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Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

Ana Karenina (40 page)

BOOK: Ana Karenina
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De regreso a su casa, después de comulgar, los niños, bajo la impresión del acto solemne en que acababan de tomar parte, fueron muy juiciosos hasta la hora del almuerzo; pero en aquel momento Grisha se permitió silbar, rehusando obedecer a la inglesa, por lo cual se le privó del postre, castigo que Dolli debió confirmar, porque era justo; este episodio, sin embargo, turbó la alegría de todos.

Por fortuna, Tania, con el pretexto de hacer una comida para sus muñecas, obtuvo permiso de tomar un trozo de pastel, y se lo llevó a Grisha, a quien encontró llorando.

Terminado el almuerzo, y cuando se hubo desnudado a los niños para ponerles la ropa de diario, Dolli dispuso que se los condujera en la tartana al bosque para buscar setas. En medio de sus gritos de alegría pronto llenaron un cesto, y hasta Lilí, la más pequeña, encontró por sí sola una, lo cual produjo un entusiasmo general.

El día terminó con un baño en el río; se ataron los caballos a los árboles, y el cochero, Terenti, dejándolos cazar las moscas con sus colas, se tumbó debajo de un abedul, encendió su pipa y se distrajo oyendo las carcajadas y los gritos de las criaturas.

Le complacía a Dolli bañar por sí misma a los niños, aunque no era cosa fácil impedirles que hicieran locuras ni encontrar completa la colección de medias y zapatitos cuando llegaba el momento de vestirlos. Los graciosos cuerpos que sumergía en el agua, los brillantes ojos de aquellas cabezas de querubines, las exclamaciones de espanto al hundirse en el líquido elemento, todo, en fin, era motivo de diversión para la madre.

Los niños estaban a medio vestir cuando acertaron a pasar por aquel sitio varias campesinas con su traje dominguero, que se detuvieron tímidamente ante la barraca. Matriona Filimónovna llamó a una de ellas para que hiciera el favor de sacar alguna ropa que había caído en el río, y Dolli les dirigió la palabra. Las buenas mujeres empezaron por reírse, ocultando la boca con una mano, pues no comprendían bien las preguntas, pero después tomaron confianza y se granjearon la simpatía de Dolli por su sincera admiración al contemplar los niños.

—¡Mira qué hermosa y qué blanca es esa! —dijo una de ellas señalando a Tania—. Parece un terrón de azúcar, pero está muy flaca.

—Es porque ha padecido una enfermedad.

—-¿A este también le habrán bañado? —pregunto otra aldeana, señalando al niño más pequeño.

—¡Oh, no! Este no tiene más que tres meses —contestó Dolli con orgullo.

—¿De veras?

—Sí. ¿Y tienes tú hijos?

—He tenido cuatro; pero solo quedan dos, niño y niña.

—¿Qué edad tiene el más pequeño?

—Pronto cumplirá dos años.

Continuaron hablando algún tiempo sobre los niños y sus enfermedades, pues Dolli se interesaba en esta conversación tanto como las campesinas, y además estaba contenta, porque estas le envidiaban el número de sus hijos y su belleza. Una de las aldeanas miraba fijamente a la inglesa, que se estaba vistiendo y se ponía varios refajos, uno sobre otro. Al llegar al tercero, la campesina no pudo reprimir una exclamación de sorpresa, y gritó involuntariamente:

—¡Mira, mira esa señora; no acabará de vestirse nunca!

Esto excitó la hilaridad de todos.

IX

D
ARIA
Alexándrovna, cubierta la cabeza con un pañuelo y rodeada de los pequeños bañistas se acercaba ya a la casa, cuando el cochero se detuvo y gritó:

—He ahí un caballero que viene a nuestro encuentro; debe de ser el dueño de Prokróvskoe.

Con la mayor alegría, Dolli reconoció, efectivamente, el paletó gris, el sombrero de anchas alas y el rostro amigo de Lievin; la agradaba siempre verlo, pero se regocijó particularmente aquel día, por hallarse un poco arreglada y con sus hijos, pues Konstantín podía comprender mejor que nadie la causa de su contento.

Al divisarla, Lievin creyó ver la imagen de la felicidad familiar íntima que tantas veces había soñado.

—Parece usted una gallina con sus pollitos —dijo a Dolli.

—¡Cuánto me alegra verlo a usted! —replicó esta, ofreciéndole la mano.

—¡Contenta, y no me decía usted nada! —repuso Lievin—. Tengo a mi hermano en casa, y por Stiva he sabido que se hallaba usted aquí.

—¿Por Stepán? —preguntó Dolli, con asombro.

—¡Sí, me escribió diciéndome que estaba usted en el campo, y piensa que se me permitirá servirla en cualquier cosa!

Al pronunciar estas palabras, Lievin se turbó, y andando junto al vehículo, arrancaba a su paso ramitas de tilo para morderlas; reflexionaba que a Dolli le parecía sin duda penoso ver a un extraño ofrecerle el auxilio que debía recibir de su marido. En efecto, la manera de Stepán Arkádich de encargar sus asuntos personales a terceros desagradaba a Dolli. Inmediatamente comprendió que Lievin lo entendía. Era precisamente por esa capacidad de entender, por su tacto y delicadeza por lo que lo apreciaba Dolli.

—He supuesto —dijo Lievin— que era una manera delicada de manifestarme que me vería usted con gusto, y me ha conmovido verdaderamente. Imagino que a usted, acostumbrada a la ciudad, le parecerá el país muy salvaje; y de todos modos, si puedo servirla en alguna cosa, le ruego que disponga de mí.

—¡Mil gracias! —contestó Dolli—. Al principio hemos tropezado con muchos inconvenientes; pero ahora todo va bien, —gracias a mi buena servidora Matriona Filimónovna.

Esta última saludó a Lievin al oír pronunciar su nombre, pues lo conocía bien y pensaba que sería muy buen partido para su señorita.

—Tome usted asiento con nosotras —dijo la sirvienta—; nos estrecharemos un poco.

—No, prefiero seguirlos a ustedes a pie. ¡Niños! ¿Quién quiere echar unas carreras conmigo contra los caballos?

Los niños conocían poco a Lievin, y no recordaban bien cuándo lo habían visto, pero no les inspiraba desconfianza. A veces se riñe a las criaturas porque no son amables con las personas mayores; pero si se muestran así es porque el niño de más limitada inteligencia no se deja engañar por una hipocresía que con frecuencia escapa al hombre más penetrante, en este punto su instinto es infalible. Ahora bien: aunque Lievin tuviera defectos, nadie podía acusarlo de falta de sinceridad; y así es que los niños participaron de los buenos sentimientos que el rostro de su madre expresaba. Los dos mayores contestaron a la invitación, corriendo a reunirse con Lievin; Lilí quiso ir también, y Konstantín la colocó sobre sus hombros y comenzó a correr, gritando a la madre:

—No tema usted nada, Daria Alexándrovna, que va bien segura.

Y al ver el aplomo de los movimientos de Lievin, Dolli no experimentó la menor desconfianza.

Konstantín se hacía tan criatura como las que llevaba, con tanto mayor gusto cuanto que Dolli le inspiraba una verdadera simpatía. Le agradaba a la madre ver a su amigo en tan buena disposición de espíritu, y le complacía que divirtiera a sus hijos y a la señorita Hull con la cual hablaba en su rudimentario inglés.

Después de comer, y cuando estuvieron solos en el balcón, se trató de Kiti.

—¿Sabe usted ya —dijo Dolli— que vendrá a pasar el verano conmigo!

—¿De veras? —contestó Lievin, ruborizándose; pero al punto cambió la conversación y repuso—: Voy a enviar a usted dos vacas, y si se empeña absolutamente en pagar, y no se avergüenza por ello, dará cinco rublos al mes.

—Le aseguro a usted que no es necesario, pues podemos arreglarnos muy bien.

—En tal caso, permítame al menos examinar sus vacas y el alimento que les dan.

Y para no reanudar la espinosa conversación que tanto deseaba, expresó a Dolli todo un sistema sobre la alimentación de las vacas, sistema que las convertía en simples máquinas para transformar el forraje en leche. Mientras hablaba, ansiaba conocer nuevos detalles sobre la vida de Kiti y al mismo tiempo temía perder la tranquilidad que tanto trabajo le había costado adquirir.

—Tal vez tenga usted razón —dijo Dolli—; pero todo eso exige cierta vigilancia que yo no puedo ejercer.

Como ya se había restablecido el orden en la casa, Dolli no tenía el menor deseo de hacer cambios, y, por otra parte, los conocimientos científicos de Lievin eran para la buena señora tan sospechosos como dudosas sus teorías. El sistema de Matriona Filimónovna era incomparablemente más sencillo, pues se reducía a dar mayor cantidad de heno a las dos vacas de leche e impedir que el cocinero llevase los restos de la cocina a la vaca de la lavandera. Lo que Dolli quería era hablar de Kiti.

X

H
E
recibido una carta de Kiti —comenzó a decir Dolli—, en la cual me indica que desea la soledad y el reposo.

—¿Ha mejorado ya su salud? —preguntó Lievin con emoción.

—A Dios gracias ya está restablecida del todo, jamás he creído que padeciese del pecho.

—Me alegro muchísimo —repuso Lievin, en cuyo rostro creyó leer Dolli algo tierno y desvalido.

—Dígame usted, Konstantín Dmitrich —continuó Dolli sonriendo con bondad y un poco de malicia—, ¿por qué conserva usted rencor a Kiti?

—¡Pero si yo no le tengo ninguna mala voluntad!

—Pues entonces, ¿por qué no ha visitado usted a ninguno de nosotros la última vez que fue a Moscú?

—Daria Alexándrovna —replicó Lievin, sonrojándose hasta la raíz de los cabellos—, ¿cómo es que siendo usted tan buena no tiene compasión de mí, puesto que sabe…?

—Yo no sé nada.

—¿… puesto que sabe que se me ha rechazado?

Y toda la ternura que sentía antes por Kiti se desvaneció al recordar el desaire recibido.

—¿Por qué supone usted que yo lo sé?

—Porque todo el mundo lo sabe.

—En eso se engaña usted; yo lo sospechaba, pero no sabía nada de positivo.

—Pues bien, ya lo sabe usted todo.

—Lo que yo sabía era que Kiti estaba muy atormentada por un recuerdo sobre el cual no permitía alusiones; y si a mí no me ha confiado nada, es porque no ha dicho a nadie la menor cosa. Dígame usted ahora lo que ha ocurrido entre los dos.

—Ya se lo he dicho.

—¿Cuándo sucedió?

—La última vez que estuve en casa de sus padres.

—Sepa usted que Kiti me da mucha lástima —dijo Dolli—; pero también comprendo que el amor propio de usted se ha resentido…

—Es posible —dijo Lievin—; pero…

—La pobre niña —interrumpió Dolli— es verdaderamente digna de compasión. Ahora lo comprendo todo.

—Dispénseme usted si me retiro, Daria Alexándrovna —dijo Lievin, levantándose—. Hasta la vista.

—No, espere usted —exclamó Dolli, reteniendo a su interlocutor por la manga del paletó—; siéntese un momento más.

—Le suplico que no hablemos más de eso —repuso Lievin, sentándose, mientras que se infiltraba en su corazón una esperanza que él creía para siempre perdida.

—Si no lo apreciase a usted —dijo Dolli con los ojos llenos de lágrimas—, si no lo conociese como lo conozco…

El sentimiento que Lievin creía extinguido para siempre llenaba más que nunca su corazón.

—Sí, ahora lo comprendo todo —continuó Dolli—. Ustedes, los hombres, libres en la elección, pueden saber ciertamente a quién quieren; mientras que una joven debe esperar con la reserva impuesta a las mujeres. A ustedes les es difícil comprender esto, pero una muchacha puede hallarse en el caso de no saber qué contestar.

—Sí, cuando su corazón no habla.

—Y aunque su corazón hable. Reflexiónelo bien: usted, que tiene sus miras respecto a una joven, puede ir a casa de sus padres, acercarse a ella y observarla, y no pide su mano hasta que está seguro que lo agrada.

—No siempre sucede así.

—Pero no es menos cierto que usted no se declara hasta que su amor ha madurado o cuando, habiendo dos personas, fija usted en una su preferencia. ¿Y la joven? Se pretende que elija, y nunca puede hacer más que contestar sí o no.

«Se trata de la elección entre Vronski y yo», pensó Lievin. Y le pareció que la imagen que resucitaba en su alma volvía a desvanecerse, martirizando su corazón.

—Daria Alexándrovna —repuso—, se puede elegir un vestido o cualquier otro objeto de poca importancia, pero no el amor. Por lo demás, la elección quedó hecha, tanto mejor; estas cosas no se vuelven a comenzar.

—¡Orgullo y más orgullo! —replicó Dolli, desdeñosamente, por la bajeza del sentimiento que Lievin expresaba, comparado con los que solo las mujeres comprenden—. Cuando usted se declaró a Kiti, ella estaba precisamente en una de esas situaciones delicadas en que no se sabe qué contestar, fluctuaba entre usted y Vronski; este visitaba la casa todos los días y usted no se había presentado hacía largo tiempo. Si hubiese tenido más edad, no habría vacilado; para mí, por ejemplo, no hubiera habido duda ni vacilación.

Lievin recordó en aquel momento la contestación de Kiti: «No, eso no puede ser».

—Daria Alexándrovna —replicó secamente—, me conmueve mucho su confianza, pero creo que se engaña. Con razón o sin ella, este amor propio, que usted desprecia en mí, es causa de que todas mis esperanzas respecto a Katerina Alexándrovna sean ya imposibles; y compréndalo usted bien, imposibles.

—Una palabra más, usted comprende bien que le hablo de una hermana, tan querida para mí como mis propios hijos; no pretendo decir que ella lo ame; solamente deseaba decirle que su negativa, en el momento en que la hizo, no significa nada.

—¡No la comprendo! —exclamó Lievin, saltando de la silla—. Y no sabe cuánto daño me hace en este momento. Es como si hubiese usted perdido un niño y viniese alguno a decirle: He aquí cómo sería si hubiese vivido para ser su alegría, ¡pero desgraciadamente ha muerto!…

—¡Qué singular es usted! —dijo Dolli con triste sonrisa al observar la emoción de Lievin—. ¡Ah! Lo comprendo cada vez más —añadió con aire pensativo—. Quiere decir que no vendrá usted cuando Kiti esté aquí.

—¡No! Nunca huiré de Katerina Alexándrovna; pero en cuanto sea posible, le evitaré el enojo que mi presencia pueda causarle.

—Es usted muy original —dijo Dolli, mirando afectuosamente a su interlocutor—. Supongamos ahora que no hemos dicho nada… ¿Qué tienes, Tania?—añadió en francés al ver a su hija que acababa de entrar…

—¿Dónde está mi pala, mamá?

—Yo te hablo en francés; contéstame en el mismo idioma —replicó la madre.

Como la niña no recordaba la palabra, Dolli se la dijo en voz baja, indicando luego, siempre en francés, dónde estaba el objeto perdido.

Aquel francés desagradó a Lievin, a quien le pareció todo cambiado en casa de Dolli; hasta sus niños no eran ya tan graciosos.

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