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Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

Ana Karenina (45 page)

BOOK: Ana Karenina
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Era hombre de unos cincuenta años, de cabello gris, pero bien conservado; aunque feo, se distinguía por su tipo original y su rostro de expresión inteligente. Liza Merkálova era sobrina de su mujer y pasaba junto a ella todos sus ratos de ocio. Al encontrar a Anna en sociedad procuró mostrarse con ella amable, como hombre bien educado, y precisamente porque estaba en mala inteligencia con su marido.

—El mejor medio es no hacer nada —repitió Striómov—, y hace ya mucho tiempo que se lo he dicho. Para no aburrirse basta no creer en el aburrimiento, así como cuando se padece de insomnio no se ha de pensar que no se dormirá nunca. Esto es lo que ha querido decir Anna Arkádievna.

—Me complacería haber dicho efectivamente eso —repuso Anna, sonriendo—, puesto que es una verdad.

—Pero ¿por qué es tan difícil dormir como no aburrirse?

—Para dormir es preciso haber trabajado, y para divertirse, también.

—¿Para qué voy a trabajar si nadie lo necesita?… No sé fingir solo por hacer algo, ni quiero hacerlo.

Como verá rara vez a Anna, Striómov no podía decirle otra cosa que no fueran trivialidades acerca de su vuelta a San Petersburgo, de su amistad con la condesa Lidia Ivánovna, pero las decía con una expresión que señalaba su sincero deseo de serle agradable y de mostrarle su respeto.

—Es usted incorregible —replicó Striómov.

—Ruego a usted que no se vaya —dijo Liza, al saber que Anna pensaba retirarse.

Striómov intervino también:

—Hallará usted un contraste demasiado notable —dijo— entre la sociedad de aquí y la de la anciana Wrede, y además, siempre será usted blanco de su maledicencia; mientras que entre nosotros despierta sentimientos muy diferentes.

Anna quedó pensativa un momento; las palabras lisonjeras de aquel hombre de talento, la simpatía infantil y cándida de Liza y aquel centro mundano a que estaba acostumbrada, y en el cual le parecía respirar en libertad, comparado con lo que le esperaba en su casa, la hicieron vacilar. Pensó si podría aplazar el momento terrible de la explicación; pero recordando la necesidad absoluta de adoptar un partido, y su profunda desesperación de la mañana, se levantó y se despidió.

XIX

A
pesar de su vida mundana y de su aparente ligereza, Vronski aborrecía el desorden. Cierto día, estando aún en el cuerpo de pajes, se halló escaso de dinero, y habiendo pedido una cantidad a préstamo, recibió una negativa. Desde entonces juró no exponerse jamás a semejante humillación y guardó su palabra. Con más frecuencia o menos, unas cinco veces al año hacía su balance, y conservaba así sus asuntos en orden. Llamaba a esta ocupación
faire la lessive
.

Al día siguiente de las carreras, habiéndose despertado tarde, Vronski se puso su capote de soldado antes de bañarse y afeitarse, y procedió al examen de sus cuentas y el arqueo. Petritski, conociendo el mal humor de su amigo en tales casos, se levantó y se ausentó sin ruido.

Todo hombre cuya existencia es algo complicada cree fácilmente que las dificultades de la vida son una adversidad personal, una desgracia que le está reservada a él solo, y de la cual se hallan libres los demás hombres. Vronski pensaba así, enorgulleciéndose, no sin razón, pensando que cualquier otra persona en una situación igual de complicada que la suya ya se habría perdido y habría cometido algo poco digno; pero a fin de no agravar la situación, quería poner en claro cuanto antes sus asuntos, y sobre todo la cuestión de metálico, que era la más fácil.

Escribió, pues, con una letra muy fina el estado de sus deudas, y halló un total de más de diecisiete mil rublos, mientras que todo su haber no ascendía sino a mil ochocientos, sin esperar ingreso alguno antes de fin de año. Vronski clasificó entonces las deudas en tres grupos: en primer lugar, las urgentes, que importaban unos cuatro mil rublos, de los cuales mil quinientos eran para su caballo y dos mil quinientos para pagar a un individuo que estafó dicha suma a Venevski, uno de sus compañeros. Vronski quiso pagar en aquel instante porque llevaba dinero encima, pero Yáshvin y Venevski insistieron en que pagaban ellos, y no Vronski, que encima no jugaba. Todo fue estupendo, pero había dado su palabra para garantizar, y deseaba tener a mano la suma necesaria para poder arrojarla a la cabeza del prestamista en caso de reclamación.

Estos cuatro mil rublos eran, por tanto, indispensables y después venían las deudas por gastos de cuadra para las carreras, que eran unos ocho mil rublos, incluso el heno y la avena; con dos mil podía arreglar esto provisionalmente.

En cuanto a las deudas con su sastre y otros industriales se podría aplazar el pago.

En resumen, necesitaba seis mil rublos inmediatamente y solo tenía mil ochocientos.

Para un hombre a quien se suponían cien mil rublos de renta, estas deudas eran insignificantes; pero dicha renta no existía, pues la fortuna paterna que llegaba a doscientos mil rublos era indivisa entre dos hermanos. Vronski había cedido su parte correspondiente a su hermano cuando este se casó con una joven sin fortuna, la princesa de Chirkova, hija de un
decembrista
[35]
. Alexiéi no se había reservado sino una renta de veinticinco mil rublos, diciendo que bastaría hasta que se casase, lo cual no sucedía nunca. Su hermano, cargado de deudas y siendo comandante de un regimiento que imponía grandes gastos, no pudo rehusar el obsequio. La anciana condesa, cuya fortuna era independiente, agregó veinte mil rublos a la renta de su hijo segundo, que lo gastaba todo sin pensar en la economía; pero su madre, descontenta por su manera de salir de Moscú y por sus relaciones con Anna Karénina, había dejado de enviarle dinero; de modo que Vronski, acostumbrado a un gasto de cuarenta y cinco mil rublos anuales, se vio reducido de pronto a veinticinco mil. Apelar a su madre era imposible, pues la carta que de ella recibiera lo irritaba, sobre todo por las alusiones que contenía; deseaba ayudarle para que adelantase en su carrera, mas no para continuar un género de vida que escandalizaba a toda la buena sociedad. La especie de condición impuesta por su madre le había resentido mucho, y su indiferencia para con ella era mayor que antes; el recoger la palabra generosa que diera a su hermano, algo aturdidamente, era también inadmisible. El recuerdo de su cuñada, de la buena Varia, que siempre le hacía comprender que no olvidaba su generosidad, hubiera bastado para impedirle retraerse; y, sin embargo, comprendía que sus relaciones con Anna podían hacer tan necesaria su renta como si estuviera casado.

La única cosa práctica, y Vronski se fijó en ella sin vacilar, era tomar a préstamo a un usurero diez mil rublos, lo cual no ofrecía ninguna dificultad; disminuir sus gastos y vender su caballeriza. Adoptada esta resolución, escribió a Rolandaki, que le había propuesto comprar sus caballos, envió a buscar al inglés y al usurero, y repartió entre diversas cuentas el dinero que le quedaba. Hecho esto, escribió una carta fría y algo brusca a su madre, y después de buscar las tres cartas que tenía de Anna, las leyó por última vez antes de quemarlas: el recuerdo de su conversación de la víspera lo sumió en una meditación profunda.

XX

V
RONSKI
se había hecho un código de leyes para su uso particular, código que se aplicaba a varios deberes poco extensos, pero estrictamente determinados, y no debiendo extralimitarse apenas de ellos, Vronski no necesitó vacilar nunca sobre lo que le convenía hacer o evitar. Su código le prescribía, por ejemplo, pagar una deuda de juego a un tahúr, pero no declaraba indispensable pagar la cuenta del sastre; prohibía la mentira, excepto con una mujer; y también el engaño, no tratándose del esposo; admitía la ofensa, mas no el perdón de las injurias.

Estos principios podían carecer de razón y de lógica, pero como Vronski no los discutía, se había atribuido siempre el derecho de llevar alta la cabeza cuando los observaba. Desde el principio de sus relaciones con Anna echó de ver, sin embargo, ciertas faltas en su código; y habiendo cambiado las condiciones de su vida, no encontraba ya contestación a todas sus dudas, por lo cual vacilaba al pensar en el porvenir.

Hasta entonces sus relaciones con Anna y el señor Karenin entraban en el cuadro de los principios conocidos y admitidos: Anna era una mujer honrada que, habiéndole dado su amor, tenía todos los derechos imaginables a su respeto, más aún que si hubiese sido su esposa legítima; y se habría dejado cortar la mano antes que permitirse una palabra, una alusión ofensiva, ni nada que pudiera parecer contrario al aprecio y consideración con que una mujer debe contar.

Sus relaciones con la sociedad eran igualmente claras; todos podían sospechar sus amores, pero nadie debía atreverse a decir nada sobre ellos; estaba dispuesto a imponer silencio a los imprudentes, obligándolos a respetar el honor de aquella a quien había deshonrado.

En cuanto a sus relaciones con el esposo, eran más claras aún; desde el momento en que amó a Anna, sus derechos sobre ella le parecían imprescriptibles; el marido era un personaje inútil, molesto, y su posición, muy desagradable para él; pero esto no se podía remediar. El único derecho que le quedaba era reclamar una satisfacción por medio de las armas; y Vronski estaba dispuesto a dársela.

Sin embargo, en los últimos días se habían producido nuevos incidentes, y Vronski no estaba dispuesto a juzgarlos. Anna le había anunciado la víspera que estaba encinta y no se le ocultaba que ella debía esperar una resolución enérgica de su parte; los principios que dirigían su vida no determinaban cuál habría de ser aquella; en el primer momento, su corazón la impulsó a exigir que abandonara a su esposo, pero ahora se preguntaba, después de reflexionar, si sería deseable semejante rompimiento.

«Inducirla a separarse de su esposo —pensaba— es unir su existencia a la mía. ¿Estoy yo preparado para esto? ¿Puedo yo llevármela careciendo de recursos? Admitamos que los encuentro: aun así, dudo que me sea dado hacerlo mientras me halle en el servicio. En el punto a que hemos llegado, debo estar dispuesto a presentar mi dimisión y a buscar dinero.»

La idea de abandonar el servicio lo conducía a considerar una parte secreta de su vida, que solo él conocía.

La ambición había sido el sueño de su infancia y de su juventud, sueño capaz de debilitar en su corazón el amor que Anna le inspiró, aunque él no se lo confesase; sus primeros pasos en la carrera militar habían sido tan felices como su entrada en el mundo; pero hacía dos años que sufría las consecuencias de una insigne torpeza.

En vez de aceptar un adelanto, que se le propuso, rehusó, confiando que por su negativa podría engrandecerse y probar su independencia; pero había presumido demasiado del valor que se atribuía a sus servicios, y desde entonces no se ocuparon más de él. De grado o por fuerza, se veía reducido a la condición de llevar a mal que se le dejase divertirse en paz, aunque, a decir verdad, ya no se divertía. Su independencia, que era la de una persona que es capaz de todo pero no tiene ganas de nada, ya le empezaba a pesar; temía que muchos llegaran a pensar que solo era un buen muchacho que no servía para grandes cosas.

Sus relaciones con Anna habían contenido un momento al gusano roedor de la ambición, atrayendo sobre Vronski la atención general, cual si fuere un héroe de novela; pero el regreso de un amigo de la infancia, el general Serpujovskói, acababa de despertar sus antiguos sentimientos. El general había sido su compañero de clase, su rival en los estudios y el compañero de sus locuras de la juventud; volvía del Asia Central cubierto de gloria, y apenas llegado a San Petersburgo, se esperaba su nombramiento para un cargo importante, pues se le consideraba como un nuevo astro de primer orden. Comparado con el general, Vronski, libre, brillante y amado de una mujer encantadora, no dejaba por eso de parecer una triste figura, como simple capitán de caballería, a quien era permitido vivir independiente.

«A decir verdad —pensaba—, yo no envidio a ese Serpujovskói; pero su ascenso prueba que a un hombre como yo le basta esperar su hora para hacer carrera muy pronto. Apenas hace tres años, el general estaba lo mismo que yo; si abandono el servicio, quemo mis naves, y permaneciendo en él no pierdo nada. Ella misma me dijo que no quería cambiar su situación. Y poseyendo su amor, ¿puedo yo envidiar a Serpujovskói?»

Vronski se retorció lentamente la punta del bigote y comenzó a pasear por su habitación; sus ojos brillaban y sentía esa calma de espíritu que experimentaba siempre después de arreglar sus asuntos; esta vez todo quedaba en orden, y, por tanto, comenzó a afeitarse muy tranquilo, tomó un baño y se dispuso a salir.

XXI

V
ENÍA
a buscarte —dijo Petritski, entrando en la habitación—; tu balance ha durado mucho hoy. ¿Está ya al corriente?

—Sí —contesto Vronski, sonriendo solo con sus ojos y atusándose las puntas del bigote con tanto cuidado, como si cualquier movimiento más atrevido y brusco pudiera destruir el orden en que había dejado sus asuntos.

—Cuando sales de esos balances se diría que acabas de tomar un baño. Acabo de ver a Gritska
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(así llamaban al coronel de su regimiento), y me ha dicho que te esperan.

Vronski miraba a su compañero sin contestarle, porque su pensamiento no estaba allí.

—¡Ah! —exclamó de pronto, escuchando el aire bien conocido de las polcas y valses de la música militar, que se oía a lo lejos—. En su casa será donde hay música. ¿Qué fiesta es?

—La llegada de Serpujovskói.

—No lo sabía —repuso Vronski, cuyos ojos brillaron con más viveza.

Había resuelto sacrificar su ambición a su amor y ser feliz; de modo que no podía resentirse de que el general no hubiese ido a verlo aún. Serpujovskói era su buen amigo, y Vronski se alegró al oír de él.

El coronel Diomin ocupaba una casa señorial enorme. Todos estaban en el amplio balcón de la planta baja. Lo primero, que vio Vronski, fueron los cantantes del regimiento, que permanecían en pie en el patio, alrededor de un pequeño barril de vodka; en el primer escalón del terrado, el coronel y sus oficiales gritaban con fuerza, dominando su voz los acordes de la música, y daba órdenes a un grupo de soldados que con algunos suboficiales se acercaban al balcón al mismo tiempo que Vronski.

El coronel, que había vuelto a la mesa con una copa de champaña en la mano, pronunció el brindis siguiente.

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