Ana Karenina (81 page)

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Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

BOOK: Ana Karenina
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—La esposa de usted y yo somos primos y antiguos amigos —dijo el joven, estrechando por segunda vez la mano de Lievin.

—Vamos —dijo Oblonski, saludando a su suegra y abrazando a su mujer y a sus hijos—, decidnos si hay caza por aquí, pues Veslovski y yo llegamos con intenciones mortíferas. ¡Qué bien estás, Dolli! —añadió, besando la mano de esta y acariciándola afectuosamente.

Lievin, tan feliz antes, contemplaba aquella escena con enojo.

«¿A quién habrán besado ayer esos mismos labios, y por qué Dolli estará tan contenta, no creyendo ya en su amor?» También le incomodó la benevolencia con que la princesa recibió a Veslovski y la cortesía de Serguiéi Ivánovich con Oblonski, la cual le pareció hipócrita, porque sabía que su hermano no apreciaba a Stepán Arkádich. Váreñka, a su vez, con su aspecto de
sainte nitouche
, capaz de agasajar a un extraño porque solo pensaba en casarse; pero su descontento llegó al colmo cuando vio a Kiti contestar a la sonrisa de aquel personaje que consideraba su visita como una felicidad para todos: esto era confirmarle en su necia pretensión.

Lievin aprovechó un momento en que se comenzaba a conversar alegremente para esquivarse; Kiti, que observaba el mal humor de su esposo, corrió tras él, pero Konstantín la rechazó, alegando que tenía mucho que hacer en el despacho. Sus ocupaciones no habían tenido nunca a sus ojos tanta importancia como aquel día. «Ellos están de fiesta, pero yo debo atender a cosas que no tienen nada de festivas, que no pueden esperar y sin las que es imposible vivir», pensaba.

VII

L
IEVIN
volvió cuando le avisaron que la cena estaba servida, y encontró a Kiti y a Agafia Mijaílovna de pie en la escalera, consultándose sobre los vinos que se deberían servir.

—¿Para qué todo ese aparato? Que sirvan el vino común.

—No, Stepán no lo bebe —replicó Kiti—; pero ¿qué tienes, Konstantín?

Y trató de retenerlo, aunque en vano, porque Lievin, sin escuchar más, se dirigió apresuradamente a la sala, donde tomó parte en la conversación.

—¿Conque vamos mañana a cazar? —le preguntó Stepán Arkádich.

—Sí, yo se lo ruego —dijo Veslovski, inclinado en su silla, con una pierna cruzada sobre la otra.

—Con mucho gusto. ¿Ha cazado usted ya este año? —preguntó Lievin con una falsa cordialidad, que Kiti conocía muy bien—. Yo no sé si encontraremos becadas, pero las grivas abundan. Será preciso madrugar mucho. ¿No le molestará esto, Stiva?

—Estoy dispuesto aunque sea a no dormir en toda la noche.

—¡Ah, sí, eres muy capaz de ello, y hasta de no dejar dormir a los demás! —replicó Dolli, con cierta ironía—. En cuanto a mí, no ceno y me retiro.

—No, Dolli —repuso Stepán Arkádich, yendo a sentarse junto a su esposa—; espérate un poco, tengo que decirte muchas cosas. ¿Sabes que Veslovski ha visto a Anna? Reside a setenta
verstas
de aquí; y mi amigo irá a verla cuando se vaya. Yo pienso acompañarlo.

—¿De veras ha visto usted a Anna Arkádievna? —preguntó Dolli a Váreñka, que se había acercado a las señoras, colocándose junto a Kiti al sentarse a la mesa para cenar.

Lievin, aunque estaba hablando con la princesa y Váreñka, observó la animación de aquel pequeño grupo, y le pareció que los dos jóvenes entablaban un diálogo misterioso y que la fisonomía de su esposa al mirar el agraciado rostro de Váreñka revelaba una emoción profunda.

—Tienen una casa magnífica —decía Váreñka con viveza—, y en ella se está perfectamente; pero no es a mí a quien toca juzgarlos.

—¿Qué piensa hacer?

—Pasar el invierno en Moscú.

—Sería muy agradable reunirse allí. ¿Cuándo irás tú? —preguntó Oblonski a su joven amigo.

—En julio.

—¿Y tú? —preguntó a Dolli.

—Cuando te hayas marchado; iré sola y así no molestaré a nadie. Tengo empeño en ver a Anna, porque es una mujer a quien compadezco y amo.

—Muy bien —contestó Stepán Arkádich—. ¿Y tú, Kiti, no irás?

—¿Qué tengo yo que hacer en su casa? —contestó Kiti, a quien esta pregunta hizo ruborizarse de enojo.

—¿Conoce usted a Anna Arkádievna? —preguntó Veslovski—. Es una mujer seductora.

—Sí —contestó Kiti, ruborizándose cada vez más. Y dirigiendo una mirada a su esposo, se levantó y fue a reunirse con él para preguntarle—: ¿Conque vas mañana de caza?

Los celos de Lievin al ver a Kiti ruborizarse no tuvieron ya límite, y su pregunta le pareció una prueba de interés por aquel joven, del que evidentemente estaría enamorada.

—Así es —contestó con voz forzada, que lo desagradó a él mismo.

—Más vale que pases el día con nosotros —dijo Kiti—, pues Dolli no ha aprovechado mucho la visita de su marido.

Lievin traducía el significado de aquellas palabras así: «No me separes de él. No me importa que tú te vayas, pero déjame gozar de la presencia de este encantador joven».

—Si te empeñas, nos quedaremos mañana —dijo Lievin en un tono extrañamente agradable.

Váreñka, sin sospechar el efecto que su presencia producía, se había levantado de la mesa para acercarse a Kiti con la sonrisa en los labios.

«¿Cómo se atreve a mirarla así?», pensó Lievin, pálido de cólera.

—¿Conque mañana de caza? —preguntó inocentemente Váreñka, sentándose de través en una silla con una pierna doblada, según su costumbre.

Arrebatado por los celos, Lievin se ve en la situación de un marido engañado a quien la esposa y el amante tratan de explotar en interés de sus placeres; pero habló con Veslovski, le hizo preguntas sobre sus arreos de caza y le prometió con aire afable organizar la partida para el día siguiente. La princesa puso fin a la inquietud de su yerno aconsejando a Kiti que se retirara a dormir; mas para exasperar del todo a Lievin, Váreñka, al dar las buenas noches a la joven, trató de besar su mano.

—En nuestra casa no es costumbre —dijo Kiti bruscamente, retirándola con viveza.

¿Cómo había ella dado derecho al joven para permitirse semejantes familiaridades y cómo osaba manifestarle tan torpemente su desaprobación?

Stepán Arkádich, que se había alegrado con algunos vasos de buen vino, estaba del mejor humor.

—¿Por qué te has de acostar, haciendo tan buen tiempo? —preguntó a Kiti—. Mira cómo sale la luna; es la hora de las serenatas; Váreñka tiene una voz deliciosa, y sabe dos nuevas canciones que nos podría dar a conocer acompañado de Varvara Andriéievna.

* * *

Mucho tiempo después de haberse retirado todos, Lievin, hundido en su sillón y guardando un silencio obstinado, oía aún a sus huéspedes cantar las nuevas coplas en el jardín. Kiti, que le había interrogado inútilmente sobre la causa de su mal humor, acabó por preguntarle, sonriendo, si era la causa Veslovski. Esto bastó para que Lievin se explicase; en pie delante de su esposa, con los ojos brillantes, fruncido el ceño, las manos aplicadas contra el pecho como si quisiera comprimir su cólera y temblorosa la voz, dijo con una expresión que hubiera parecido dura si su fisonomía no hubiese manifestado un acerbo dolor:

—No creas que estoy celoso, porque solo esta palabra me subleva; yo no podría serlo y creer a la vez en ti; pero me resiente y me humilla que te miren de ese modo.

—¿Cómo me ha mirado? —preguntó Kiti, tratando sinceramente de recordar los menores incidentes de la noche.

Le había parecido un poco familiar la actitud de Veslovski durante la cena, pero no se atrevió a decir nada.

—¿Puede tener atractivo —preguntó a su esposo—una mujer en mi estado?

—Cállate—exclamó Lievin, cogiéndose la cabeza entre las manos—. ¿Podrías, pues, si te creyeras seductora…?

—Vamos, Kostia —repuso Kiti, afligida al verlo padecer así—; bien sabes que, fuera de ti, no hay para mí nadie. ¿Quieres que me encierre lejos de todo el mundo?

Aunque resentida por aquellos celos que le impedían hasta sus distracciones más inocentes, Kiti estaba dispuesta a renunciar a todo para calmar a su marido.

—Trata de comprender lo ridículo de mi situación; ese joven es mi huésped, y fuera de su necia galantería y de la costumbre de sentarse sobre una pierna, nada tengo que decir de él, pues cree seguramente que es de buen tono lo que hace. En consecuencia, le debo tratar con cortesía, y…

—Pero, Kostia, tú exageras las cosas —interrumpió Kiti, orgullosa en el fondo del corazón al verse tan apasionadamente amada.

—Y cuando tú eres para mí objeto de un culto, siendo tan felices los dos, ese miserable tendría derecho… Tal vez no sea un miserable, pero ¿por qué ha de estar nuestra dicha a merced suya?

—Escucha, Kostia: me parece que ya sé lo que te ha enojado.

—¿El qué? —preguntó Lievin con cierta turbación.

—Tú nos observabas durante la cena.

—Sí, sí —dijo Lievin, asustado.

Y le refirió la conversación misteriosa de que tanto había sospechado.

Levin se quedó callado, luego observó el rostro pálido de su esposa y se llevó las manos a la cabeza.

—¡Katia! Te hago sufrir inútilmente. Perdóname, mi amor. ¡Esto es una locura! Katia, todo eso es culpa mía; ¿cómo he podido atormentarme así por una estupidez?

—No importa, tú sí que me das lastima.

—¿Yo? ¿Yo? ¿Quién soy? Soy un pobre loco… ¿Pero tú, por qué tienes que sufrir? Qué terrible me resulta pensar que cualquier extraño puede destruir nuestra felicidad.

—Efectivamente. Eso es lo que me ofende…

—Tienes razón, ahora voy a colmar de atenciones a ese joven, y que se quede aquí a pasar el verano —dijo Levin, besando la mano de su esposa. —Ya verás… ¡Y mañana, a cazar!

VIII

L
OS
trenes de caza esperaban a la puerta, a la mañana siguiente, antes que las damas se hubieran levantado;
Laska
, junto al cochero, muy agitada y comprendiendo los proyectos de su amo, parecía desaprobar la tardanza de los cazadores. El primero que se presentó fue Váseñka Veslovski, con blusa verde y cinturón de cuero, calzado con botas nuevas, cubierta la cabeza con su gorro de cintas y una escopeta inglesa en la mano.

Laska
saltó hacia él para saludar y preguntar a su manera si los otros vendrían pronto; mas al ver que no se la comprendía, volvió a su puesto y esperó, con la cabeza inclinada y el oído atento. Al fin se abrió la puerta con estrépito para dar paso a
Krak
, el perro de muestra de Stepán Arkádich, que saltaba delante de su amo.

—Poco a poco —dijo Oblonski alegremente, tratando de esquivar las patas del animal que, en su júbilo, trataba de agarrarse a su morral de caza.

Stepán Arkádich llevaba un calzado muy ordinario, pantalón viejo, paletó corto y sombrero abollado; pero, en cambio, su escopeta era del último modelo y el morral y canana de los mejores. Veslovski comprendió que el colmo de la elegancia, para un cazador, consistía en subordinarlo todo a sus arreos, y se prometió aprovechar la lección para otra vez, mientras miraba a Stepán Arkádich.

—Nuestro patrón tarda —dijo Veslovski

—Tiene la esposa joven —repuso Oblonski, sonriendo.

—Y a fe que es una mujer encantadora.

—Habrá entrado a ver a su señora, pues lo he visto a punto de salir.

Stepán Arkádich no se engañaba: Lievin había entrado a ver a Kiti para hacerle repetir que le perdonaba sus celos de la víspera, y para rogarle que fuese prudente, especialmente con los niños, siempre pueden dar algún empujón sin darse cuenta. La joven hubo de jurar que no le guardaba rencor porque se ausentase dos días, y que le mandaría una carta la mañana siguiente con un mensajero solo para decirle si estaba bien; la expedición no le agradaba mucho, pero se resignó alegremente al ver la animación de su marido.

—Dispénsenme ustedes, señores —gritó Lievin, corriendo hacia sus compañeros—. ¿Han empaquetado ya los víveres? ¡A tu puesto,
Laska
!

Apenas estuvo en el coche los detuvo el vaquero, que le acechaba el paso para consultarle sobre las becerras, y después el carpintero, cuyas ideas erróneas debió rectificar respecto a la construcción de una escalera. Al fin se emprendió la marcha, y Lievin, satisfecho al verse libre de cuidados domésticos, experimentó tan viva alegría que hubiera querido pensar solo en las emociones que los aguardaban. ¿Se encontraría caza? ¿Podría
Laska
competir con
Krak?
¿Sería él tan buen cazador como aquel extraño? Las reflexiones de Stepán Arkádich eran análogas; solo Veslovski charlaba sin cesar, y Lievin no pudo menos de arrepentirse de sus injusticias de la víspera mientras le escuchaba. Era verdaderamente un buen muchacho, al que solo se hubiera podido criticar porque consideraba que sus uñas muy bien cuidadas y su traje elegante eran pruebas de incontestable superioridad. Por lo demás, sencillo, alegre y bien cuidado, hablaba perfectamente el francés y el inglés, por todo esto le empezó a caer bien a Levin; seguramente, si le hubiera conocido antes de casarse, habrían mantenido relaciones amistosas.

Apenas hubieron recorrido los cazadores unas tres verstas, Váseñka echó de menos su cartera y sus cigarros; la primera contenía una suma bastante redonda, y quiso asegurarse de que la había olvidado en la casa.

—Permítame usted montar el caballo delantero —era un caballo cosaco, en el cual galopaba con el pensamiento a través de las estepas—, y muy pronto estaré de vuelta.

—No es necesario que usted se moleste —contestó Lievin, calculando que el peso de Váseñka representaba por lo menos seis
puds—;
mi cochero recorrerá esta distancia fácilmente.

El cochero fue despachado en busca de la cartera, y Lievin empuñó las riendas.

IX

E
XPLÍCANOS
tu plan —dijo Stepán Arkádich.

—Helo aquí: vamos directamente a los pantanos de Gvózdievo, a veinte
verstas
de aquí, donde encontraremos seguramente caza. Si llegamos por la noche, se aprovechará la frescura para cazar; dormiremos en casa de un campesino, y mañana iremos al pantano grande.

—¿No hay nada en el camino?

—Sí, por cierto; tenemos dos buenos puntos, pero esto nos retardaría, y hace demasiado calor.

Lievin pensaba reservar para su uso aquellos parajes próximos a la caza; pero nada escapaba a la vista ejercitada de Stepán Arkádich, y al pasar delante de un pequeño pantano exclamó:

—¡Detengámonos aquí!

—¡Oh, sí! —añadió Váseñka—, detengámonos.

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