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Authors: Danielle Ganek

Amor a Cuadros (31 page)

BOOK: Amor a Cuadros
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—Eo, tío.

—Este sitio es la caña.

—¿Qué vamos a beber?

—Una keli muy guapa.

Acepto una copa de vino. Me saludan unas cuantas caras felices, y me alegro de verme absorbida por el grupo. De vez en cuando me gusta fingir que soy extrovertida.

Soy consciente de que Zach está ahí, al otro extremo de la habitación, pero me relaciono con los demás. Cada pocos minutos mi mirada se siente atraída por Zach, ahí a mi derecha, o luego, justo a mi izquierda. No puedo evitar buscarlo con los ojos, incluso mientras intento concentrarme en la persona que tengo delante.

Lulú y Dane llegan bastante tarde, justo cuando me encaminaba hacia una puerta al otro extremo de la cocina que tiene pinta de ser un cuarto de baño.

—Dane O’Neill —anuncia a gritos el grupo al verlo.

Lulú me sigue hasta la puerta. Ella también busca el baño.

—¿Te has enterado de lo de Pierre LaReine? —pregunto, aunque estoy segura de que ya se habrá enterado. Tiene más contactos en el mundillo del arte de los que yo tendré jamás—. Piensa montar un estand de Finellis. Cinco cuadros, incluido, atenta,
Lulú conoce a Dios y duda de Él
.

La cara de Lulú refleja su sorpresa.

—¿El tío que lo compró ya quiere venderlo?

—Ahora colecciona obras de arte en formato de vídeo.

Cuando llamamos a la puerta, nadie contesta. La abro de un empujón, pensando que es la puerta del baño, pero estamos en el dormitorio de Zach. Siento una repentina punzada de emoción por encontrarme allí, por ver su cama. Es de matrimonio, con cuatro mullidas almohadas blancas en la cabecera y un edredón marrón y blanco. Hay una silla en un rincón y más fotografías en blanco y negro sobre las paredes. Me doy cuenta de que dos de ellas son de Zach. Tiene buen ojo para las imágenes estrafalarias y con sentido del humor.

—Bonita habitación —dice Lulú, observándola.

—El cuarto de baño debe estar ahí detrás —digo, señalando.

—¿Por qué no le habrá devuelto mi retrato a Simon para que lo venda? —pregunta Lulú, admirando una de las fotos que hay sobre la pared.

—Seguramente porque LaReine tiene mejores artistas en formato de vídeo. Y una galería en Los Ángeles.

—El resto de los cuadros deben ser de los que escondió la condesa, ¿no?

—Supongo. Entra tú primera —le digo, indicándole el baño.

Entra primero en el baño de Zach, y yo espero, mientras observo la habitación cálidamente iluminada donde duerme Zach. Sí, sí que es una habitación bonita.

Cuando Lulú sale del baño, entro yo. Es tarde, casi la una, y mañana tengo que trabajar, así que debería irme a casa pronto.

Al cruzar el dormitorio de Zach para volver a la fiesta, me detengo a mirar una pila de fotografías que están amontonadas con descuido sobre la mesita de noche. Sobre la pila hay un pequeño reloj, y seguramente no la habría visto si no me hubiese llamado la atención el color de una de las fotos. Es el estampado de un suéter con un remolino gris, marrón y beige que suelo ponerme en la galería para combatir el frío.

Los colores atraen mi atención, y miro la foto que está encima de la pila. Es la imagen de una chica sonriente que me resulta familiar. Soy yo, de pronto me doy cuenta.

Cojo la instantánea y la examino. ¿Zach Roberts tiene una foto mía sobre su mesita de noche?

Así me encuentra Zach cuando entra en su dormitorio: de pie junto a su cama con mi foto en la mano.

—Hola —dice, y sus rasgos se suavizan cuando me sonríe.

Le enseño la fotografía.

—¿Es de aquel día en la galería?

Asiente con la cabeza.

—¿Te gusta?

En ese momento, entra alguien por la puerta abierta que está detrás de Zach. Es un chico del que he oído decir que es uno de los tres «colegas de la universidad» de Zach que han venido a la fiesta para «conocer a las tías buenas del mundillo del arte», según el chico que me presentaron antes.

—Artista —llama a Zach—. Oh, perdona. —Se detiene en el umbral—. Hay un tío bailando encima de la mesa. No lleva puesto nada de nada.

Si Dane O’Neill se desnuda, es que es una buena fiesta.

19

Mira Tokuno: Nueva York. Galería Simon Pryce

Junio

A principios de junio las acuarelas sobre esmalte de Mira Tokuno sumergen la galería en un estado de ánimo completamente distinto, ocultando la agitación y la actividad de nuestros preparativos para la feria de arte de Basilea.

No es una exposición excelente, pero las suaves acuarelas le van como anillo al dedo al nuevo Simon. Llamémoslo el Simon posmoderno, una versión más amable y tierna del viejo Simon, aunque igual de peculiar. Desde que sufrió su falso ataque al corazón, le ha dado por ser casi agradable. Ahora me llama «querida» y «cielo» y a veces —éste apelativo es el que me da más miedo— «cielo querido», como si fuese un personaje de la comedia
Absolutamente fabulosas
. Y ya van dos veces que me ha hecho cumplidos por mi ropa. Una de las veces llevaba una blusa blanca con una falda gris evasé, nada de rabiosa actualidad, pero debe haberle gustado, cosa que antes jamás habría pasado.

El coleccionista de «hay que ser uno mismo», el de las zapatillas de deporte naranja, convence a Simon de que empiece a hacer yoga. Eso significa que se compra una esterilla especial y uno de esos ridículos bolsos alargados para transportarla. Empieza a beber té verde en vez de Earl Grey y me pide que vaya a comprar algo de pan de espelta para tenerlo en la cocinita que hay en la galería.

Ni siquiera la noticia de que Carlos Peres piensa dejarlo para buscar un nuevo representante le causa demasiado estrés a Simon. Carlos lo ha dejado tirado por... lo has adivinado, Pierre LaReine, que informa de ello a Simon por medio de una tensa nota que envía por fax a la galería a las tres de la mañana. Y a pesar de todo, la actitud de Simon fue de tranquilidad y de aceptación. Lo superó con facilidad.

Esta nueva actitud me preocupa. Me había acostumbrado a la forma en que me trataba, una paternalista combinación de familiaridad y desdén. Temo que su reciente amabilidad signifique que piensa despedirme. Me paso demasiado tiempo preocupándome porque me despidan de un trabajo que, ahora me doy cuenta, no quiero. Ésa es la clase de persona en que me he convertido.

La mañana en que inauguramos la exposición de Tokuno, Simon remolonea frente a mi escritorio, y se pone filosófico mientras bebe en su taza de Tazo Zen. Es algo que Simon ha tomado por costumbre, desde aquel ataque de furia que resultó ser más una liberación de rabia acumulada que un roce con la muerte.

—Se me ha concedido la habilidad de ver las cosas con perspectiva —dice, repitiendo algo que le he oído decir a todo el que quiera escucharlo—. Se me ha otorgado el don de la claridad.

Así es como explica que no esté furioso por el hecho de que sea LaReine el que controle el patrimonio Finelli. Yo sospecho que se miente a sí mismo, y a todos los que tiene a su alrededor, cuando afirma que no siente rencor, y dice:

—La vida es demasiado corta para preocuparse por nimiedades.

Esta mañana se lamenta de su falta de descendencia.

—Mia, ¿quién va a heredar todo esto? —me pregunta, como si la galería fuera un emporio a nivel mundial—. Trabajo y trabajo, pero al final del día... ¿Qué va a pasar con mi negocio? Si me muero, se acabó.

—Tal vez deberías casarte —sugiero, aunque es una idea terrible. Simon jamás podría ser un buen marido.

Niega con la cabeza, como reconociendo que sería un mal marido: casarse no es la solución.

—Tener hijos —añado, otra pésima sugerencia.

Simon parece ser consciente de que no son buenas ideas. Me ignora y pasa a otro de sus temas favoritos: refunfuñar sobre la posición de su estand en la feria de arte de Basilea. Se le ha olvidado, creo, que refunfuñar sobre la posición de tu estand forma parte de la diversión. Sólo los marchantes a los que se les ha invitado a participar en Arte Basilea pueden permitirse el lujo de refunfuñar, y Simon tiene suerte de que hayan contado con él.

—Al fondo de la segunda planta. Tendremos suerte si nos encuentra alguien. Sólo se toparán con nosotros por casualidad si están desesperados por dar con un servicio.

También le preocupan las piezas que va a llevar a Basilea. Demasiados cuadros, cuando los coleccionistas quieren instalaciones, o demasiadas fotografías, cuando la moda vuelve a demandar cuadros. Sólo tiene un vídeo.

—Últimamente la gente quiere arte en formato de vídeo, Mia —declara con el mismo tono de estar hastiado del mundo de un filósofo que comprende que el aspecto fundamental de la condición humana nunca será comprendido—. Aunque no sea fácil tenerlo en casa.

Cuando se termina el té, deja la taza sobre mi escritorio y echa a andar lentamente por la galería, absorto en sus pensamientos. Me deja a cargo de prácticamente todo. De cómo colgar la exposición de Tokuno, de embalar el inventario para Arte Basilea, de los teléfonos. Hay diez transportistas en la galería a la espera de mis órdenes cuando Simon se retira a su despacho.

No hace falta decir que, cuando compruebo el buzón de voz de mi móvil, me siento incluso más agotada que de costumbre.

—Estoy escribiendo un reportaje sobre mujeres en pleno ascenso en el mundillo de las galerías de arte de Chelsea.

Ya que insistes en saberlo, sí: me siento halagada. Lo sé, lo sé. No tengo interés por ser nada parecido, una «mujer en pleno ascenso en el mundillo de las galerías de arte de Chelsea». Pero aun así, resulta agradable que me consideren una de ellas. Y si te soy completamente sincera, tengo que reconocer que puede que mis sentimientos se hayan visto ligeramente influenciados por la atención por parte de la prensa que Lulú Finelli ha estado recibiendo. Nunca me había llamado ningún escritor.

—Alexis Belkin, de la Galería LaReine, me ha dado tu nombre —le dice un hombre llamado Michael Genner a mi buzón de voz—. Ya he hablado con Julia di Matteo y Meredith Long.

Habla en tono amable, y capto la indirecta: Alexis, Julia y Meredith forman parte del reportaje. Parece que todas las galerinas importantes van a aparecer en él. Si van a publicar una descripción del mundillo de las galerías en este preciso momento, ¿quién querría quedarse fuera? Yo no.

¿Significa esto que tal vez sea de verdad una mujer en pleno ascenso en el mundillo de las galerías de arte de Chelsea? Puede que el proceso sea así. Empiezas queriendo ser artista. Como Simon. Después te das cuenta de que nadie va a darte el empujoncito que te hace falta para llegar a lo alto. Así que comienza tu metamorfosis. Empiezas a representar otro papel, a trabajar con artistas en vez de convertirte en uno. Abandonas tu sueño para ayudar a otros a encontrar el suyo.

Decido no devolverle la llamada.

*

Simon sale de la galería a la hora de almorzar, con la excusa de que va a llevar a un cliente a Pastis. Connie se ha pasado por la galería, una mala costumbre que ha cogido desde que es la socia en la sombra de Simon. Cuando se entera de que Simon va a salir a almorzar, se le abalanza:

—¿Quién? ¿Con quién vas a almorzar? Debería ir. ¿No debería ir?

No te molestes, siento ganas de decirle. Simon va a la iglesia. Pero no puedo dejar que él descubra que lo sé. No lo hago por respeto a su privacidad; simplemente, jamás admitiría que me importa lo suficiente como para espiarlo.

Lulú se pasa a saludarme después de que se hayan ido.

—La he llamado —dice, casi sin aliento—. A la condesa. Quería saber qué ha hecho con el lienzo que dejé en el estudio de mi tío en Florencia. Y le he preguntado cómo consiguió los cuadros.

—¿Y qué te ha dicho?

—Dijo que esos cuadros eran suyos. Que no estaban en el estudio. —Mientras habla, Lulú observa la primera de las acuarelas que ahora cuelgan sobre las paredes, listas para ser descubiertas ante el público esta misma tarde—. Qué bonita —dice—. Son buenas.

Desde la exposición de Finelli, el mundillo del arte ha empezado a considerar a Simon como un marchante establecido. Me he dado cuenta de que, ahora, la gente que visita la galería está más dispuesta a que le gusten los cuadros que cuelgan de las paredes. La exposición de Carlos Peres es un buen ejemplo. Hasta Lulú parece tomar el nombre de Simon como una especie de visto bueno oficial ahora que se ha hecho famoso por haber descubierto al conde Jeffrey Finelli, con su estudio sobre una
salumeria
en Florencia.

—¿Qué te dijo la condesa de tu cuadro? —le pregunto—. ¿Del que dejaste allí?

—Como siempre, se hizo la misteriosa. «No podrás saberlo antes de saberlo», dijo, o algo así. Le pedí que me enviara el lienzo. Me dijo: «Haré algo mejor que enviártelo». Casi me dio la impresión de que se arrepentía de lo que ha hecho, aunque es bastante buena actriz —Lulú me habla desde el centro de la galería, desde donde sigue contemplando los cuadros de Tokuno—. Insistió muchísimo en que fuese a Basilea para ver la feria de arte. Dice que tiene algo que decirme. Yo le dije que la última vez me había dicho lo mismo. Dijo que ahora lo sabe con seguridad.

—¿Vas a ir?

Lulú se acerca a mi escritorio y contesta a la pregunta.

—Ahí está el quid de la cuestión. Resulta terriblemente indecoroso pelearse por las cosas que nos dejan los muertos. Pero
Lulú conoce a Dios y duda de Él
fue una especie de herencia de mi tío. Da igual que su intención no fuese que lo tuviera yo. Pero quiso dejarme algo. Y lo quiero.

—Lo comprendo —digo.

Lulú se apoya en el mostrador que hay sobre mi escritorio.

—¿En serio? Porque ni yo misma lo entiendo. ¿Por qué quiere la gente poseer obras de arte?

—Bueno, en tu caso me imagino que es como una especie de vínculo. Con tu familia. Con algunos de los misterios que hay ocultos en toda familia.

—Puede que ésa sea la razón por la que la gente colecciona cosas —dice Lulú, con un profundo suspiro. Mira hacia fuera a través de la pared de cristal, como si buscase algo—. Para sentir un vínculo con algo.

Las dos nos quedamos en silencio, pensando.

De repente, Lulú se anima.

—¿Cuánto crees que LaReine pedirá por él?

—No lo sé —replico—. Y ¿quién sabe si no lo ha vendido ya? Martin Better lo quería. Y si no ha sido a él, LaReine se lo habrá vendido a alguno de una larga lista de compradores potenciales.

—¿Por qué iba Pierre LaReine a llevar una obra de arte a una feria de arte si ya la ha vendido?

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