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Authors: Michel Houellebecq

Tags: #Drama, Relato

Ampliacion del campo de batalla (12 page)

BOOK: Ampliacion del campo de batalla
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El viernes y el sábado no hice gran cosa; digamos que estuve meditando, si es que a eso se le puede dar un nombre. Recuerdo haber pensado en el suicidio, en su paradójica utilidad. Metamos un chimpancé en una jaula demasiado pequeña, cerrada por cruceros de hormigón. El animal se vuelve loco furioso, se arroja contra las paredes, se arranca los pelos, se inflige a si mismo crueles mordiscos, y en el 73% de los casos acaba matándose. Ahora hagamos una abertura en una de las paredes, y coloquémosla al borde de un precipicio sin fondo. Nuestro simpático cuadrúmano de referencia se acerca al borde, mira hacia abajo, se queda mucho tiempo allí, vuelve muchas veces, pero por lo general no perderá el equilibrio, y, en cualquier caso, su irritación se calmara de modo radical.

Mi meditación sobre los chimpancés se prolongó hasta muy avanzada la noche del sábado al domingo, y terminé por esbozar una fábula de animales titulada
Diálogos entre un chimpancé y una cigüeña
, que de hecho constituía un panfleto político inusualmente violento. Hecho prisionero por una tribu de cigüeñas, al principio el chimpancé parecía preocupado, ausente. Una mañana, armándose de valor, pedía ver a la cigüeña más vieja. Conducido ante ella, alzaba vivamente los brazos al cielo y pronunciaba este discurso desesperado:

«De todos los sistemas económicos y sociales el capitalismo es, sin duda, el más natural. Eso ya basta para indicar que es el peor. Una vez llegados a esta conclusión solo nos queda desarrollar un aparato argumental operacional y no sesgado, es decir, cuyo funcionamiento mecánico permita, a partir de hechos introducidos al azar, general múltiples pruebas que refuercen la sentencia preestablecida, un poco como las barras de grafito refuerzan la estructura del reactor nuclear. Se trata de una tarea fácil, digna de un simio muy joven; no obstante, no quisiera pasarla por alta.

»Al producirse la migración del tropel espermático hacia el cuello del útero, fenómeno imponente, respetable y fundamental para la reproducción de las especies, observamos a veces el comportamiento aberrante de ciertos espermatozoides. Miran hacia delante, miran hacia atrás, a veces hasta nadan a contracorriente durante unos segundos, y sus acelerados coletazos parecen traducir un replanteamiento ontológico. Por lo general, si no compensan esta sorprendente indecisión con una velocidad especial, llegan demasiado tarde, y por lo tanto rara vez participan en la gran fiesta de la recombinación genética. Así le ocurrió, en agosto de 1793, a Maximilien Robespierre, arrastrado por el movimiento de la historia como un cristal de calcedonia atrapado en una avalancha en una zona desértica, o mejor aún, como una joven cigüeña de alas todavía débiles, nacida por un azar desafortunado justo antes de la llegada del invierno, y que tiene grandes dificultades —cosa comprensible— para mantener un rumbo correcto al atravesar las turbulencias del aire. Ahora bien, sabemos que cerca de África se forman turbulencias especialmente violentas; pero voy a concretar la idea.

»El día de su ejecución, Maximilien Robespierre tenía la mandíbula rota. La sostenía un vendaje. Justo antes de que pusiera la cabeza bajo la cuchilla, el verdugo le arranco las vendas; Robespierre lanzo un grito de dolor, la sangre chorreó de la herida, sus dientes rotos se esparcieron por el suelo. Entonces el verdugo alzó el vendaje, como un trofeo, para que lo viera la multitud apretujada en torno al cadalso. La gente reía, le lanzaba pullas.

»Por lo común, al llegar a este punto los cronistas añaden: “La revolución había terminado.” Y es rigurosamente exacto.

»Yo quiero creer que, en el preciso momento en que el verdugo blandió el vendaje que chorreaba sangre ante las aclamaciones de la muchedumbre, había en la cabeza de Robespierre algo más que dolor. Algo más que el sentimiento de fracaso. ¿Una esperanza? O, seguramente, la sensación de que había hecho lo que tenía que hacer. Maximilien Robespierre, te adoro.»

La cigüeña más vieja contestaba simplemente, con una voz lenta y terrible: «
Tat twam así.
» Poco después, la tribu de cigüeñas ejecutaba al chimpancé; moría entre atroces dolores, traspasado y emasculado por sus puntiagudos picos. Al haber puesto en duda el orden del mundo, el chimpancé tenía que morir; la verdad es que era comprensible; la verdad es que las cosas son así.

El domingo por la mañana salí un rato por el barrio; compré una barra de pan con uvas. El día era tibio, pero un poco triste, como suele ser el domingo en París; sobre todo cuando uno no cree en Dios.

2

El lunes siguiente volví al trabajo, un poco a verlas venir. Sabía que mi jefe de sección había cogido vacaciones para hacer esquí alpino. Tenía la impresión de que no habría nadie, que nadie me haría ni caso, y que me pasaría el día tecleando arbitrariamente en un teclado cualquiera. Desgraciadamente, a eso de las once y media, un tipo me identifico por los pelos. Se me presento como un nuevo superior jerárquico; no me apetece lo más mínimo dudar de su palabra. Parece más o menos al corriente de mis actividades, aunque de un modo bastante difuso. Además intenta entablar conversación, simpatizar, yo no me presto en absoluto a sus avances.

A mediodía, un poco por desesperación, fui a comer con un ejecutivo comercial y una secretaria de dirección. Estaba dispuesto a charlar con ellos, pero no me dieron ocasión; parecían proseguir una conversación muy antigua:

—Para la radio del coche —atacó el comercial— he comprado, al final, los altavoces de veinte varios. Los de diez me parecían poco, y los de treinta costaban muchísimo más. Creo que para el coche no merece la pena.

—Yo dije que me montaran cuatro altavoces, dos delante y dos detrás.

El comercial compuso una jocosa sonrisa. Bueno, así estábamos, todo seguía igual.

Pase la tarde haciendo algunas cosas en mi despacho; de hecho, casi nada. De vez en cuando consultaba la agenda: estábamos a 29 de diciembre. Tenía que hacer algo el 31. La gente siempre hace algo el 31.

Por la noche llamé a SOS Amistad, pero estaba comunicando, como siempre en periodo de fiestas. Cerca de la una de la madrugada, cogí una lata de guisantes y la estrellé contra el espejo del cuarto de baño. Bonitos añicos. Me corto al recogerlos, y empiezo a sangrar. Me gusta. Es exactamente lo que yo quería.

Al día siguiente llego a mi despacho a las ocho. El nuevo superior jerárquico ya está allí; ¿es que el muy imbécil ha dormido en la oficina? Una niebla sucia, de aspecto desagradable, flota sobre la explanada, entre las torres. Los neones de los despachos por lo que van pasando los empleados de limpieza se encienden y se apagan, dando una impresión de vida en cámara lenta. El superior jerárquico me ofrece un café; todavía no ha renunciado a conquistarme, parece. Acepto como un estúpido, lo que me vale que en los siguientes minutos me confíen una tarea más bien delicada: la detección de errores en un
package
que acabamos de venderle al Ministerio de Industria. Parece que hay errores. Me paso dos horas con él, y yo no veo ninguno; aunque la verdad es que tampoco tengo la cabeza en lo que estoy haciendo.

A eso de las diez, nos enteramos de la muerte de Tisserand. Una llamada de la familia, que una secretaria comunica al conjunto del personal. Más tarde nos mandarán una esquela, dice. No consigo creérmelo; se parece demasiado a otro elemento de pesadilla. Pero no: todo es cierto.

Un poco más tarde, recibo una llamada de Catherine Lechardoy. No tiene nada concreto que decirme. «Ya nos volveremos a ver…», se despide; eso me sorprendería un poco.

Salí a mediodía. En la librería de la plaza compré el mapa Michelin número 80 (
Rodez-Albi-Nîmes
). Al volver al despacho, lo examine con cuidado. A las cinco llegue a una conclusión: tenía que ir a Saint-Cirgues-en-Montagne. El nombre se desplegaba en un espléndido aislamiento, en mitad de los bosques y de pequeños triángulos que representaban las cimas; no había un solo pueblo en treinta kilómetros a la redonda. Tuve la impresión de que estaba a punto de hacer un descubrimiento esencial; que allí, entre el 31 de diciembre y el 1 de enero, en ese momento en que cambia el año, me esperaba una última revelación. Deje una nota en mi despacho: «Me voy antes por la huelga de trenes.» Tras pensármelo un poco, dejé una segunda nota que decía, en letras mayúsculas: «ESTOY ENFERMO.» Y regresé a casa, no sin dificultades: la huelga de transportes públicos iniciada por la mañana se había extendido; no funcionaba el metro, solo algunos autobuses repartidos por las diferentes líneas.

La estación de Lyon estaba prácticamente en estado de sitio; las patrullas de policía acordonaban el vestíbulo de entrada y circulaban a lo largo de los andenes; se decía que grupos de huelguistas «duros» habían decidido impedir todas las salidas. Sin embargo el tren estaba casi vacío, y el viaje fue muy tranquilo.

El Lyon-Perrache habían organizado un impresionante despliegue de autocares en dirección a Morzine, La Clusaz, Courchevel, Val d’Isère… Hacia Ardèche no había nada semejante. Cogí un taxi a Part-Dieu, donde pasé un molesto cuarto de hora revisando un tablón electrónico de anuncios medio roto para al final enterarme de que salía un autobús al día siguiente, a las siete menos cuarto, hacia Aubenas; eran las doce y media de la noche. Decidí pasar esas horas en la estación de autobuses de Lyon-Part-Dieu; creo que me equivoqué. Encima de la estación propiamente dicha hay una estructura hipermoderna de vidrio y acero de cuatro o cinco niveles, unidos por ascensores niquelados que se abren a poco que te acerques; solo hay tiendas de lujo (perfumería, alta costura, regalos) detrás de los escaparates absurdamente agresivos; nadie que venda cualquier cosa útil. Por todas partes, monitores de video con video clips y anuncios; y por supuesto, un hilo musical permanente compuesto por el Top 50. De noche, las pandillas de vagabundos y gente sin hogar invade el edificio. Criaturas mugrientas y malvadas, brutales, completamente estúpidas, que viven entre la sangre, el odio y sus propios excrementos. Se apiñan allí de noche, como moscas en torno a la mierda, junto a los desiertos escaparates de lujo. Van en pandillas, porque la soledad en este ambiente resulta casi siempre fatal. Se paran delante de los monitores, absorbiendo sin reaccionar las imágenes publicitarias. A veces se pelean, sacan las navajas. De vez en cuando encuentran un muerto por la mañana, degollado por sus congéneres.

Me pasé la noche errando entre aquellas criaturas. No tenía ningún miedo. Por provocarlos un poco, saqué a la vista de todos, en un cajero automático, todo lo que me quedaba en la VISA. Mil cuatrocientos francos. Un buen botín. Me miraron, me miraron durante mucho rato, pero ninguno intentó hablarme, ni acercarse a menos de tres metros.

A las seis de la mañana renuncié a mi proyecto; a mediodía regresé en un tren de alta velocidad.

La noche del 31 de diciembre va a ser difícil. Siento que se están rompiendo cosas dentro de mí, como paredes de cristal que estallan. Ando como un león enjaulado, rabioso; necesito actuar, pero no puedo hacer nada, porque todas las tentativas me parecen condenadas al fracaso de antemano. Fracaso, fracaso por todas partes. Sólo el suicidio resplandece en lo alto, inaccesible.

A medianoche, siento una especie de sorda alteración; se produce algo interno y doloroso. Ya no entiendo nada.

Clara mejoría el 1 de enero. Mi estado es semejante al embotellamiento; no está tan mal.

Por la tarde le pido cita a un psiquiatra. Hay un sistema de citas psiquiátricas urgentes en el Minitel; tú tecleas tu horario, y ellos te recomiendan a un especialista. Muy práctico.

El mío es el doctor Népote. Vive en el distrito sexto; como muchos psiquiatras, creo. Llego a su casa a las siete y media de la tarde. El tipo tiene cara de psiquiatra hasta un punto alucinante. Su biblioteca está impecablemente ordenada, no hay ni máscaras africanas ni una primera edición de
Sexus
; así que no es psicoanalista. Al contrario, parece que está abonado a
Sinapsis
. Todo ello me parece un augurio excelente.

El episodio del viaje fallido a Ardèche parece interesarle. Escarbando un poco, consigue hacerme confesar que mis padres eran de allí. Y se lanza tras la pista: según él, estoy buscando «puntos de referencia». Todos mis desplazamientos, generaliza con mucha audacia, son otras tantas, «búsquedas de identidad». Es posible; sin embargo, tengo mis dudas. Es evidente que mis viajes profesionales son obligados, por ejemplo. Pero no quiero discutir. Tiene una teoría, eso es bueno. A fin de cuentas, siempre es mejor tener una teoría.

Después me hace preguntas sobre el trabajo. Es extraño, no lo entiendo; no consigo dar verdadera importancia a sus preguntas. Es evidente que lo que está en juego no va por ahí.

Él concreta la idea hablándome de las «posibilidades de la relación social» que ofrece el trabajo. Ante su ligera sorpresa, me echo a reír a carcajadas. Me vuelve a citar para el lunes.

Al día siguiente llamo a la empresa para decir que tengo una «pequeña recaída». Creo que les importa tres leches.

Fin de semana sin novedades; duermo mucho. Me asombra tener sólo treinta años; me siento mucho más viejo.

3

El primer incidente, el lunes siguiente, se produce a las dos de la tarde. Vi al tipo llegar desde bastante lejos, me sentí un poco triste. El hombre me gustaba, era un tipo amable, bastante desgraciado. Sabía que estaba divorciado, que llevaba bastante tiempo viviendo solo con su hija. También sabía que bebía demasiado. No tenía ninguna gana de mezclarlo en todo esto.

Se acercó a mí, me saludó y me pidió información sobre un programa que al parecer yo debía conocer. Estallé en sollozos. Él se retiró enseguida, estupefacto, un poco asustado; creo que hasta me pidió disculpas. No tenía ninguna necesidad de disculparse, el pobre.

Está claro que tendría que haberme ido en ese momento; estábamos solos en el despacho, no había testigos, la cosa podía arreglarse de forma relativamente decente.

El segundo incidente se produjo cerca de una hora más tarde. Esta vez, el despacho estaba lleno de gente. Entró una chica, lanzó una mirada desaprobadora a los reunidos y al final decidió dirigirse a mí para decirme que fumaba demasiado, que era insoportable, que desde luego no tenía la menor consideración con los demás. Le repliqué con un par de bofetadas. Ella me miró, desconcertada. Desde luego, no estaba acostumbrada; yo me temía que no hubiera recibido suficientes bofetadas cuando era pequeña. Por un momento me pregunté si me las iba a devolver, sabía que si lo hacía me echaría a llorar de inmediato.

BOOK: Ampliacion del campo de batalla
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