Read Ampliacion del campo de batalla Online

Authors: Michel Houellebecq

Tags: #Drama, Relato

Ampliacion del campo de batalla (10 page)

BOOK: Ampliacion del campo de batalla
5.21Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

La tarde de la muerte de Gérard Leverrier, su padre le llamó por teléfono al trabajo; como no estaba en su despacho, Véronique cogió el recado. Consistía, simplemente, en que llamara a su padre con la mayor urgencia; y a ella se le olvido transmitirlo. Así que Gérard Leverrier volvió a su casa a las seis, sin haberse enterado del recado, y se disparó una bala en la cabeza. Véronique me lo contó la noche del día en que se enteraron de su muerte en la Asamblea Nacional; añadió que «le tocaba un poco las pelotas»; ésas fueron sus palabras. Pensé que iba a sentir una especie de culpabilidad, de remordimiento; en absoluto, al día siguiente se le había olvidado todo.

Véronique estaba «en análisis», como suele decirse; ahora me arrepiento de haberla conocido. Hablando en general, no hay nada que sacar de las mujeres en análisis. Una mujer que cae en manos de un psicoanalista se vuelve inadecuada para cualquier uso, lo he comprobado muchas veces. No hay que considerar este fenómeno un efecto secundario del psicoanálisis, sino simple y llanamente su efecto principal. Con la excusa de reconstruir el yo los psicoanalistas proceden, en realidad, a una escandalosa destrucción del ser humano. Inocencia, generosidad, pureza… trituran todas estas cosas entre sus manos groseras. Los psicoanalistas, muy bien remunerados, pretenciosos y estúpidos, aniquilan definitivamente en sus supuestos pacientes cualquier aptitud para el amor, tanto mental como físico; de hecho, se comportan como verdaderos enemigos de la humanidad. Implacable escuela de egoísmo, el psicoanálisis ataca con el mayor cinismo a chicas estupendas pero un poco perdidas para transformarlas en putas innobles, de un egocentrismo delirante, que solo suscitan un legítimo desagrado. No hay que confiar, en ningún caso, en una mujer que ha pasado por las manos de los psicoanalistas. Mezquindad, egoísmo, ignorancia arrogante, completa ausencia mora, incapacidad crónica para amar: éste es el retrato exhaustivo de una mujer «analizada».

Tengo que decir que Véronique coincidía, punto por punto, con esta descripción. La quise tanto como pude; lo cual representa mucho amor. Ahora sé que derroché ese amor para nada; habría hecho mejor rompiéndole ambos brazos. No cabe duda de que ella tenía desde siempre, como todas las depresivas, disposición al egoísmo y la falta de ternura; pero el psicoanálisis la transformo de forma irreversible en una verdadera basura, sin tripas ni conciencia; un desperdicio envuelto en papel satinado. Recuerdo que tenía un tablón blanco donde solía apuntar cosas del tipo «guisantes» o «planchado». Una tarde, al volver de la
sesión
, anoto esta frase de Lacan: «Cuanto más desagradable seas, mejor irán las cosas.» Sonreí; y me equivocaba. En aquella fase, la frase no era más que un
programa
; pero Véronique iba a aplicarla punto por punto.

Una noche en que ella no estaba, me trague un frasco de Largactyl. Luego me entró el pánico y llama a los bomberos. Tuvieron que llevarme a urgencias, hacerme un lavado de estómago, etc. En resumen, que me faltó un pelo para quedarme en ésa. Y la muy guarra (¿cómo llamarla si no?) ni siquiera fue a verme al hospital. Cuando volví «a casa», si puedo llamarla así, todo lo que se le ocurrió como bienvenida fue que yo era egoísta y lamentable; su interpretación del acontecimiento es que me las había arreglado para causarle preocupaciones añadidas, y ella «ya tenía bastante con sus problemas de trabajo». La repugnante muchachita llego incluso a decirme que estaba intentando hacerle «un chantaje emocional»; cuando lo pienso, lamento no haberle trinchado los ovarios. En fin, ya es cosa del pasado.

También recuerdo la noche en que llamo a la policía para que me echara de su casa. ¿Por qué «de su casa»? Porque el apartamento estaba a su nombre, y ella pagaba el alquiler más a menudo que yo. Éste es el primer efecto del psicoanálisis: desarrollar en sus víctimas una avaricia y una mezquindad ridículas, casi increíbles. Inútil intentar ir a un café con alguien que se está analizando: inevitablemente empieza a discutir los detalles de la cuenta, y uno acaba teniendo problemas con el camarero. Así que allí estaban aquellos tres policías gilipollas, con sus walkie-talkies y sus aires de conocer la vida mejor que nadie. Yo estaba en pijama y temblaba de frió; me había agarrado, bajo el mantel, a las patas de la mesa; estaba decidido a que me llevaran a la fuerza. Mientras tanto, la muy petarda les enseñaba facturas de alquiler para establecer sus derechos sobre el lugar; probablemente esperaba que sacaran las porras. Esa misma tarde había tenido «sesión», había repuesto todas sus reservas de bajeza y de egoísmo; pero yo no cedí, reclame una investigación suplementaria, y aquellos estúpidos policías tuvieron que abandonar la casa. Por lo demás, al día siguiente me marché para siempre.

9
LA RESIDENCIA DE LOS BUCANEROS

De pronto, me fue indiferente no ser moderno.

ROLAND BARTHES

El sábado por la mañana temprano encuentro un taxi en la plaza de la Estación, que accede a llevarme a Sables-d’Olonne.

Al salir de la ciudad atravesamos sucesivas capas de niebla y luego, tras la última, nos zambullimos en un lago de bruma opaca, absoluta. La carretera y el paisaje están completamente sumergidos. No se distingue nada, salvo de vez en cuando un árbol o una vaca que emergen de forma temporal, indecisa. Es muy hermoso.

Al llegar a la orilla del mar el tiempo se despeja bruscamente, de golpe. Hay viento, mucho viento, pero el cielo está casi azul; las nubes se mueven con rapidez hacia el este. Salgo del 504 después de darle una propina al taxista, lo que me vale un «Que tenga un buen día» dicho un poco a regañadientes, me parece. Supongo que cree que voy a pescar cangrejos, o algo por el estilo.

Al principio, paseo a lo largo de la playa. El mar está gris, un poco agitado. No siento nada de particular. Sigo andando durante mucho tiempo.

A eso de las once empieza a aparecer gente, con niños y perros. Giro en dirección opuesta.

Al final de la playa de Sables-d’Olonne, en la prolongación del malecón que cierra el puerto, hay algunas casas antiguas y una iglesia romana. Nada espectacular: son edificios de piedra robusta, toscos, hechos para resistir las tempestades y que resisten las tempestades desde hace cientos de años. Es fácil imaginar la vida que llevaban aquí los pescadores, con las misas de domingo en la pequeña iglesia, la comunión de los fieles cuando el viento sopla fuera y el océano se estrella contra las rocas de la costa. Una vida sin distracciones y sin historias, dominada por una labor difícil y peligrosa. Una vida sencilla y rustica, con mucha nobleza. Y también una vida bastante estúpida.

A unos pasos de esas casas hay residencias modernas, blancas, destinadas a los veraneantes. Todo un conjunto de edificios de diez a veinte pisos de altura. Los edificios se alzan en una explanada de varios niveles, y el inferior se ha convertido en aparcamiento. Caminé durante mucho rato de un edificio al siguiente, lo que me permite afirmar que la mayoría de los apartamentos deben de tener vistas al mar gracias a distintos trucos arquitectónicos. En esta estación no había ni un alma, y los silbidos del viento que se colaba entre las estructuras de hormigón tenían algo definitivamente siniestro.

Después me dirigí a una residencia más reciente y más lujosa, situada esta vez muy pegada al mar, a pocos metros. Se llamaba Residencia de los Bucaneros. Los bajos se los repartían un supermercado, una pizzería y una discoteca; los tres estaban cerrados. Un cartel invitaba a visitar el apartamento piloto.

Esta vez me sentí invadido por una sensación desagradable. Imaginar una familia de veraneantes volviendo a la Residencia de los Bucaneros para luego comerse un escalope con salsa pirata en un local del tipo El Viejo Cabo de Hornos me parecía un poco irritante; pero no podía impedirlo.

Un poco más tarde me entró hambre. Junto al puesto de un vendedor de barquillos simpaticé con un dentista. En fin, simpatizar es mucho decir, digamos que cruzamos unas palabras mientras esperábamos que volviera el vendedor. No sé por qué me contó que era dentista. En general, aborrezco a los dentistas; los tengo por criaturas básicamente venales cuya única meta en la vida es arrancar el mayor número de dientes posible para comprarse un Mercedes, con techo solar. Y este no parecía ser una excepción.

De modo un poco absurdo, creí necesario justificar mi presencia, una vez más, y le conté toda una historia sobre mi intención de comprar un apartamento en la Residencia de los Bucaneros. Enseguida desperté su interés; sopesó los pros y los contras, barquillo en mano, durante mucho tiempo, y al final concluyó que la inversión le parecía «valida». Tendría que habérmelo imaginado.

10
L’ESCALE

¡Ah, sí, tener valores!…

De regreso en La Roche-sur-Yon, compré un cuchillo de cocina en el Uniprix; empezaba a tener un esbozo de plan.

El domingo fue inexistente; el lunes especialmente sombrío. Sabía, sin necesidad de preguntárselo, que Tisserand había pasado un fin de semana lamentable; eso no me sorprendía en absoluto. Estábamos ya a 22 de diciembre.

Al día siguiente, por la noche, fuimos a cenar a una pizzería. El camarero, desde luego, tenía aspecto de italiano; parecía peludo y encantador; me causo un asco profundo. Además sirvió nuestros respectivos platos de espaguetis deprisa y corriendo, sin verdadera atención. ¡Ah, si hubiésemos llevado faldas abiertas al costado habría sido otra cosa!…

Tisserand bebía un vaso de vino tras otro; yo hablaba de las diferentes tendencias en la música de baile contemporánea. Él no contestaba; creo que ni me escuchaba siquiera. Sin embargo, cuando describí en una frase la antigua alternancia del rock y las canciones lentas, para subrayar el carácter rígido que había impuesto a los procedimientos de seducción, su interés revivió (¿habría tenido alguna vez, a título personal, la ocasión de bailar una canción lenta? Era poco probable). Pase al ataque:

—Supongo que harás algo en Navidad. Con la familia, a lo mejor…

—No hacemos nada en Navidad. Soy judío —me dijo con una pizca de orgullo—. Bueno, mis padres son judíos —preciso con más sobriedad.

Esta revelación me desarmo durante unos segundos. Pero al fin y al cabo, judío o no judío, ¿cambiaba algo? Si así era, yo me sentía incapaz de ver el que. Continué.

—¿Y si hacemos algo la noche del 24? Conozco una discoteca en Sables, L’Escale. Muy agradable…

Tenía la sensación de que mis palabras sonaban a falso; estaba avergonzado. Pero Tisserand ya no estaba en condiciones de prestar atención a tales sutilezas. «¿Tú crees que habrá gente?» Me da la impresión de que el 24 es más bien cosa de familia….», fue su pobre, su patética objeción. Concedí que, desde luego, el 31 habría sido mucho mejor: «A las chicas les encanta
acostarse
el 31», afirme con autoridad. Pero el 24, para eso, tampoco era de despreciar: «Las chicas comen ostras con los padres y la abuela, abren los regalos; pero a partir de medianoche salen a bailar.» Me estaba animando, me creía mi propia historia; Tisserand resultó, como había previsto, fácil de convencer.

La noche siguiente, tardó más de tres horas en prepararse. Le esperé jugando al dominó, solo, en el vestíbulo del hotel; jugaba contra sí mismo, era muy aburrido; sin embargo me sentía un poco angustiado.

Apareció con un traje negro y una corbata dorada; el pelo tenía que haberle dado mucho trabajo; ahora hacen geles que dan resultados sorprendentes. A fin de cuentas, un traje negro era lo que mejor sentaba; pobre muchacho.

Todavía teníamos que matar una hora, más o menos; no servía de nada ir a la discoteca antes de las once y media, en este punto me mantuve firme. Tras una rápida discusión, dimos una vuelta por la Misa de Gallo: el cura hablaba de una inmensa esperanza que había nacido en el corazón de los hombres; a esto yo no tenía nada que objetar. Tisserand se aburría, pensaba en otra cosa; yo empezaba a sentirme un poco asqueado, pero tenía que aguantar. Había puesto el cuchillo de cocina en una bolsa de plástico, en la parte delantera del coche.

Encontré L’Escale sin problemas; hay que decir que allí había pasado noches muy malas. Hacía ya más de diez años; pero los malos recuerdos desaparecen más despacio que lo que uno cree.

La discoteca estaba medio llena; sobre todo gente de quince a veinte años, cosa que acababa desde el principio con las modestas posibilidades de Tisserand. Muchas minifaldas, camisetas escotadas; en resumen, carne fresca. Vi sus ojos desorbitarse bruscamente al recorrer la pista de baile; yo me acerqué a la barra para pedir un bourbon. Cuando volví él ya estaba, vacilante, en el límite de la nebulosa de los que bailaban. Murmure vagamente «Te veo dentro de un rato» y me dirigí a una mesa que, al estar colocada un poco por encima de las otras, me ofrecería una excelente vista del teatro de operaciones.

Al principio, Tisserand pareció interesarse por una morena de unos veinte años, probablemente una secretaria. Estuve tentado de aprobar la elección. Por una parte la chica no era excepcionalmente guapa, y por lo tanto nadie le haría mucho caso; sus pechos, aunque de buen tamaño, ya colgaban un poco, y las nalgas parecían blandas; estaba claro que dentro de algunos años todo aquello se desplomaría por completo. Por otra parte su ropa, muy audaz, subrayaba sin ambigüedades su intención de encontrar un compañero sexual: el vestido, de tafetán ligero, caracoleaba con cada movimiento, revelando un liguero y unas minúsculas bragas de encaje negro que dejaban el trasero completamente al aire. Su cara seria, un poco obstinada, parecía indicar un carácter prudente; era una chica que sin duda llevaba preservativos en el bolso.

Durante unos minutos Tisserand bailó cerca de ella, extendiendo vivamente los brazos para indicar el entusiasmo que le transmitía la música. Dos o tres veces llegó incluso a dar una palmada; pero la chica no parecía haberlo visto. Aprovechando una breve pausa musical, él tomó la iniciativa de dirigirle la palabra. Ella se volvió, le echó una mirada de desprecio y atravesó la pista de parte a parte para alejarse de él. No tenía remedio.

Todo iba como estaba previsto. Fui a la barra a pedir un segundo bourbon.

Cuando regresé, me di cuenta de que algo había cambiado. Había una chica sentada en la mesa contigua a la mía, sola. Era mucho más joven que Véronique, tendría diecisiete años; pero aun así se le parecía horriblemente. Llevaba un vestido muy sencillo, más bien suelto, que no señalaba las formas del cuerpo; estas no lo necesitaban para nada. Las caderas anchas, las nalgas lisas y firmes; la flexibilidad de la cintura que lleva las manos hasta los senos redondos, amplios y suaves; las manos que se posan con confianza en la cintura, abrazando la noble rotundidad de las caderas. Conocía todo eso; me bastaba cerrar los ojos para recordarlo. Hasta el rostro, lleno y cándido, que expresa la serena seducción de la mujer natural, segura de su belleza. La tranquila serenidad de la joven potranca, alegre por demás, pronto a probar sus miembros en un galope rápido. La tranquila serenidad de Eva, enamorada de su propia desnudez, sabiéndose, desde luego, eternamente deseable. Me di cuenta de que dos años de separación no habían borrado nada; vacié el bourbon de un trago. En ese momento volvió Tisserand; sudaba un poco. Me dirigió la palabra. Creo que quería saber si yo tenía intención de intentar algo con la chica. No le contesté; empezaba a tener ganas de vomitar, y se me había puesto dura; no andaba nada bien. Dije: «Perdóname un momento…» y atravesé la discoteca en dirección a los aseos. Una vez encerrado me medí dos dedos en la garganta, pero la cantidad de vomito fue escasa y decepcionante. Luego me masturbé, con más éxito: al principio pensaba un poco en Véronique, claro, pero me concentré en las vaginas en general y la cosa se calmó. La eyaculación llego al cabo de dos minutos, y me trajo confianza y certidumbre.

BOOK: Ampliacion del campo de batalla
5.21Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Death at the Abbey by Christine Trent
Sins of the Mother by Irene Kelly
The Crasher by Shirley Lord
Invasion of the Dognappers by Patrick Jennings
Valour by John Gwynne
Vice by Lou Dubose
Cross Hairs by Jack Patterson
Hollowland by Amanda Hocking