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Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

Ana Karenina (44 page)

BOOK: Ana Karenina
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Los pasos a de un criado la hicieron volver en sí, y ocultando el rostro, aparentó que escribía.

—El correo pide la contestación —dijo el criado.

—¿La contestación? Bueno, que espere —dijo Anna—. Ya llamaré.

«¿Qué podré escribir? —pensó—. ¿Cómo he de decidir yo sola?» Y aprovechándose del primer pretexto para eludir el sentimiento de dualidad que la espantaba, se dijo: «Es preciso que vea a Alexiéi, pues solo él podrá decirme lo que debo hacer; iré a casa de Betsi, y tal vez lo encuentre allí.» Olvidaba completamente que la víspera había dicho a Vronski que no iría a casa de la princesa de Tverskaia y que aquel contestó que no quería visitarla tampoco. Se acercó a la mesa y escribió a su esposo lo siguiente:

He recibido la carta de usted.

Anna

Llamó y entregó la esquela al criado.

—Ya no marchamos —dijo a su doncella al verla entrar.

—¿Ni ahora ni más tarde?

—No; pero deja el equipaje tal como está hasta mañana, y que el coche espere.

—¿Qué vestido debo preparar?

XVII

L
A
sociedad que se reunía en casa de la princesa Tverskaia, que había invitado a Anna a un partido de críquet, se componía de dos damas y de sus adoradores, siendo aquellas las personalidades más notables de una especie de club al que se daba el nombre de Las siete maravillas del mundo, por imitación de alguna otra imitación. Las dos damas pertenecían a la más alta sociedad, pero a un centro hostil al que Anna frecuentaba. El anciano Striómov, uno de los personajes más influyentes de San Petersburgo, admirador de Liza Merkálova, era enemigo declarado de Alexiéi Alexándrovich, y por eso Anna había rehusado la primera invitación de Betsi. Pero después había resuelto ir a su casa con la esperanza de encontrar a Vronski.

Fue la primera en llegar a casa de la princesa.

En el mismo momento el criado de Vronski, muy semejante a un gentilhombre de cámara, con sus patillas rizadas, se detuvo a la puerta para dejarla pasar, descubriéndose al saludarla.

Anna recordó que Vronski le había dicho que no iría, y supuso que habría enviado una esquela por medio de su ayuda de cámara para excusarse.

Tuvo la idea de preguntar a este dónde estaba su amo, y volver para escribir a Vronski rogándole que viniese o iría a buscarlo; pero la campana había anunciado ya su visita, y el lacayo esperaba cerca de la puerta para que entrase en la habitación contigua.

—La princesa está en el jardín, y ahora le pasan recado —dijo otro lacayo.

Sin haber visto a Vronski y sin serle posible resolver nada, le era preciso quedarse con sus preocupaciones en aquel centro extraño, de un carácter tan diferente al suyo; pero sabía que llevaba un traje que le sentaba bien, le era familiar la atmósfera de ociosidad en que se hallaba y, por último, no estando sola, no debía pensar en resolver cosa alguna.

Anna respiró más libremente.

Al ver a Betsi que le salía al encuentro con un traje blanco de exquisita elegancia, sonrió como siempre. La princesa iba acompañada de Tushkiévich y de una parienta de provincia, que con alegría de la familia iba a pasar el verano en casa de la célebre princesa.

Anna tenía, sin duda, una expresión extraña, pues Betsi se lo adivinó al punto.

—He dormido mal —contestó Anna, mirando a hurtadillas al lacayo, que, a su entender, llevaba el billete de Vronski.

—Cómo me alegro de que haya usted venido —dijo Betsi—, pues precisamente quería tomar una taza de té antes que ellos llegasen. Y usted —añadió, volviéndose hacia Tushkiévich—, mejor será que vaya con Masha para ver si está preparado el terreno del criquet. Ya tendremos tiempo de hablar un poco y tomar el té —dijo a Anna con una sonrisa, ofreciéndole la mano.

—Con tanto más gusto cuanto que no puedo permanecer aquí mucho tiempo, porque he de ir a casa de la anciana Wrede, a quien prometí una visita hace un siglo.

La mentira era contraria al carácter de Anna, pero se acostumbró a ella con facilidad y casi con agrado.

¿Por qué decía una cosa en que ni siquiera pensaba cinco minutos antes? Era porque, sin explicárselo, quería dejarse abierta una salida, a fin de ir a buscar a Vronski en el caso de que no viniese; el resultado demostró que de todas las astucias de que podía valerse, aquella era la mejor.

—¡Oh!, no la dejaré a usted marchar —dijo Betsi, mirando fijamente a su amiga—; y si no fuera porque la amo tanto, hasta me ofendería; se diría que teme que yo la comprometa… Que sirvan el té en el salón pequeño —añadió, dirigiéndose al lacayo, y tomando el billete que este presentaba—. Alexiéi nos deja hoy en blanco —dijo en francés, con el tono más sencillo y natural, como si no hubiera podido figurarse que Anna sintiese por Vronski más interés que el de jugar un rato al criquet

. Dice que no puede venir.

Anna no dudó que Betsi supiera a qué atenerse; mas al oírla, se convenció momentáneamente de que lo ignoraba todo.

—¡Ah! —exclamó, como si aquel detalle le importase poco.

—¿De qué modo —continuó— puede la sociedad de usted comprometer a nadie?

Esta manera de ocultar su secreto jugando con las palabras tenía para Anna, como para toda mujer, un encanto particular.

—Yo no podría ser —añadió— más católica que el Papa, Striómov y Merkálova…; y, además, estos son la nata de la sociedad, y se los recibe en todas partes. En cuanto a «mí» —añadió, recalcando esta palabra—, yo no he sido nunca severa ni intolerante, porque no tengo tiempo para ello.

—No; pero tal vez no quiera usted encontrarse con Striómov; dejemos a este cogerse por los cabellos con Alexiéi Alexándrovich, que a nosotros nos importa poco. Lo cierto es que no hay hombre más amable en el mundo, ni jugador más aficionado al críquet; ya verá usted con qué talento desempeña su papel cómico de enamorado de Liza; es un hombre seductor. ¿Y no conoce usted a Safó Shtoltz? Es un tipo de mujer totalmente distinto.

Al mismo tiempo que hablaba, Betsi miraba a su amiga con una expresión que hizo comprender a esta que su interlocutora conocía su apuro y buscaba medio de sacarle de él.

—Por lo pronto —dijo la princesa—, es preciso contestar a Vronski.

Y sentándose a una mesita, escribió cuatro letras y puso la esquela en un sobre.

—Le contesto —dijo la princesa— que venga a comer, pues necesito un caballero para una de mis damas; vea usted si soy imperativa. Y ahora dispénseme un momento porque voy a dar una orden; entre tanto, cierre usted la carta y envíela.

Sin vacilar un momento, Anna ocupó la silla de Betsi y añadió las siguientes líneas en el billete:

Necesito verlo a usted a toda costa; lo espero en el jardín Wrede a las seis.

Y cerró la carta, que Betsi se apresuró a enviar apenas volvió al salón.

Las dos damas conversaron mientras tomaban el té, hablando sobre todo de la persona a quienes se esperaba.

—Liza Merkálova es encantadora, y siempre fue para mí simpática —dijo Anna.

—No hace usted más que corresponderla, pues ella la quiere mucho. Ayer tarde, después de las carreras, se acercó a mí y se contristó al no encontrarla. ¡Dice que es usted una verdadera heroína de novela, y que si fuese hombre haría locuras para que la amase! Striómov le contestó que no necesitaba ser hombre para cometer locuras.

—Pero dígame usted una cosa que jamás he comprendido —repuso Anna después de una pausa, y demostrando por su tono que no hacía una pregunta ociosa—: ¿qué relaciones hay entre ella y el príncipe Kaluzhski, ese que llaman Mishka? Rara vez los he visto juntos.

Betsi sonrió, mirando fijamente a su interlocutora.

—Es un género nuevo —dijo—; todas esas damas le han adoptado descaradamente, aunque no hay razón para ello.

—Pero ¿qué relaciones existen entre esa dama y Kaluzhski!

Betsi dejó escapar una carcajada, cosa que rara vez le sucedía.

—Va usted siguiendo las huellas de la princesa Miágkaia —contestó Betsi, riendo de tal modo que se le saltaban las lágrimas—; esa es una pregunta infantil, y debería usted hacérsela a ellos.

—Usted se ríe —dijo Anna, dejándose llevar de la hilaridad—; pero la verdad es que nada comprendo. ¿Qué papel hace el esposo?

—¡Oh!, el marido de Liza Merkálova le lleva el abrigo y está a su servicio; pero nadie tiene empeño en conocer el fondo de la cuestión. Ya sabe usted que hay artículos de tocador de los cuales no se habla nunca en buena sociedad, y cuya existencia se aparenta ignorar. Pues lo mismo sucede con esas cuestiones.

—¿Irá usted a la fiesta de los Rolandaki? —preguntó Anna para cambiar de conversación.

—No lo creo —contestó Betsi.

Y sin mirar a su amiga, llenó de perfumado té unas tacitas transparentes, y tomando un cigarrillo comenzó a fumar.

—La mejor de las situaciones es la mía —añadió, después de una pausa, recobrando su seriedad—; comprendo a usted y a Liza. Esta última tiene un carácter ingenuo e inconsciente, como los niños, que no distinguen el bien del mal; por lo menos, así era en su juventud, y desde que ha comprendido que su candidez le sentaba bien, aparenta no comprender. Se pueden considerar las mismas cosas de distinta manera: unas personas toman los acontecimientos de la vida por el lado trágico, y se atormentan por ellos; mientras que las otras los toman a broma… Tal vez considere usted las cosas desde un punto de vista demasiado dramático.

—Quisiera conocer a las demás personas tanto como a mí misma —repuso Anna, con aire pensativo—. ¿Seré yo mejor o peor que las otras? Me parece que soy peor.

—Es usted una niña sensible —dijo Betsi—. ¡Ah, ya están ahí!

XVIII

O
YÉNDOSE
pasos, una voz de hombre y otra de mujer una carcajada, entrando a poco los visitantes en el salón: eran Safo Shtoltz y un joven que contestaba al nombre de Vásika, cuyo rostro expresaba la satisfacción y una salud algo exuberante: las trufas, el vino de Borgoña y las carnes casi crudas habían producido en aquel hombre un efecto demasiado activo. Vásika saludó a las dos damas al entrar, pero su mirada fue fugaz, y atravesó el salón detrás de Safo, fijos en ella sus brillantes ojos. La dama, una rubia de ojos negros, entró con desenvoltura, irguiéndose sobre sus tacones enormes, y fue a estrechar vigorosamente la mano a las damas, como lo hacen los hombres.

Anna quedó admirada al ver la hermosura de aquella nueva deidad, que aún no conocía, y cuyo traje tocaba en los últimos límites de la elegancia. La baronesa llevaba en la cabeza una verdadera armazón de cabello verdadero y postizo, de un bonito color de oro; este tocado, muy alto, comunicaba a la cabeza poco más o menos la misma altura de firme y bien modelado busto, muy escotado por delante. La impetuosidad de sus movimientos era tal que con cada paso se dibujaban las formas de las rodillas y la parte superior de las piernas debajo del vestido… tan descubierto por arriba y tan disimulado y envuelto por abajo y por detrás.

Betsi se apresuró a presentar a su amiga Anna.

—Figúrese usted —comenzó a decir la baronesa, guiñando los ojos con una sonrisa y desviando la cola de su vestido— que hemos estado a punto de aplastar a dos soldados. Yo iba con Vaska… ¡Ah!, se me olvidaba que usted no lo conoce.

Y designó al joven por su nombre de familia, ruborizándose por haberlo llamado así delante de extraños. El joven saludó por segunda vez, sin decir palabra, y volviéndose hacia Safo, repuso:

—Ha perdido usted la apuesta, hemos llegado primero; tiene que pagar.

—…

—Es igual. Ya lo cobraré luego.

—Bueno, bueno. ¡Ah, Dios mío! —exclamó de pronto, volviéndose hacía la dueña de la casa—. Soy una aturdida; se me olvidaba decir a usted que le traigo un huésped: helo aquí.

La personalidad presentada por Safo, un joven a quien no se esperaba, resultó tener una importancia tal que las damas se levantaron para recibirlo.

Era el nuevo adorador de Safo, y así como Vásika, la seguía por todas partes.

En aquel momento entraron el príncipe Kaluzhski y Liza Merkálova con Striómov. Liza era una morena algo flaca, de aspecto indolente, tipo oriental, con ojos que se juzgaban impenetrables; su traje oscuro, que Anna observó desde luego, estaba en perfecta armonía con su género de belleza. Si Safo era brusca y resuelta, Liza, en cambio, se caracterizaba por su suavidad y cierta negligencia.

Para el gusto de Anna, Liza era mucho más atractiva.

Cuando Betsi hablaba de ella, solía criticar sus modales de niña inocente; pero no tenía razón, pues Liza era en realidad una mujer encantadora por su indolencia y dejadez. Así como Safo, siempre llevaba cosidos a la falda dos adoradores que la devoraban con la vista, uno joven y otro viejo; pero había en ella algo superior a las personas que la rodeaban; era como un diamante entre simples abalorios; y de sus hermosos ojos enigmáticos radiaba el brillo de la piedra preciosa; al verla se creía leer en su interior, y no se podía verla sin amarla. Al divisar a Anna, su rostro expresó la mayor alegría.

—¡Ah, cuánto me alegra verla! —exclamó acercándose—. Ayer tarde quise hablarle en las carreras, pero acababa usted de marcharse cuando pude llegar a su tribuna. ¿No es verdad que aquello era horrible? —añadió, con una mirada en que se leía su sinceridad.

—Ciertamente; jamás hubiera creído que eso pudiese conmover tanto —contestó Anna, ruborizándose.

Los jugadores de críquet se levantaron para ir al jardín.

—Yo no bajo —dijo Liza, sentándose junto a Anna— y supongo que usted tampoco —añadió, mirando a esta—. ¿Qué diversión puede haber en ese juego?

—Pues no de la de agradarme a mí —repuso Anna.

—¿Cómo se arregla usted para no aburrirse? Usted vive y yo me muero de hastío.

—Pero ¿cómo puede usted aburrirse, siendo su casa una de las más alegres de San Petersburgo? —preguntó Anna.

—Tal vez aquellos que nos creen alegres se aburren acaso más que nosotros, aunque yo no me divierto nunca y me acosa el tedio cruelmente.

Safo encendió un cigarrillo, y seguida de los jóvenes, se fue al jardín. Betsi y Striómov permanecieron junto a la mesa de té.

—Vuelvo a repetirlo —continuó Liza—, ¿cómo hace usted para no conocer el aburrimiento? He aquí una mujer que puede ser feliz o desgraciada, pero que nunca se aburre.

—No hago nada —replicó Anna, ruborizándose por aquella insistencia.

—Es lo mejor que se puede hacer —dijo Striómov, mezclándose en la conversación.

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