si eso es lo que busca el cliente, ¿quién soy yo para decirle que no? Es broma. «Sexo», en el sentido en el que lo empleamos en el mundillo del arte, significa simplemente que debo convencer al señor Better de que la decisión que piensa tomar es la correcta. Significa que tengo que hacer que la pieza que está apunto de comprar le parezca sexy. Significa alimentar su codicia por nuevas obras de arte con contacto visual, algo de tonteo, un par de risitas, y la promesa de algo más. Eso es todo.

Martin Better es un público receptivo. Hay algo en la forma en que me mira —de la misma manera en que mira una obra de arte antes de decir: «Que le den, me la llevo»— que me dice que estará dispuesto a plantearse cualquier clase de trato que yo tenga en mente.

Le gustan los artistas jóvenes. Sobre todo las artistas jóvenes. ¿Qué clase de trato podría sugerirle? Un estipendio mensual para un estudio, acceso exclusivo a las obras, la posibilidad de ponerle en contacto con las juntas directivas de un par de museos y con otros tantos dueños de galerías que estarían dispuestos a hacerle algún que otro favor a un hombre que puede firmarles un cheque por veinticinco millones de dólares sin siquiera pestañear.

Así es como me entretengo durante el agradable paseo en coche hasta Greenwich, añadiéndole detalles a esta fantasía mientras conduzco el coche de lujo de Simon por Merrit Parkway. Durante los últimos años, me he aferrado con fuerza a la idea de que mi problema es el tiempo. No tengo tiempo para pintar porque me paso todo el día trabajando en la galería. Y sin embargo, se suponía que el trabajo en la galería iba a ser lo que me permitiese exponer mis obras. Después de eso vendrían los elogios, las ventas, las exposiciones en museos, tal vez la portada de
Artforum
.

Tiempo, dinero, motivación, me faltan los tres. Oh, y talento. El talento también es bastante importante, ¿no crees?

Antes de poder darme cuenta, avanzo completamente acobardada por los senderos campestres de Greenwich, acompañada por las camionetas de los jardineros, que transportan los cortacéspedes y los aparatos de aire comprimido para apartar las hojas. A cada lado de las estrechas calles hay acres y acres de jardines perfectamente arreglados que necesitan infinitos cuidados. En Greenwich, es el momento de dejarlo todo listo para recibir a la primavera.

Mientras conduzco, suena inoportunamente mi móvil, e interrumpe mi ensoñación. Mi tono de esta semana es la canción de
Misión imposible
. Los tres agentes de Martin Better van a coordinar la llegada del coleccionista a casa junto con la mía y la de la camioneta que transporta «los bienes». Eso implica numerosas llamadas para determinar con exactitud nuestras posiciones y tiempos estimados de llegada.

El señor Better va a llegar al aeropuerto de White Plains en un helicóptero Sikorsky. Los ayudantes me avisan, por medio de varias llamadas de teléfono, de que voy a llegar a la finca antes que él y que deberé esperar, ya que es imposible que el señor Martin Better, cuyo tiempo vale millones de dólares, me espere a mí. Así es como aluden a su casa, «la finca», y al helicóptero, como el «Sikorsky». Y a Martin como «el señor Better».

Sabía que iba a tener que esperar. Por eso me he traído la libreta que me regaló Lulú. Supongo que anotaré algunas de mis ideas sobre el arte y sobre la vida. Al menos así tendré algo que hacer. Tengo un par de buenas historias —¿no es eso lo que dijo Lulú?—. Me encantan las historias. ¿A quién no le gustan? Afrontémoslo, incluso cuando se trata de arte, disfrutamos más de la obra si ésta tiene una buena historia.

Al atravesar las puertas de hierro forjado de la enorme mansión de piedra que constituye la residencia de los Better, me doy cuenta de que no voy a tener tiempo de anotar mis fascinantes reflexiones, al menos no esta tarde. Hay por lo menos veinte todoterrenos Lexus de distintos colores aparcados aquí y allá a lo largo del extenso camino de entrada a la mansión. Hay unos cuantos Mercedes y algún que otro Porsche Cayenne, pero el Lexus parece ser el vehículo favorito. ¿Qué es lo que pasa aquí? Los ayudantes no han mencionado nada sobre una convención de Lexus.

También hay furgonetas y cortacéspedes y máquinas de cortar madera junto con al menos diecisiete jardineros blandiendo aparatos que empujan hojas y escombros hacia todos los rincones de la propiedad, incluida yo. Aparco frente a las puertas y echo a andar por el largo camino de acceso cubierto de grava, esquivando de vez en cuando las ramitas que revolotean.

La casa representa la fantasía de un especulador inmobiliario de cómo debe ser una mansión inglesa, y es tan grande que me resulta difícil encontrar la puerta principal. El edificio entero está hecho de piedra, de gigantescos bloques de granito desgastados a propósito para que parezcan más antiguos, aunque la casa se terminó, con bastante pompa, ya que por entonces era la casa más cara de Greenwich, hace menos de dos años. Este sitio hace que una supermansión parezca pequeña, una minirresidencia de nada, mientras que esto, esto es un castillo. El camino cubierto de adoquines rodea la casa entera, pero en el lado al que me aproximo primero se encuentra la puerta del garaje, así que tengo que darle toda la vuelta a la mansión para poder encontrar la puerta principal.

Llamo al timbre y le explico al ama de llaves que me abre la puerta que vengo de la Galería Simon Pryce. Me mira con desconfianza. Puede que se haya dado cuenta de que no valgo para asesorar a nadie sobre qué obras de arte comprar. O puede que no me haya oído con el ruido de los aparatos que el equipo de jardineros está utilizando para poner a punto el jardín del señor Better.

—Tengo una reunión con el señor Better —insisto, gritando para que pueda oírme—. Aún no ha llegado.

—Señor Better no aquí —dice, alisándose el uniforme gris y blanco con las manos.

—Lo sé —digo—. Tengo una reunión con él aquí.

—Señor Better no aquí —repite, con un eco de recelo en la voz.

—Esperaré hasta que llegue —sugiero, dedicándole una sonrisa amistosa. No quiero que piense que soy la típica recepcionista de las galerías—. Me han llamado de su despacho.

—¿Despacho? —ésa debe de ser la palabra mágica. Da un paso a un lado.

Me deja sola en el enorme recibidor central. Es tan grande que Martin podría aterrizar aquí mismo con su helicóptero si sus vecinos de Greenwich no fuesen tan tiquismiquis con esas cosas. Hay dos pintores, y con pintores me refiero a hombres con mono que pintan las paredes, no artistas, que se ocupan de reparar la escayola. Las obras de arte que suelen colgar de estas paredes ya no están. La única pieza que hay en la habitación es una escultura de una cuadrícula de metal que forma una especie de banco, con algo que parece ser sangre seca aplicado sobre la parte de arriba y goteando por los bordes.

Es una pieza que ya he visto antes. Debería saber el nombre del artista y dónde la compró Martin Better y cuánto pagó por ella y por cuánto se vendió en la última en una subasta. Pero ésa es la clase de detalles a los que mi cerebro no parece prestarles ninguna atención. Tan sólo recuerdo el color de la pintura que se ha empleado para la sangre y cómo han hecho para endurecerla sobre el metal.

Uno de los pintores ha colocado la lata de pintura que está usando encima de la escultura. Me pregunto si debería decir algo. Seguramente sí. Pero antes de que pueda decir nada, Martin Better hace su entrada en el recibidor central por uno de los arcos que lo flanquean. Debe de haber entrado por la parte de atrás de la casa.

Martin se dispone a saludarme cuando ve la culpable lata de pintura blanca.

—Encima de la escultura, no —dice en voz alta, levantando la lata por el asa y apartándola de la pieza.

Entonces me hace un gesto con la mano para indicar que volverá enseguida, y sale corriendo por otro de los arcos en dirección a lo que deben ser al menos diez mil quinientos metros cuadrados de mal diseñada casa.

—Si eso es una obra de arte, yo soy papa —le dice uno de los pintores al otro.

—Tío, si lo llamas arte,
es
arte —replica el otro. Me pregunto si será consciente de que está citando a mi héroe, Marcel Duchamp.

Su conversación me da ganas de reír, pero no parece que hayan hablado con intención de ser graciosos, así que me quedo callada. Espero unos minutos en el recibidor, pensando que ojalá vuelva pronto Martin Better. Pero cuando por fin entra alguien, no es Martin. Es su esposa, Lorette, peligrosamente delgada, con una corta melena rubia cuidadosamente peinada de peluquería. Entra corriendo en el recibidor, agitando con furia los huesudos brazos.

—¿Qué demonios está pasando aquí? —me observa, intentando averiguar si podría llegar a ser su rival, celosa de la atención de su marido como suelen serlo las segundas esposas, que saben lo fácil que es que las reemplacen.

—Me llamo Mia —digo, tendiéndole la mano para estrechar la suya, aunque ésta es ya la tercera o cuarta vez que nos vemos; las anteriores en las raras ocasiones en que ha acompañado a su marido a una de las fiestas de
gin tonics
de Simon—. He traído el cuadro de Finelli para el señor Better.

Acepta mi mano y la estrecha con poco entusiasmo, mientras sus largas uñas me arañan la palma, para luego soltarla rápidamente. No se alegra de conocerme, y lo deja claro. Vale, ya lo he cogido.

—Hoy recibo a mis amigas del club de lectura —dice, y su tono seco indica que sospecha que me he colado en su exclusiva reunión para venderle sexo a su marido, sexo en forma de una carísima obra de arte. Sí, sabe lo del sexo. Y odia el arte. Lorette Better desprecia el arte contemporáneo, una opinión que no le asusta expresar a gritos siempre que tiene ocasión. Eh, es mejor que a tu marido le interese más el arte que a su secretaria, siento ganas de decirle. Y entonces lo recuerdo: Lorette
era
su secretaria.

*

Me hace gestos de que la siga. Voy tras Lorette, que sale rápidamente del recibidor y me conduce hasta el enorme salón donde están reunidas las conductoras de los Lexus. Sobre la mesita auxiliar descansan algunos de los libros, abiertos, así que no puedo ver el título, y unas cuantas copas de vino a medio terminar, manchadas de pintalabios rosa. Hay al menos veinticinco mujeres, la mayoría rubias, y casi todas muy delgadas. Van vestidas de color camel y cachemira rosa, emperifolladas para su club de lectura de los lunes. Algunas parecen haberse hecho un par de operaciones de estética y otros tantos liftings. La mayoría parece haber ido a la peluquería para la ocasión.

Las paredes están cubiertas de obras de arte. Hay cuadros, fotografías y dibujos colgados sobre todas las superficies disponibles, como en una sala de exposiciones. Hay tantas obras de arte, algunas de nombres muy conocidos, otras de desconocidos, que resulta difícil saber hacia dónde mirar.

—Señoras —dice Lorette Better en voz alta, mirándome para asegurarse de que me doy cuenta de que ella es la abeja reina en esta colmena en donde el dinero es el rey—. Ésta es... perdona, ¿cómo te llamabas?

—Mia —respondo, pensando que ojalá lo hubiera dicho más enérgicamente. Me aterrorizan esta clase de mujeres—. Mia McMurray.

—Mia, de una galería de arte de Chelsea. Ha venido a venderle a Martin una obra de arte. —Su tono indica que nadie entiende la parte del sexo mejor que ella. Todas me observan con recelo, ellas también lo entienden, y se aglutinan en torno a Lorette para protegerla.Lorette Better alza la voz para que todas puedan oírla.

—Pensé que sería divertido que, antes de que empecemos a hablar del libro, Mia nos enseñase lo que ha traído. ¿Quién quiere otra copa de
Chardie
?

Los transportistas han aparecido en el curvado umbral, junto con Martin Better y el lienzo de tres por cuatro metros de Lulú. Llevan puestos unos guantes blancos, y colocan el cuadro con cuidado contra una pared sobre la que se apiña una composición de cuatro dibujos. Aquí el Lulú casi parece pequeño, en comparación con el alto techo. Lulú observa el grupo de señoras de Greenwich con su sonrisa irónica.

—Escuchemos lo que piensa cada una —dice Lorette, indicándole a los miembros del club de lectura que se acerquen a la pieza—. Yo no sé nada de arte moderno. —Esta última línea la añade con orgullo.

—Da miedo —dice una.

—Es tan grande... —añade otra.

—Tiene unos ojos muy raros.

—La pintura figurativa está muy pasada —comenta una que debe de haber acudido a una o dos clases sobre arte. Me pregunto si conocerá a la señora Rachletminoff.

No les digo lo que se supone que debería decirles: que hay museos interesados, que ha dejado a los críticos con la boca abierta, que hay diez personas que no dudarían ni diez segundos en comprar este poco común cuadro realizado por un pintor recientemente fallecido si su marido decide no hacerlo. Artista fallecido, ¿lo comprendes? Eso lo hace extremadamente poco común. Eso es lo que debería decir. Pero me quedo callada. Las dejo hablar, esperando a que Martin las haga callar.

—Es demasiado grande —dice una de las mujeres. Tiene los ojos de un verde tan intenso que sospecho que lleva lentillas de color a juego con su conjunto de rebeca y jersey de cachemira verde—. ¿Dónde ibas a colgarlo?

—A él le da igual que tengamos o no sitio para colgarlo; no para de comprar cosas —dice Lorette. Su voz está teñida de una nota amarga. Justo entonces sale el sol de entre las nubes, y un rayo la ilumina sin piedad. Las arrugas que tiene alrededor de los ojos parecen más pronunciadas, y me doy cuenta de que tiene miedo. Siento una punzada de compasión por ella, que se hace vieja, mientras su marido se entretiene con su pasión por el mundillo del arte, donde lo que hoy era nuevo mañana ya es viejo, y lo nuevo y lo joven es lo que quieren todos.

Está claro que la pobre Lorette Better no siente la misma punzada de compasión por mí.

—No pierdas el tiempo —dice—. No va a comprarte el cuadro.

Sí. Ésa es la idea. Con Martin fuera de juego, por así decirlo, Lulú tiene más posibilidades de conseguirlo.

—Siento molestarlas durante el almuerzo, señoras —dice Martin, entrando en el salón con los brazos alzados para saludarnos a todos, igual que un político.

—Hoy tenemos el club de lectura —apunta Lorette, dejando claro que Martin molesta.

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