Ana Karenina (38 page)

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Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

BOOK: Ana Karenina
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Y para demostrar con más evidencia el error que su hermano cometía, trató la cuestión desde el punto de vista filosófico e histórico, terreno en que no podía Konstantín seguirlo.

—En cuanto a tu poca afición a los negocios —acabó diciendo—, dispénsame que la atribuya a nuestra pereza y a nuestras antiguas costumbres de grandes señores; pero confío que ya reconocerás este error pasajero.

Lievin no contestó. Reconocía que su hermano lo había batido en la brecha, aunque sin comprender su pensamiento o aparentando no comprenderlo. ¿Sería porque no se explicaba claramente o porque Serguéi no quería o no podía entenderlo? Decidió no profundizarlo más, y sin oponerse a su hermano, empezó a pensar en un asunto muy distinto, de interés personal.

—Vámonos ya.

Serguéi Ivánovich retiró sus sedales, Konstantín desató el caballo y se marcharon.

IV

E
L
asunto de interés personal en que estaba pensando Lievin durante la conversación con su hermano fue el siguiente. El año anterior Lievin se había encolerizado un día con su intendente en ocasión de estar los trabajadores ocupados en la siega, y para calmarse cogió la guadaña de un campesino y comenzó a trabajar. La operación lo divirtió tanto que la repitió después varias veces, segó por su mano el prado que se extendía delante de su casa, y se prometió ocuparse el año siguiente en este trabajo días enteros con los campesinos.

Desde la llegada de Serguiéi Ivánovich se preguntaba si podría realizar su proyecto; lo avergonzaba abandonar a su hermano durante todo un día, y también temía un poco sus bromas. Mientras atravesaba la pradera, recordó las impresiones del año anterior, y estaba casi decidido a segar. Después de la violenta conversación con su hermano, Lievin volvió a pensar en su decisión.

«Necesito de todo punto un ejercicio violento —pensó—, porque si no lo practico llegaré a tener un carácter intratable; arrostraré la vergüenza que puedan causarme las observaciones de mi hermano y de mi gente.»

Aquella misma noche, al dar sus órdenes para los trabajos del día siguiente, Lievin, disimulando su confusión, dijo al intendente:

—Envíe usted mañana mi guadaña a Tit para afilarla, porque tal vez trabajaré un poco.

—Está bien —contestó el intendente, sonriendo.

Más tarde, al tomar el té, Lievin dijo a su hermano:

—Decididamente tenemos buen tiempo fijo; mañana segaré.

—A mí me gusta mucho ese trabajo —dijo Serguiéi Ivánovich.

—Yo soy en extremo aficionado —repuso Lievin—; el año último lo practiqué y mañana quiero ocuparme todo el día.

Serguiéi Ivánovich levantó la cabeza y miró a su hermano con asombro.

—¿Cómo? ¿Vas a trabajar todo el día como un jornalero?

—Sí, es muy divertido.

—Convengo en que es un excelente ejercicio físico; pero ¿podrás soportar semejante fatiga? —preguntó Serguiéi, sin ninguna intención irónica.

—Ya lo he probado: al principio es algo duro, pero después agrada; creo que llegaré hasta el fin.

—Pero ¿con qué ojos verán eso los jornaleros? ¿No temes que ridiculicen las «manías» del amo? ¿Y cómo te arreglarás para comer? Supongo que no tratas de que lleven allí una botella de burdeos y un capón asado.

—Volveré a casa mientras los hombres descansan.

A la mañana siguiente, aunque se levantó más temprano que de costumbre, Lievin encontró ya varios segadores trabajando cuando llegó a la pradera, que se extendía al pie de la colina y en la cual se veían las líneas de hierbas ya cortadas y los montoncitos formados por las ropas de los trabajadores. Estos últimos avanzaban lentamente unos tras otros sobre el suelo desigual; Lievin contó cuarenta y dos hombres, y pudo distinguir entre ellos algunos conocidos: el anciano Yermil, con su camisa muy blanca y algo encorvado, y el joven Vásika, en otro tiempo su cochero.

También estaba allí Tit, su maestro, un hombre muy enjuto que manejaba la guadaña con suma facilidad.

Lievin se apeó, ató el caballo a un árbol y se acercó a Tit, que sacando una guadaña oculta detrás de un matorral, se la presentó al punto.

—Ya está bien afilada, señor —dijo—; es una navaja de afeitar, que siega por sí sola.

Lievin cogió el instrumento. Los segadores, después de haber terminado su línea, volvían bañados de sudor, pero alegres y contentos; todos saludaban al amo con una sonrisa, y ninguno se atrevió a decir nada hasta que un anciano, que vestía un chaquetón de piel de camero, exclamó:

—Atención, señor; cuando se comienza una faena es preciso concluirla.

Lievin creyó oír una risa ahogada entre los segadores.

—Trataré de que nadie me adelante —contestó, colocándose detrás de Tit.

La hierba era corta y dura; Lievin no había segado hacía largo tiempo, y perturbado por las miradas fijas en él, comenzó mal, aunque manejaba la guadaña vigorosamente.

Dos veces dijeron detrás de él:

—Ha cogido mal el mango y tiene la guadaña muy alta; mira cómo se encorva.

—Se ha de apoyar más en el talón.

—No está mal —dijo el anciano—; vamos, ya adelanta, pero se cansará pronto. En otro tiempo habríamos recibido golpes si hubiésemos hecho un trabajo como ese.

La hierba comenzaba a ser más suave, y Lievin, escuchando las observaciones sin contestar, seguía a Tit; así recorrieron unos cien pasos, y el campesino avanzaba sin detenerse; pero Lievin se cansaba, temiendo no poder llegar hasta el fin, y ya iba a decir a Tit que se detuviera, cuando este lo hizo de por sí, e inclinándose para coger un puñado de hierba, comenzó a limpiar la guadaña. Lievin se enderezó, dirigiendo una mirada en torno suyo y dejando escapar un suspiro de desahogo.

Al comenzar la siega de una segunda línea, sucedió lo mismo; Tit avanzaba un paso de cada golpe, y Lievin, que iba detrás, no quería que lo adelantasen; pero en el instante en que el esfuerzo era tal que creía agotadas sus fuerzas, Tit se detenía para afilar su instrumento.

Lievin no deseaba otra cosa sino llegar al término de su faena tan pronto como los demás; solo oía el ruido de las hoces tras sí, y no veía más que a Tit, siempre delante, y el semicírculo descrito por aquellas en las hierbas. De repente experimentó una agradable sensación de frescura en la espalda, y al mirar al cielo fijó su atención en una inmensa nube negra y vio que llovía. Algunos jornaleros habían ido a buscar su ropa, mientras que otros, imitando a Lievin, recibían con gusto la lluvia.

El trabajo avanzaba, y Konstantín, sin echar de ver cómo pasaban las horas, se complacía en su trabajo; se hallaba en un estado inconsciente en que, libre y sin preocupaciones, olvidaba del todo lo que hacía, aunque su trabajo valiese en aquel momento tanto como el de Tit.

Sin embargo, este último se había acercado al segador viejo y examinaba el sol.

—¿Por qué no continuamos? —preguntó Lievin, sin reflexionar que los jornaleros trabajaban sin descanso hacía cuatro horas y que era tiempo de almorzar.

—Es preciso tomar un refrigerio, señor —dijo el anciano.

—¿Tan tarde es? En tal caso, almorcemos.

Lievin entregó la guadaña a Tit, y cruzando con los campesinos el considerable espacio en que se había segado la hierba, fue a buscar su caballo, mientras que los hombres se disponían a comenzar su almuerzo. Lievin observó entonces que no había calculado bien el tiempo y que su heno se mojaría.

—Se echará a perder —dijo.

—No tenga usted cuidado señor —dijo el viejo—; esta lluvia no perjudicará a la siega.

Lievin desató su caballo y volvió a casa para tomar el café. Serguiéi Ivánovich acababa de levantarse, y antes que se hubiera vestido para pasar al comedor, Konstantín estaba ya en el prado.

V

D
ESPUÉS
de almorzar, Lievin continuó su trabajo, colocándose entre un viejo segador, que lo invitó a ser su vecino, y un joven jornalero recién casado que trabajaba aquel año por primera vez.

El anciano avanzaba a paso regular, pareciendo que segaba sin el menor esfuerzo; se veía solo el balanceo de sus brazos y su bien afilada guadaña, y se hubiera dicho que esta trabajaba sola.

La siega pareció a Lievin menos penosa, durante el calor del día le refrescaba el sudor que lo bañaba; y el sol, calentando su espalda, la cabeza y los brazos, desnudos hasta el codo, le comunicaba fuerza y energía.

¡Felices instantes aquellos en que olvidaba todo! Cuando se acercaban al río, el anciano que iba delante de Lievin limpiaba su guadaña con la hierba húmeda, para lavarla después, y sacando agua de la corriente, ofrecía un poco a su amo.

—¿Qué te parece mi bebida, señor? —le preguntaba el segador.

Konstantín creía no haber bebido nunca nada tan bueno como aquella agua templada, en la cual se veían fragmentos de hierba y que tenía cierto sabor a herrumbre muy pronunciado, que le comunicaba la escudilla de hierro del campesino.

El tiempo transcurría sin sentir, y se acercaba ya la hora de comer. El anciano segador llamó la atención del amo sobre los niños casi ocultos por la hierba, que llegaban de todas partes, llevando a los segadores el pan y los jarros con la bebida.

—Ya están ahí los moscones —dijo el segador a Lievin, mostrándole los chicos, y poniendo una mano sobre sus ojos a guisa de pantalla para examinar el sol.

La obra continuó un rato más, y después el segador dijo con tono resuelto:

—Es preciso comer, señor.

Los jornaleros se dirigieron hacia el sitio donde tenían depositada su ropa, y donde los niños esperaban para comer; unos se colocaron cerca de los carros y los otros en una arboleda. Lievin quiso sentarse junto a ellos, y no experimentaba el menor deseo de separarse de su gente. Ya había desaparecido toda cortedad por la presencia del amo y los segadores se dispusieron a comer y dormir; se lavaron, comieron su pan, destaparon sus vasijas y los jóvenes se bañaron en el río.

El segador anciano desmigajó pan en una escudilla, y lo aplastó después con el mango de la cuchara; y llenando casi el recipiente del líquido contenido en su vasija, añadió después algunas rebanadas de pan y la sal necesaria. Hecho esto, comenzó a orar, volviéndose hacia oriente, y cuando hubo concluido, dijo a Lievin:

—Vamos, señor, ven a probar mi sopa.

Konstantín la probó, y le pareció tan buena que no quiso ir ya a su casa; prefirió comer con el viejo, y su conversación giró sobre los asuntos domésticos de este, en los que el amo se interesó mucho. Lievin habló a su vez de los proyectos que trataba de llevar a cabo; refiriéndose particularmente a lo que podía interesar a su compañero, cuyas ideas estaban más en armonía con las suyas que las de su hermano.

Terminada la comida, el anciano rezó su oración y se tumbó en el suelo después de formar una almohada de hierba; Lievin hizo otro tanto, y a pesar de las moscas y de los insectos que corrían por su rostro bailado de sudor, se durmió muy pronto y no se despertó hasta que el sol, dando la vuelta al matorral, comenzó a brillar sobre su cabeza. El anciano afilaba ya su guadaña.

Lievin miró a su alrededor, sin poder explicarse al principio dónde estaba; tan cambiado le parecía todo: la pradera, cuyas hierbas se habían segado ya, se extendía en un espacio inmenso iluminado de otra manera por los rayos oblicuos del sol; el río, en parte oculto antes por la espesura, se deslizaba ahora limpio y brillante, como el acero entre sus orillas descubiertas; y en las regiones aéreas se cernían las aves de rapiña.

Lievin calculó lo que se había hecho y lo que faltaba por hacer: el trabajo de aquellos cuarenta y dos hombres era considerable, pero hubiera querido adelantarlo más aún; él no experimentaba cansancio alguno.

—¿Te parece —preguntó al anciano— que tendremos tiempo para segar la colina?

—Si Dios lo permite. El sol no está alto, y se podrá animar a los chicos prometiéndoles para después una copita.

Cuando los fumadores hubieron apurado sus pipas, el anciano les dijo que si se segaba la colina no faltaría un trago.

—No hay inconveniente; adelante, Tit, despacharemos eso en una vuelta de mano, y se comerá de noche —dijeron algunos hombres.

—¡Vamos, hijos míos, ánimo! —exclamó Tit, abriendo la marcha en la carrera.

—¡Vamos, vamos! —decía el viejo, siguiéndolo y alcanzándolo sin problema alguno—. ¡Que te corto! ¡Cuidado!

Viejos y jóvenes segaron a porfía, y apenas los últimos trabajadores terminaban su línea, cuando los primeros se dirigían ya a la colina; muy pronto llegaron todos al pequeño barranco, donde la hierba, espesa y suave, los alcanzaba a la cintura.

Después de un breve conciliábulo para resolver si se haría el trabajo a lo largo o a lo ancho, un segador de barba negra, Prójor Iermilin, célebre en su oficio, marchó solo para dar la primera vuelta; y cuando hubo regresado, todos le siguieron para subir desde el barranco a la colina, saliendo luego al lindero del bosque.

El sol desaparecía poco a poco detrás de aquel; los segadores no divisaban ya su globo brillante sino en la altura: del barranco se elevaban blancos vapores, y en la vertiente de la montaña la fresca sombra estaba impregnada de humedad: el trabajo avanzaba rápidamente.

Lievin iba siempre entre sus dos compañeros: la hierba, tierna y suave, se podía segar con facilidad; pero era algo duro subir y bajar por la escarpada pendiente del barranco.

El viejo no manifestaba fatiga, y manejaba con ligereza su guadaña, aunque a veces se estremecía todo su cuerpo. Lievin, que iba detrás, temía caer a cada paso y se decía que jamás volvería a trepar con una guadaña en la mano por aquellas alturas, tan difíciles de escalar aunque se llevaran las manos libres. Sin embargo, hizo como los demás, sin desanimarse, y como si lo sostuviera alguna fiebre interior.

VI

T
ERMINADO
el trabajo, los segadores se pusieron sus caftanes para dirigirse alegremente a sus casas. Lievin volvió a montar a caballo y se separó de sus compañeros con tristeza, tanto que desde una altura volvió la cabeza para mirarlos por última vez; pero los vapores de la tarde le impidieron verlos. Solo se oía el choque de las guadañas y la algarabía que promovían con sus risas y gritos.

Serguiéi Ivánovich había comido hacía mucho tiempo, y tomando una limonada en su cuarto, revisaba los diarios y revistas que acababa de traer el correo, cuando Lievin entró de pronto, con el cabello en desorden y pegado a la frente por el sudor.

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