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Authors: Danielle Ganek

Amor a Cuadros (28 page)

BOOK: Amor a Cuadros
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—Llamemos a este tal Zach Roberts. Lleguemos al fondo de este asunto —propone Dane.

—Yo lo llamo —me ofrezco.

—Son buenas —comenta Dane, refiriéndose a las fotografías de Peres que cuelgan de las paredes—. Me sorprende que LaReine no les haya echado el guante.

—Me dijiste que no se interesa por ningún artista hasta que empiezan a pagarse cantidades astronómicas por su trabajo —dice Lulú.

—Así es. Entonces ya son genios —replica Dane, con una risotada sardónica—. Como Dane O’Neill.

—Dane va a almorzar con LaReine —me dice Lulú. Se quita el gorro y se alborota la corta melena—. Y yo te invito a almorzar.

Farfullo algo como que tengo que quedarme en la galería. A Simon no le hace mucha gracia que salga, y hoy no estoy de humor para aguantar su petulancia. Y además, he dicho que iba a llamar a Zach, y ahora estoy ansiosa por oír su voz.

—Pero hace un día precioso —protesta Lulú. Su entusiasmo es contagioso—. Insisto. Hace un día perfecto para beber champán en una terraza.

Champán. Suena bien. Aunque ¿qué es lo que celebro? Los observo a los dos, de pie frente a la fotografía de un cementerio que ocupa el espacio de la pared donde el mes pasado colgaba el cuadro de Lulú. Dos artistas que conectan por medio de la pasión que comparten por su trabajo. Sí, eso también formaba parte de mi fantasía. De hecho, me recuerdo a mí misma, el sueño no incluía ningún asesor artístico, ni siquiera uno tan encantador como Zach Roberts.

Lulú me ha contado que a veces los dos se concentran tanto en su trabajo que se les olvida comer.

—Entonces Dane llama a uno de sus ayudantes y pide lo que se nos antoje en ese momento. Casi siempre nos ponemos de acuerdo en seguida, y decidimos que hace el día perfecto para unas empanadillas chinas, o resulta que los dos tenemos unas ganas tremendas de comer guacamole.

¿Ves? Mi fantasía jamás habría tenido ese nivel de detalle, jamás habría incluido la comida. Aunque el guacamole es prácticamente una religión para mí.

—Vamos —me dice Lulú—. Por tu aspecto, te vendría bien tomarte un descanso.

—Voy a consultarlo con Simon —digo. Me vendría bien un descanso, sí. Necesito salir de esta galería. Y no estoy muy segura de cuánto más irá a durar mi amistad con Lulú, o al menos de si tendrá tiempo de ir a almorzar conmigo, porque algo me dice que va camino de convertirse en aquello con lo que llevo soñando mucho tiempo: una artista agasajada por el público.

Hace un ademán con la mano en dirección al despacho de Simon.

—No se lo consultes. Díselo.

Pero antes de que pueda cruzar la galería, Simon sale por la puerta. Sale a almorzar. O eso dice.

—Voy a invitar a Mia a almorzar —anuncia Lulú. Lo dice de forma tan dulce que incluso a Simon le cuesta resistirse.

Intenta decir que no con una rápida sacudida de cabeza.

—He quedado con un cliente.

—Cierra la galería durante una hora —sugiere Dane.

Simon hace una pausa.

—Está bien —dice—, pero sólo porque lo dice Dane O’Neill, el famoso artista.

—¿Te has enterado de la noticia? —le pregunta Dane. Da la impresión de que está disfrutando de lo lindo. Intuye que los marchantes en general, y Simon en particular, odian ser los últimos en enterarse de cómo anda el tema. Sobre todo si se trata de sus propios artistas, de aquellos talentos que representan su sustento.

Simon me mira con el ceño fruncido, irritado de que esté al tanto de una noticia y no se la haya contado. Como si fuese la depositaría de todas las historias interesantes.

—Han aparecido dos cuadros de Jeffrey Finelli en Berlín —anuncia Dane.

Simon se lleva inmediatamente la mano al pelo, un acto reflejo de defensa al que recurre cientos de veces al día.

—¿Y qué quieres que le haga? No tengo ningún derecho sobre las demás obras de Finelli.

Le dedica a Lulú una mirada envenenada, como si fuese culpa suya.

—Por lo visto, yo tampoco tengo ningún derecho sobre ellos —dice—. Su testamento dejaba claro que debía heredar el contenido de su estudio. Nada más.

—Por lo que a mí respecta, en el futuro no habrá ningún negocio más que cerrar con las obras de Finelli —dice Simon.

—¡Ja! —exclama Dane, mientras se acerca a la puerta para salir a almorzar con un marchante mucho más influyente que el pobre Simon, quien parece sentir el peso de la comparación y se encamina igualmente hacia la puerta, con los hombros hundidos. Hasta su melena parece un tanto desinflada. Eh, sé cómo te sientes, Simey.

Una vez he cerrado con llave la puerta de la galería, me vuelvo hacia Lulú.

—Gracias. La verdad es que necesito un descanso.

Lulú señala la espalda de Simon, que se aleja de nosotras calle abajo. Anda con lentitud y parece deprimido.

—¿Adónde va?

—A verse con un cliente no —digo, cerrando la puerta a nuestras espaldas—. Siempre está contando mentiras.

—¿Por qué iba a mentirte sobre lo que piensa hacer?

—Exactamente —digo.

Echamos a andar manzana abajo en la misma dirección que Simon, hacia la Undécima Avenida.

—Sigámoslo —propone Lulú, y me coge del brazo. Ahora empezamos a avanzar más rápido, y la expresión de su cara delata su entusiasmo.

Simon camina a buen paso, como si no quisiese llegar tarde a algún sitio. Lo seguimos, aproximadamente una media manzana por detrás de él.

Estoy nerviosa. ¿Y si se gira?

—No sé si esto es buena idea.

—¿No sientes curiosidad?

Y de repente, la siento. Siempre me ha molestado que Simon me mienta.

—Me siento como la detective Nancy Drew. «El caso del marchante mentiroso».

Apretamos el paso, estrechando la distancia que nos separa de Simon. Ya no estoy nerviosa, porque camino al lado de Lulú. Ahora es una aventura.

—¿Sabes? —me dice—, la verdad es que no puedo culparle por vender mi cuadro.

—Pues yo sí —digo.

—Ya lo he superado —prosigue—. Sí, hubiese estado bien tenerlo. Pero como dice Dane, eso sería fetichismo; cuando lo importante no es el objeto. No necesito poseer el cuadro en sí para haber sacado provecho del mensaje.

Caminamos un rato en silencio.

—Pero aun así —añade—, hubiese estado de P. M. tenerlo.

—Debería haber sido para ti —digo—. Igual que el resto, sean como sean.

—Pienso averiguarlo —dice Lulú—. Ya me extrañaba a mí que no hubiese otros cuadros en su estudio. Seguramente la condesa los escondió todos en un armario en su apartamento.

—Resulta extraño, porque Finelli no es nada conocido en Europa —continúo, andando lo más rápido que puedo para intentar seguir el ritmo de Lulú—. Si es cierto que la condesa tiene otras obras, lo normal sería que se las diese a LaReine o a alguien como él para que las vendiese aquí en Nueva York, donde hay un buen mercado para los cuadros de Jeffrey.

—¿Y cómo podemos estar seguras de que no es eso lo que piensa hacer?

Simon gira a la izquierda al llegar a la esquina, y nosotras lo seguimos. Ahora parece caminar con más rapidez, y avanza en dirección al centro.

—¿Adonde va Simon? Por aquí no hay restaurantes —digo.

—Puede que vaya a un burdel —especula Lulú, con una risita.

—Tal vez se dé mechas en el pelo —sugiero.

—Buena —replica ella—. Presume mucho de su melena, ¿verdad?

—Puede que vaya a un logopeda —digo—. Para perfeccionar su acento.

—¿Su acento? ¿Crees que oculta sus orígenes de clase trabajadora, que en realidad es
cockney
de pies a cabeza?

—No estoy segura ni de que de verdad sea inglés —digo, y Lulú se echa a reír.

Lo seguimos a lo largo de unas cuatro manzanas y media. Entonces desaparece en un edificio anodino. Cuando nos acercamos al bloque, compruebo con decepción que nuestra escapada no nos ha llevado a ninguna parte.

No hay nada que indique qué hay dentro. Tan sólo una hilera de timbres.

Sobre uno de ellos hay un pequeño cartelito. Iglesia de San Sebastián. Doy por supuesto que Simon no ha entrado allí. Pero me hace gracia que el edificio en el que mi jefe ha entrado con fines dudosos albergue también una iglesia.

Lulú señala el timbre.

—¿Simon va a la iglesia?

—Tiene que haber algo más en el edificio —contesto.

—Probemos a darle al timbre —propone Lulú.

Estoy a punto de decir que no, pero ella ya ha pulsado el botón. La puerta se abre con un zumbido y pasamos al recibidor, sin que tengamos que decir nuestros nombres. Al otro extremo de la habitación hay una puerta con una placa. Iglesia de San Sebastián.

Abrimos la puerta y escudriñamos el interior de la iglesia, por llamarla de alguna manera. Siento la fascinación del católico no practicante por los lugares de este tipo, por las iglesias, sobre todo por las que ofrecen montones de pompa y circunstancia. Vidrieras de colores, incienso y velas encendidas: estos objetos me traen recuerdos de mi infancia, cuando era una creyente convencida. Pero este lugar no se parece en nada a la idea que tengo de una iglesia.

Se trata simplemente de un espacio grande sin tabiques que lo dividan, parecido a una galería, pero lleno de sillas plegables. Es la clase de sitio en el que seguramente se celebran reunions de Weight Watchers por las tardes. No hay nada sobre las blancas paredes. Al otro extremo de la habitación, un hombre con un traje gris está sentado sobre una tarima en una de las sillas plegables, con una pierna cruzada sobre la otra. Vemos la parte de detrás de unas cuantas cabezas. Y una cabeza particularmente grande que nos resulta familiar: Simon.

Nos quedamos paradas un momento en el umbral. Cuando una de las cabezas se gira para mirarnos, nos damos la vuelta, dispuestas a marcharnos.

Mientras caminamos hacia Pastis para almorzar, le damos vueltas a la pregunta. Lulú la formula en voz alta:

—¿Creerá Simon en Dios?

No me sorprende tanto como esperaba descubrir que Simon ha encontrado su nexo de unión con Dios en la iglesia. En realidad, me parece apropiado que se comunique con Dios en un entorno oficial.

—Supongo que sí. Que cree, quiero decir. Además, a Simon le gusta hacer lo correcto. E ir a la iglesia es lo correcto.

—Puede que lo haga pensando en su negocio —sugiere Lulú—. ¿Sabes que en Los Ángeles los representantes de los actores acuden a reuniones de alcohólicos anónimos en busca de clientes? Puede que haya coleccionistas en la iglesia. O artistas. Alguien a quien cazar.

Mientras caminamos hacia la calle Catorce, me pregunto: ¿por qué rezará Simon? Tal vez deba probarlo también.

*

Hace algo de viento en la terraza descubierta de Pastis, pero nos sentamos a una mesa que está al sol y pedimos champán.

—¿Te pasa algo? — me pregunta Lulú—. No eres tú.

—Ojalá supiera quién soy —bromeo.

Bebo un sorbo de champán y decido no empañar nuestro almuerzo ni un día tan bonito con mi crisis de identidad.

—Por los nuevos comienzos —digo, alzando la copa. Y en ese justo momento, me decido, aunque no digo nada en voz alta. Tiro la toalla. Esa caja de pintura bajo mi cama, el lienzo por terminar apoyado en el caballete, mi ambición por convertirme en artista. Pienso deshacerme de todo eso.

Eso es lo que hago cuando llego a mi apartamento aquella noche, tras contemplar un buen rato el autorretrato con el que llevo liada tres años y medio. Intento imaginar cómo me sentiría si este cuadro a medio terminar saliese a la luz como representante de mi visión artística y me doy cuenta de que preferiría morir a revelarle mi completa falta de talento a cualquiera que pudiera verlo.

Mientras coloco la caja de pinturas y pinceles sobre la tapa de los cubos de basura de metal que hay frente a mi edificio, me imagino que algún artista, alguien más joven y menos cínico que yo, los encontrará y les sacará partido. Me quedo quieta un momento en mitad de la calle oscura y silenciosa, respirando el aire cálido de la recién llegada primavera. Justo cuando me planteo la posibilidad de que Dios esté presente en mi momento de autodescubrimiento, salta la alarma de un coche. Dios, ¿eres tú?

17

Oxana Verklanski: Galería Simon Pryce

Mayo

Cada mes, la galería se transforma. La visión del mundo de un artista concreto se apodera del cubo blanco, y el espacio se convierte en algo distinto. Cuando abril da paso a mayo, las fotografías de cementerios mexicanos de Carlos Peres abandonan las paredes y se ven sustituidas por las delicadas esculturas de encaje, cuentas y frágil lino blanco de Oxana Verklanski. Sus piezas son discretas, femeninas e introspectivas. Da la casualidad de que estos días me siento exactamente así.

He decidido que voy a llamar a Zach Roberts. Mi excusa es que quiero más información sobre los cuadros de Finelli que hay en Europa para comunicarse a Lulú. Admito que es simplemente una excusa. En realidad sólo quiero hablar con él, oír su voz.

Marco su número, preguntándome en qué país lo encontraré. ¿Esta semana iba a estar en Berlín, o todavía estará en Londres? ¿No se suponía que iba a volver pronto a Nueva York?

Después de que el teléfono suene tres veces, contesta una voz de mujer.

—Zach Roberts, magnate del arte —le dice al teléfono. Parece la voz de Alexis Belkin—. ¿Quieres una colección de obras de arte? Él te la consigue. —(Risa).

Definitivamente,
es
Alexis Belkin. ¿Qué estará haciendo allí? Donde quiera que sea
allí
.

—¿No sabes nada de arte? —continúa al otro extremo de la línea—. No te preocupes: si tienes el dinero, no hay problema. —(Risa)—. A cambio de la cantidad adecuada, te convertirá en todo un experto.

Todo esto me llega a través del móvil de Zach y acompañado de risitas y chillidos, como si Alexis estuviese intentando evitar que Zach cogiese el teléfono.

—¿Quién lo llama, por favor? —pregunta.

Decido colgar. Obviamente.

—Oh, si lo estoy viendo en el identificador de llamada. Hola, Mia McMurray —dice. Alexis pronuncia mi nombre en voz más alta, como para que se entere su público.

—Hola, Mia —oigo que dice alguien que parece ser Julia.

—Estamos todos en Londres. Esta semana todo el mundo está en Londres —dice Alexis—. ¿Por qué no estás tú?

—Mmm, pues ¿porque no me han invitado?

—Mia McMurray quiere hablar contigo, Zach —oigo que dice Meredith en tono jocoso, toda risas e insinuaciones. Que alguien le dé un buen bofetón a esa chica.

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