Ana Karenina (80 page)

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Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

BOOK: Ana Karenina
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—¿Y Váreñka?

—Tal vez…, no sé… Serguiéi es un hombre que solo vive una vida espiritual. Tiene un alma demasiado pura y elevada.

—¿Pero en qué puede rebajarle ese sentimiento?

—No le rebajaría. Pero él está habituado a llevar una existencia puramente espiritual; no sabría conformarse con la realidad, y Váreñka, al fin y al cabo, es una realidad…

Levin se había acostumbrado ahora a expresar directamente sus pensamientos sin preocuparse de revestirlos de palabras precisas. Sabía que su mujer, en momentos llenos de amor como este, le entendía con medias palabras. Y efectivamente, Kiti lo comprendió.

—Oh, no, Váreñka no representa tanta realidad como yo. Comprendo que una mujer como yo no puede gustarle a tu hermano. Y ella toda es tan espiritual…

—No, él te quiere mucho y a mí me agrada mucho que los míos te quieran.

—Sí, es muy bueno conmigo, pero…

—Pero no como el difunto Nikóleñka. Llegasteis a quereros mucho —concluyó Levin. Y añadió—: ¿Por qué no confesarlo? A veces me reprocho al pensar que acabaré olvidándolo. ¡Qué hombre tan admirable y tan terrible era mi hermano! Sí… Y ¿de qué hablábamos? —preguntó tras un silencio.

—¿Crees tú que no es capaz de enamorarse? —preguntó Kiti, expresando a su manera la idea de su esposo.

—No es que sea capaz —dijo Levin sonriendo—. No tiene esa debilidad que hace falta para enamorarse… Siempre le tenía envidia, incluso ahora, cuando estoy tan feliz, lo envidio.

—¿Lo envidias porque no puede enamorarse?

—Lo envidio porque es mejor que yo. No vive para sí mismo. El deber es el que lo guía, y por consiguiente puede vivir satisfecho y tranquilo.

—¿Y tú, por qué estarías descontento de ti?

Kiti preguntó esto con una sonrisa irónica y cariñosa, sabiendo que la última conclusión de su marido, que le admiraba a su hermano y se sentía inferior que él, no fue del todo sincera. Conocía bien la causa de esa insinceridad: Levin amaba a su hermano y se sentía culpable por ser demasiado feliz, a eso se añadía su incesable deseo de mejorarse; eso le gustaba mucho a Kiti y de allí venía aquella sonrisa.

—¿Por qué estás descontento? —repitió con la misma sonrisa. La incredulidad de ella respecto a su satisfacción alegraba a Levin, porque involuntariamente le obligaba a exponer las causas de su descontento.

—Soy feliz, pero no estoy contento conmigo mismo.

—¿Cómo es posible no estar contento si eres feliz?

—A ver cómo te lo explico… Lo único que deseo en este instante es que no des ningún paso en falso. Kiti, ¡cuidado! ¡No se puede saltar así! —interrumpió, regañándola por hacer un movimiento brusco al sobrepasar una rama seca que se les encontró por el camino—. Cuando pienso en mí mismo y me comparo con otros, particularmente con mi hermano, reconozco toda mi inferioridad.

—Pero ¿no piensas siempre en tu prójimo, en tu explotación y en tus libros?

—Lo hago superficialmente, cual si fuese una tarea de que quisiera librarme. ¡Ah, si pudiese amar mis deberes como te amo a ti! ¡Tú eres la culpable!

—Entonces, ¿qué dirás de papá? —preguntó Kiti—. No debe de valer nada tampoco, puesto que no ha hecho nada para el bien público.

—¿Él? No. ¿Pero acaso tengo yo la bondad, la sencillez, la claridad de ideas de tu padre? Yo, al no hacer nada, me atormento. ¡Y todo eso te lo debo a ti! Cuando tú no estabas, cuando todavía no existía esto —dijo Levin, indicando con una mirada el vientre de Kiti, lo que ella comprendió en seguida— todas mis fuerzas se empleaban en mi actividad, pero ahora no puedo hacerlo y me avergüenzo de ello. Lo hago todo como quien recita una lección, finjo…

—¿Quisieras cambiarte por Serguiéi y no amar ya más que tus deberes y el bien general?

—Ciertamente que no, pero te advertiré que soy demasiado feliz para razonar bien… ¿Crees que se declarará hoy? —preguntó después de una pausa.

—Y sí, y no. Pero me alegraría mucho. ¡Ah! Espera —se inclinó y recogió una margarita silvestre del borde del camino—. Vamos a ver, se declara, no se declara —dijo entregándole la flor a Levin.

—Se declarará, no se declarará… —decía él deshojando los pétalos blancos y estrechos.

—No, no vale —Kiti le detuvo, cogiéndole de la mano: observaba con emoción los movimientos de sus dedos—. ¡Has arrancado dos pétalos a la vez!

—Entonces este pequeño no cuenta —dijo él, arrancando uno pequeñito apenas crecido. ¡Ah! Ahí tienes nuestro vehículo, que nos alcanza.

—Kiti —gritó la princesa—, ¿no estás cansada?

—En absoluto, mamá.

El paseo continuó a pie.

IV

V
ÁREÑKA
, con un pañuelo blanco sobre su cabello negro, rodeada de niños, jugando con ellos alegremente, emocionada tal vez por la muy probable declaración del hombre que le gustaba, le pareció aquel día muy encantadora a Serguiéi Ivánovich, y andando a su lado, este recordó lo que había oído decir de su vida pasada y lo que él mismo pudo observar de bueno y apreciable en aquella joven. Su corazón experimentaba un sentimiento particular, que solo lo dominó en otro tiempo, en su primera juventud, y la impresión de contento producida por la presencia de la joven fue un instante tan viva que al poner en la cesta de su compañera una seta monstruo que acababa de encontrar, sus miradas se cruzaron de una manera demasiado expresiva.

—Voy a buscar setas libremente —dijo, temiendo sucumbir como un niño al impulso del momento—, pues noto que mis hallazgos pasan inadvertidos.

«¿Por qué he de resistir? —pensó al alejarse del lindero del bosque para penetrar en su profundidad, donde, después de encender un cigarro, se entregó a sus reflexiones—. El sentimiento que me domina no es pasión; es, según creo, una inclinación mutua, que no entorpecería nada en mi vida. La única dificultad seria para mi casamiento es la promesa que me hice, al perder a Masha, de conservarme fiel a su recuerdo.» Serguiéi comprendía que esa dificultad solo afectaba al carácter poético que tenía a los ojos de la sociedad. Ninguna mujer, ninguna joven, respondía mejor que Váreñka a todo lo que él buscaba en aquella que eligiese por esposa: tenía el encanto de la juventud, sin ser una niña; conocía las costumbres del mundo sin el menor deseo de brillar, y su religión se basaba en sólidas convicciones. Además de esto, era pobre, no tenía familia y no impondría, como Kiti, una numerosa parentela a su esposo. Por otra parte, aquella joven lo amaba, lo cual le era fácil comprender, aunque fuese modesto; y en cuanto a la diferencia de edad entre ellos, no sería un obstáculo. ¿No había dicho Váreñka una vez que el hombre de cincuenta años no se consideraba como viejo más que en Rusia, mientras que en Francia estaba entonces en la «fuerza de la edad»? A los cuarenta años, pues, él era «un joven»; y cuando divisó el talle gracioso y flexible de Váreñka entre los añosos abedules, experimentó una emoción de alegría, y resuelto a explicarse, arrojó el cigarro y adelantóse hacia la joven.

V

«V
ARVARA
Andriéievna, en mi juventud imaginé un ideal de la mujer que yo elegiría por compañera; Solo usted realiza mi sueño; yo la amo y le ofrezco mi nombre.»

Con esta declaración amorosa en la mente, Serguiéi Ivánovich miraba a Váreñka, que arrodillada en la hierba, a diez pasos de él, defendía una seta contra los ataques de Grisha, a fin de dársela a los pequeños.

—Por aquí, por aquí hay muchas —gritaba con su argentina voz.

No se levantó al acercarse Serguiéi, pero toda su persona manifestaba la alegría de verlo.

—¿Ha encontrado usted alguna cosa? —le preguntó, mirándolo con la sonrisa en los labios.

—Nada —contestó Serguiéi Ivánovich.

Después de indicar a los niños los sitios mejores, Váreñka se levantó y se reunió con Serguiéi; los dos anduvieron un corto trecho; Váreñka, dominada por su emoción, presentía que Serguiéi deseaba decirle algo; y de pronto, aunque no tenía deseos de hablar, rompió el silencio para decir casi involuntariamente:

—Si no ha encontrado usted nada es porque siempre hay menos setas en el interior del bosque que en el lindero.

Serguiéi suspiró sin contestar, porque aquella frase insignificante lo desagradó. Quería volver la conversación a las primeras palabras de Váreñka acerca de su infancia. Pero en contra de su deseo contestó, después de una pausa, a las últimas palabras de Váreñka.

Pasaron unos minutos, se apartaron de los niños y se encontraron completamente solos. El corazón de Váreñka latía con tanta fuerza que creía oír los latidos y sentía cómo se ruborizaba, palidecía y de nuevo se ruborizaba.

Ser esposa de Koznyshov, después de su situación con la señora Shtal, le parecía el colmo de la felicidad. Además, estaba casi segura de haberse enamorado de Serguiéi Ivánovich. Y en aquel instante se iba a decidir todo. Sintió miedo. Miedo a lo que pudiera decir y a lo que se callara. El momento era propicio para una explicación, y Serguiéi Ivánovich, al observar la turbación de la joven, que miraba al suelo, reconoció que la ofendía callándose; se esforzó, pues, para recordar sus reflexiones sobre el matrimonio, pero en vez de las palabras que tenía preparadas, dijo otra cosa muy distinta:

—¿Qué diferencia hay —preguntó— entre el hongo y la seta?

Los labios de Váreñka temblaron al contestar.

—Solo hay diferencia en el pie.

Los dos comprendieron que todo había concluido; las palabras que debían unirlos no se pronunciarían ya, y la profunda emoción que los agitaba se calmó poco a poco.

—El pie de la seta recuerda una barba negra mal afeitada —dijo Serguiéi Ivánovich, tranquilamente.

—Es verdad —contestó Váreñka con una sonrisa.

Los dos se dirigieron involuntariamente hacia el paraje donde estaban los niños: Váreñka, confusa y resentida, aunque aliviada, y Serguiéi Ivánovich repasando mentalmente sus razonamientos sobre el matrimonio, los cuales le parecían ahora falsos: no podía ser infiel al recuerdo de Masha.

* * *

—Poco a poco, niños; poco a poco —gritó Levin algo enfadado, poniéndose delante de su esposa e intentando protegerla al ver que todos se precipitaban hacia Kiti con gritos de alegría.

Detrás de los niños aparecieron Serguiéi Ivánovich y Váreñka; Kiti no necesitó preguntar para comprender por su expresión tranquila y algo confusa que la esperanza que abrigó no se realizaría.

—¿Y qué? —preguntó su marido cuando volvían a casa.

—No cuaja —dijo Kiti con una sonrisa, recordando a su padre en su manera de reír y hablar, lo que Levin observaba a menudo en ella con placer.

—¿Qué quiere decir «no cuaja»?

—Esto; mira lo que hacen —repuso Kiti, cogiendo la mano de su marido, llevándosela a la boca y tocándola con sus labios cerrados—. Como se le besa la mano a un obispo.

—Pero, ¿quién es el que «no cuaja»? —preguntó Levin riendo.

—Ni el uno ni el otro. Mira, es así como debe hacerse.

—Cuidado. Ahí vienen unos aldeanos.

—No, no han visto nada

VI

M
IENTRAS
los niños tomaban el té, las personas mayores se reunieron en el terrado, todos bajo la impresión de que había ocurrido un hecho importante, aunque negativo; mas para disimular la confusión general, se habló con forzada animación. Serguiéi Ivánovich y Váreñka parecían dos escolares suspendidos en los exámenes; Lievin y Kiti, más enamorados que nunca, estaban confusos de su felicidad, juzgándola como una alusión indiscreta a la torpeza de aquellos que no saben ser dichosos.

Stepán Arkádich, y tal vez el anciano príncipe, debían llegar en el tren de la noche.

—Alexandre no vendrá —decía la princesa—, pues pretende que no se debe entorpecer la libertad de dos jóvenes esposos.

—Papá nos ha abandonado, todavía no lo hemos visto —dijo Kiti—; pero no sé por qué nos considera como jóvenes casados, siendo ya antiguos esposos.

—Si papá no viene, me tendré que ir yo —dijo la princesa suspirando.

—Pero ¿por qué? —exclamaron sus hijas.

—Pensad que está solo. Ahora…

Y la voz de la princesa tembló. Las hijas se miraron y se callaron. «Mamá siempre encuentra algún motivo para estar triste», se dijeron con la mirada. Sabía que aunque estaba bien en Pokróvskoie, aunque sentía que allí la necesitaban, desde que la hija menor, la favorita de la familia, se casó, el nido había quedado vacío. La tristeza invadía a los viejos esposos.

—¿Qué sucede, Agafia Mijáilovna? —preguntó Kiti al ver a su lado a la anciana sirvienta con la expresión misteriosa y significante en el rostro.

—Lo de la cena.

—Yo ayudaré a Agafia Mijaílovna, usted no sé mueva —dijo Váreñka a Kiti, y salió.

—¡Qué muchacha más encantadora! —dijo la princesa.

—Es difícil encontrar otra igual.

—¿Dice usted que espera hoy a Stepán Arkádich? —dijo Serguiéi Ivánovich, que no deseaba continuar la conversación sobre Váreñka—. Es difícil encontrar dos cuñados menos parecidos. Uno, de carácter, se encuentra en sociedad como pez en el agua; el otro, nuestro Konstantín, es vivo, sensible, pero en sociedad o está callado, o se agita inútilmente como un pez en tierra.

—Es un imprudente —dijo la princesa, dirigiéndose a Serguiéi Ivánovich—. Quería pedirle a usted que hablara con él. Kiti no puede quedarse aquí en su estado, debe marchar a Moscú. Konstantín dice que se puede invitar a un médico.


Maman
, hará lo que sea, está conforme con todo —dijo Kiti, irritada porque su madre explicaba aquello a Serguiéi Ivánovich.

El ruido de un coche en la avenida interrumpió la conversación.

—Es mi amigo Stepán —gritó Lievin—, y alguno va a su lado; debe de ser papá; corramos a su encuentro, Grisha.

Pero Lievin se engañaba: el compañero de Stepán Arkádich era un robusto mancebo que llevaba cubierta la cabeza con una gorra escocesa adornada de largas cintas flotantes; se llamaba Váseñka Veslovski, era pariente lejano de los Scherbatski y uno de los ornamentos de la buena sociedad de Moscú y de San Petersburgo. Veslovski no se turbó al notar la desilusión que produjo su presencia. Saludó alegremente a Lievin, recordándole que se habían visto otras veces, y se apoderó de Grisha para instalarlo en el vehículo.

Lievin siguió a pie, contrariado al no ver al príncipe, y más aún por la intrusión de aquel extraño, cuya presencia era del todo inútil; esta enojosa impresión aumentó al ver cómo Váseñka besaba galantemente la mano de Kiti delante de las personas reunidas en el terrado.

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