Amor a Cuadros (34 page)

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Authors: Danielle Ganek

BOOK: Amor a Cuadros
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Cuando entro en el centro de convenciones por la mañana, lo que veo me obliga a detenerme. Sobre la pared principal, ocupando el lugar de honor, se encuentra
Lulú conoce a Dios y duda de Él
. Su sonrisa parece observar el resto del estand como si formase parte de la broma. Porque frente a sus ojos se está desarrollando una especie de broma. A la izquierda del retrato de Lulú hay otro. Sí, otro cuadro de Lulú. Igualmente firmado con la floritura de Finelli. Pero éste es el lienzo que pintó la propia Lulú y que se dejó en el estudio en Florencia. Sin terminar. Y sin título.

Al cuadro le faltan unos cuantos retoques. Pero lo han enmarcado igual que los demás Finelli, y encaja bastante bien en este contexto. Parece una obra temprana, una pieza menos pulida del mismo artista. Pero el cuadro en sí no parece fuera de lugar.

También hay dos retratos de la condesa, uno oscuro y vertical; el otro, un desnudo apaisado. El primero se llama
La condesa en conflicto
. El segundo,
Mujer de pensamientos puros
. Colores ricos y saturados. Imágenes que no resulta fácil sacarse de la cabeza. Seguro que se venden. Hay una bonita escena de una mujer rubia en una cocina titulada
Los recuerdos a veces engañan
. Y uno de los envolventes interiores de Jeffrey, en este caso una interesante mezcla de colores, magenta, azul y lavanda.

Sigo allí de pie, sin dar crédito, cuando Alexis sale del pequeño despacho que han encajado en el estand extragrande de LaReine. Me saluda con su habitual sonrisa sarcástica. Viniendo de ella, ésta se considera amistosa. Me pregunto si le molestaría que Zach y yo estemos juntos. Lo dudo.

—¿Cuánto odiamos Basilea? —dice, como saludo.

—No es propio de LaReine dedicarle todo el estand a un solo artista —replico.

—¿Ves esto? —dice, indicando con un gesto los Finelli que nos rodean—. Vendido. Vendido. Vendido. Son unas obras tontísimas. Las odio. Pero a todo el mundo le encantan. Me ha costado la misma vida reservarle ésta a Marty.

Señala
Lulú conoce a Dios y duda de Él
. Vendido. Ahí quedó la promesa de Marty de desintoxicarse de la compra compulsiva de obras de arte.

—¿Lo ha comprado? —casi me echo a reír—. Podría habérselo quedado cuando lo exhibimos nosotros. Por muchísimo menos dinero.

—Martin dice que a este precio le gusta más —repone Alexis—. Tiene gracia, ¿verdad? Dice que fue a la escuela de la vida «Paga más». Ahora le parece un cuadro más interesante.

—¿Qué precio pagó? —pregunto.

—Me parece que seis setenta y cinco —dice. Hace una mueca para indicar su opinión sobre el cuadro y sobre el precio.

Señalo el cuadro sin título que pintó la propia Lulú.

—¿Y éste?

—Acabamos de recibirlo. Horroroso, ¿verdad?

Me encojo de hombros.

—A mí me gusta.

—Está disponible. Aunque sólo porque Pierre aún no ha tenido tiempo de venderlo.

—¿Cuánto?

Ahora le toca a ella encogerse de hombros.

—¿Crees que lo sé? Seguramente medio millón.

*

Es casi la hora de que entren las hordas. Tengo que ocupar mi puesto en el estand. Simon me saluda alegremente.

—¿Qué hiciste anoche? —me pregunta.

Lo miro con atención. ¿Sabe que he pasado la noche con Zach? Sí, la noche entera. No salimos de mi perfumada habitación, ni siquiera para cenar.

—Nada —miento.

Simon no parece encontrarlo extraño.

—Yo salí con la gente joven. Fue un error. Tengo la madre de todas las resacas.

Justo después de las once, antes de que la multitud haya podido abrirse paso hasta nuestro solitario estand en la segunda planta, Simon me dice:

—Tráeme una Coca-Cola, ¿vale, cariño? Me duele muchísimo la cabeza.

Me entrega unos cuantos francos suizos.

—Y ve a ver qué pasa con los Finelli.

Bajo las escaleras, en dirección opuesta a la multitud. Algo que no resulta fácil cuando la multitud está compuesta por los coleccionistas de arte más intensos del mundo, en busca de un chute. Me dan un golpe en la cabeza con un bolso de Loius Vuitton Murakami.

Llego al estand de LaReine en el mismo momento que Connie. Camina con toda la rapidez que le permiten sus sandalias de plataforma.

—Ahí está —le dice a Andrew, que está muy lejos del alcance de su voz. Aún está en el pasillo, con su BlackBerry. Connie señala el enorme cuadro que tiene delante. La Lulú del
Lulú conoce a Dios
nos saluda a las dos con una sonrisa familiar.

—Más te vale no decirme que está vendido —amenaza, meneando un dedo frente a los ojos de Alexis.

—Está vendido —dice Alexis. Es obvio que lo está pasando en grande.

Connie pisa con fuerza a su alrededor. Resulta impresionante, si te impresionan los niños de cinco años en plena rabieta.

—No me lo creo.

Empieza a chirriarle la voz, como le pasa cuando se olvida de respirar.

—Es porque soy una mujer que pretende jugar a un juego de hombres. Jamás me dejarán ganar.

Se congrega un pequeño grupo que observa con atención a Connie. A los amantes del arte les encanta poder tener una pizca de dramatismo.

Pierre LaReine se da cuenta de que Connie está montando una escena en su estand y dice, sin dirigirse a nadie en particular:


Voilá
. Pog eso odio las fegias.

—Cálmese —le dice Alexis a Connie—. Sólo es un cuadro.

—¡Sólo un cuadro! —protesta Connie—. Esa pieza me pertenece.

LaReine le indica que se acerque con un gesto amistoso.

—Creo que podremos llegar a un acuerdo.

—¿Un Finelli? —lo dice aún en tono de queja, pero no logra ocultar su interés.

Desaparecen en el despacho de LaReine.

—¿Crees que piensa venderle algo? —le pregunto a Alexis.

Señala el otro cuadro de Lulú, la versión de Lulú. El autorretrato con la firma de Finelli, casi exactamente la misma firma que llevan el resto de los cuadros, los cuadros vendidos que hay en el estand.

—Puede que ése.

*

Para cuando termina el día, he vendido obras de arte por valor de ochenta mil dólares; no está mal, si tenemos en cuenta que, aparte de Jeffrey Finelli, a Simon no se le da muy bien encontrar a la clase de artistas que quieren comprar los coleccionistas internacionales. Mi jefe no es exactamente uno de esos tipos que saben tomarle el pulso al mercado, pero no le digas que he dicho eso de él.

Para cuando cierra la feria, Simon ya se ha marchado. Va a tomar unas copas con su colega de yoga. Yo me he quitado los zapatos y estoy masajeándome los pies cuando aparece Zach con una botella de agua fría en la mano. Me la entrega. Es tan sólo una botella de agua. Pero el hecho de que haya pensado en la sed que tendría después de toda una tarde hablando hace que me entren ganas de llorar, en mi estado de agotamiento actual.

Sujeta mi cara entre sus manos.

—¿Qué tal el día?

Y entonces me besa.

—No he podido concentrarme en todo el día —me dice.

—Yo tampoco.

Me besa otra vez.

Todos han salido ya del centro de convenciones para cuando Zach y yo nos encaminamos hacia la salida, cogidos de la mano. Caminar por los ahora tranquilos pasillos con alguien a mi lado en vez de hacerlo sola es una experiencia completamente nueva. Y no camino simplemente con alguien. Sino con Zach.

Hay muchísimas obras de arte: Esculturas y fotografías e instalaciones y vídeos y cuadros, un estand detrás de otro. Hileras interminables de obras de arte, muchas esperando a que las compren, a pesar de las quejas de los coleccionistas de que «todo está vendido». La obra de Jeffrey Finelli, el trabajo de toda una vida, parece insignificante aquí, en medio de esta enorme concentración de productos a la venta.

La mano de Zach sostiene la mía con suavidad. Parece hecha para eso. Cuando nos acercamos a la escalera mecánica, nos llama la atención la pantalla de LCD que cuelga de la pared principal del estand de una galería alemana. El nombre no me resulta conocido.

Una música siniestra atruena desde los altavoces a ambos lados de la pantalla. Está claro que han ajustado el volumen al nivel de decibelios de la abarrotada feria, y no al de la tranquila tarde, una vez que las hordas se han marchado a las fiestas y a las cenas a las que presumiblemente están invitadas.

La pantalla muestra un primer plano de un cuerpo tirado en una calle lluviosa. A primera vista da la impresión de que la imagen está quieta. La música hace que nos detengamos, y observamos la pantalla, esperando a que pase algo. La imagen me resulta familiar de una manera subliminal, pero doy por hecho de que será porque la obra es un homenaje a algún otro artista de cuyo nombre no consigo acordarme.

Vemos cómo la lluvia cae sobre el cuerpo. De repente la cámara se aleja de manera espasmódica, como si la estuviesen sujetando con la mano. Entonces me doy cuenta. Sé qué estamos viendo. Es el vídeo del cuerpo de Jeffrey en la calle que aquel tío grabó aquella noche cuando gritó en su defensa: «Eh, tío, esto es arte».

Debido al ángulo desde el que han captado el vídeo, no se ve que el cuerpo es de Jeffrey. Se ve a gente entrando en la galería, y gracias a un truco de perspectiva, o gracias a una manipulación digital, da la impresión de que pasan por encima del cuerpo, completamente insensibles, mientras caminan hacia la galería.

Entonces las imágenes empiezan a pasar a cámara rápida, y vence el caos. La música se acelera y la ambulancia aparca y hay gente por todas partes, pero han coloreado y nublado la película digital, así que no se aprecia quiénes son las personas en realidad. Se ven las siluetas de algunos cuerpos, sombras que se mueven alrededor del cadáver y de la ambulancia, y se oye una sirena. La música se hace más lenta y el caos desaparece y todo se queda quieto. La cámara aleja el zoom para mostrar la calle. Y otra vez aparece el primer plano del cuerpo, y la siniestra música atruena una vez más.

¿La verdad? No lo entiendo. Algunas de las imágenes han sido captadas con sumo cuidado, pero no me preguntes qué es lo que se supone que significa. Estoy segura de que este hombre no conocía a Jeffrey y por tanto no tiene nada que decir sobre su muerte. ¿Por qué habrá creado esta obra?

Mientras estoy allí de pie de la mano de Zach, no puedo evitar pensar en cuánto ha cambiado todo desde aquella noche. Ha cambiado mi forma de ver la vida, como si estuviese pintando la misma escena, pero desde un ángulo completamente distinto. Soy una artista fracasada, como habría dicho Jeffrey, pero mi punto de vista ha pasado de ser un estrecho objetivo a un gran angular.

22

Cena en el restaurant Hirschen. El autobús saldrá a las 8:00 desde la Messeplatz. No olvide traer su pasaporte

Marzo

Casi todo lo divertido de las ferias de arte se encuentra en las fiestas. La vida de los que forman parte del mundillo del arte internacional, que no paran de viajar, es básicamente un sarao continuo con un par de paradas ineludibles aquí y allí. A los coleccionistas, a los marchantes de arte contemporáneo y hasta a los encargados de los museos les encanta ir de vacaciones, beber y mezclarse con almas artísticas afines a las suyas. Algunos disfrutan sobre todo de la satisfacción de acudir a la fiesta que, esa noche en particular, les parece la mejor. Aunque eso es complicado. Durante cada una de las tres o cuatro o cinco noches de cualquier feria, en cualquier lugar del mundo, puede haber tres o cuatro o cinco eventos con el potencial de convertirse en «el mejor».

Puede resultar muy estresante. Los coleccionistas, o bien quieren ser invitados y no lo son, o tienen que intentar sacar tiempo para todo. No quieren perderse nada. Y los marchantes que celebran fiestas lo tienen aún más difícil. A veces tienen que rechazar a coleccionistas importantes que no han respondido con suficiente margen a la invitación si el local que han alquilado no tiene capacidad para albergar a más personas. ¿La banda sonora?: Queen, «Under Pressure».

Esta noche, la mejor fiesta parece ser la que celebra un grupo de marchantes en un restaurante al otro lado de la frontera alemana, donde el escurridizo espárrago blanco está en plena temporada por tiempo limitado y, causalmente, durante Arte Basilea. Parece que los grandes jugadores internacionales piensan acudir a ésta, y eso incluye a Robert y Jenna Bain, de Nueva York. Incluso Pierre LaReine va a venir, según Alexis, que está encantada de poder acompañar a su mejor amigo cliente Martin Better.

Los anfitriones han contratado unos autobuses para que lleven a los invitados al restaurante. Es un trayecto corto desde Basilea, Suiza, pero tenemos que llevar nuestros pasaportes.

Aunque mis pies están sufriendo tal agonía que me los cortaría si pensase que así sentiría alivio, y aunque no soy una gran aficionada al espárrago blanco, con Zach a mi lado no puedo evitar sentirme contagiada por el optimismo que reina en el autobús que nos lleva hasta Alemania. Durante todo el trayecto no para de susurrarme al oído ingeniosos comentarios sobre el resto de nuestros compañeros de autobús, y yo no paro de reírme en voz alta. Ya no me parece tan duro estar en Basilea como parte de la comunidad de los marchantes en vez de como artista, ahora que tengo a Zach para que me haga compañía.

Me coge de la mano, y una descarga eléctrica me recorre el brazo.

—Sé buena conmigo, McMurray —dice.

—Yo debería decirte lo mismo a ti —le susurro al oído.

—Me he enterado de que has dejado un montón de corazones rotos tras de ti.

—¿De dónde has sacado esa información? Si quieres llegar a ser alguien en el mundillo del arte, vas a tener que buscarte fuentes más fiables. —Es broma, pero no me parece que éste sea el mejor momento para hablar de nuestros historiales románticos. Cambio de tema—. ¿Ha comprado Connie algo en la feria?

—Seguro —replica Zach—. La oí fardar de que la habían echado del edificio.

El restaurante está a tan sólo una media hora, incluso al paso del cauteloso autobús suizo, pero hay guardias en la frontera y controles de pasaporte para hacerlo más emocionante, y hay algo extremadamente festivo en subirse a un autobús de camino a otro país para ir a cenar. Parece que sólo han pasado unos minutos cuando aparcamos frente al jardín en el que vamos a comer.

Lulú y Dane ya están en el jardín cuando llegamos.
Frauleins
con delantales de encaje pasan repartiendo copas de champán mientras Zach y yo vamos a saludarlos.

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