Aníbal. Enemigo de Roma (10 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: Aníbal. Enemigo de Roma
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—Por lo menos en Iberia o Numidia habríamos tenido la posibilidad de correr la voz hasta Cartago —musitó Suniaton desesperadamente.

Hanno asintió con amargura. Por el contrario, iba a venderlos a los peores enemigos de su pueblo como gladiadores.

—No es posible que Melcart sea el único responsable de esta desventura. Hay algo más. —Intentó encontrar una explicación al hecho de que corrieran una suerte tan funesta. De repente, rememoró cómo se había marchado de casa. Hanno soltó una maldición.

—Soy un imbécil.

Suniaton le dedicó una mirada de confusión.

—¿Por qué lo dices?

—No pedí la bendición de Tanit al salir por la puerta principal.

Suniaton se quedó pálido. Aunque era una figura maternal virginal, Tanit era la deidad más importante de los cartagineses. También era la diosa de la guerra. Contrariarla conllevaba el riesgo de recibir un castigo severo.

—Olvidar no es un crimen —dijo, antes de apresurarse a añadir—, pero de todos modos podrías pedirle perdón.

Hanno siguió el consejo de su amigo empapado de un sudor frío.

«Gran Madre —rogó—. Perdóname. No nos olvides, por favor.»

A la mañana siguiente, Hanno seguía sin haber regresado a casa. En realidad, no era tan inusual. Pero pasaban las horas y seguía sin haber ni rastro de él. Al mediodía, Bostar empezó a preocuparse.

Caminaba de un extremo a otro del pasillo desde el patio, mirando la calle a ver si veía a su hermano pequeño. A primera hora de la tarde, ya no lo soportó más.

—¿Dónde está Hanno?

—Pasando la resaca en algún sitio, probablemente —gruñó Safo.

Bostar hizo una mueca.

—Nunca ha llegado tan tarde.

—A lo mejor oyó hablar del discurso de papá y se emborrachó un poco más de lo habitual. —Safo miró a su padre en busca de aprobación. Sorprendentemente, no la recibió.

A Malchus también se le veía preocupado.

—Tienes razón, Bostar. Hanno siempre regresa a tiempo para sus clases. Se me había olvidado pero esta tarde, a petición suya, íbamos a hablar otra vez de la batalla de Ecnomo.

Safo frunció el ceño.

—Entonces no se la perdería.

—Por eso mismo.

De repente, la situación tomó otro cariz.

Una voz conocida rompió su consternación.

—¿Malchus? ¿Estás en casa?

Los tres se giraron y vieron a un hombre robusto y con barba que aparecía en la entrada del patio. Llevaba una sotana de lino color crema que le llegaba casi hasta los pies y la cabeza cubierta con un pañuelo.

Malchus le hizo una reverencia y salió a su encuentro.

—Bodesmun. Tu presencia es un honor para mí.

Detrás de él, Safo y Bostar también daban muestras de respeto. Eshmún no era el dios preferido de la familia pero era una deidad importante. El templo dedicado a él en lo alto de la colina de Birsa era el mayor de Cartago y Bodesmun era uno de los sumos sacerdotes del mismo.

—¿Te apetece un refrigerio? —preguntó Malchus—. ¿Un poco de vino o zumo de granada? ¿Pan con miel?

Bodesmun rechazó la oferta con un gesto de la mano regordeta. Su rostro amable y redondo denotaba preocupación.

—Gracias, pero no.

Malchus se quedó anonadado. Tenía poco en común con un sacerdote pacífico.

—¿En qué puedo servirte? —preguntó con incomodidad.

—Vengo por Suniaton.

Malchus respondió de inmediato.

—¿Qué le ha hecho hacer Hanno?

Bodesmun alcanzó a esbozar una débil sonrisa.

—No se trata de eso. ¿Habéis visto hoy a Suni?

A Malchus le dio un vuelco el corazón.

—No, yo podría preguntarte lo mismo acerca de Hanno.

La sonrisa de Bodesmun desapareció de su rostro.

—¿Tampoco ha regresado?

—No. Por lo que parece, ayer había cientos de atunes. Cualquier tonto con una red podía llenarse el barco de peces y estoy seguro de que es lo que hicieron. Cuando vi que Hanno no volvía, supuse que habían salido a celebrarlo —repuso Malchus apesadumbrado porque la imaginación ya se le había desbocado—. Es curioso que hayas aparecido justo ahora. Estaba empezando a preocuparme. Hanno nunca se ha saltado una clase de táctica.

—Suni tampoco se ha saltado jamás las oraciones del mediodía en el templo.

Bostar ensombreció el semblante. Hasta Safo frunció el ceño.

Los dos hombres mayores intercambiaron una mirada de descrédito. De repente tenían mucho en común. Bodesmun estaba al borde de las lágrimas.

—¿Qué deberíamos hacer? —preguntó con voz temblorosa.

Malchus se negó a dejarse dominar por el pánico que le había aflorado en el pecho. Era un soldado.

—Esto tendrá alguna explicación sencilla —declaró—. Quizá tengamos que recorrernos todas las tabernas y burdeles de Cartago, pero los encontraremos.

El habitual talante autoritario de Bodesmun había desaparecido. Asintió dócilmente.

—¡Safo! ¡Bostar!

—Sí, padre —respondieron al unísono, ansiosos por recibir alguna orden. Para entonces, Bostar estaba consternado y Safo tampoco parecía muy contento.

—Convocad al máximo de soldados de los cuarteles —ordenó Malchus—. Quiero que peinen la ciudad de arriba abajo. Centraos en sus locales preferidos cercanos a los puertos. Ya sabéis cuáles son.

Asintieron.

A pesar de esforzarse al máximo, Malchus estaba crispado.

—¡Venga, ya! Cuando hayáis terminado, buscadme aquí o en el ágora.

Bostar se giró en la entrada que conducía al pasillo.

—¿Y tú qué vas a hacer?

—Hablar con los pescadores de la Choma —repuso Malchus con determinación. Tenía en la cabeza una tormenta como la que había azotado la ciudad la noche anterior—. Quiero saber si ayer les vio alguien. —Lanzó una mirada a Bodesmun—. ¿Me acompañas?

El sacerdote se serenó.

—Por supuesto.

Con creciente desánimo se marcharon de la casa.

En la Choma, Malchus y Bodesmun encontraron a muchos de los pescadores que faenaban en las aguas cercanas a la ciudad. Hacía rato que habían concluido su jornada laboral. Con los barcos amarrados cerca, ganduleaban por ahí, cotilleando y reparando los agujeros de las redes. Como era de imaginar, la aparición de un noble y de un sumo sacerdote les impresionó. La mayoría pasaban por la vida sin estar jamás en presencia de alguien con un estatus social tan elevado. Su argot gutural también resultaba difícil de entender. Por consiguiente, costó sacarles algo que tuviera algún sentido.

—Estamos perdiendo el tiempo. Son todos unos idiotas —masculló Malchus frustrado. Se contuvo para no gritar y dar rienda suelta a su rabia. Perder los estribos resultaría de lo más contraproducente. Sin duda ahí es donde tenían más posibilidades de descubrir algo acerca de la desaparición de sus hijos.

—Quizá no todos. —Bodesmun señaló una figura fibrosa sentada en una barca volcada, cuyo pelo cano denotaba que era el mayor de sus compañeros—. Preguntémosle a él.

Se le acercaron.

—Buenos días tenga usted —saludó Bodesmun educadamente—. Que la bendición de los dioses os acompañe.

—Lo mismo para vos y vuestro amigo —respondió el hombre mostrando respeto.

—Venimos en busca de respuesta a algunas preguntas —anunció Malchus.

El otro asintió, sin mostrarse asombrado.

—Ya me parecía que buscaban algo más que pescado fresco.

—¿Ayer os hicisteis a la mar?

El hombre esbozó una débil sonrisa.

—¿Con la cantidad de atunes que había? Por supuesto que sí. Es una lástima que el tiempo cambiara tan rápido porque si no habría sido el mejor día de pesca de los últimos cinco años.

—¿Vio un pequeño esquife? —preguntó Malchus—. Con dos tripulantes. Dos jóvenes, bien vestidos.

El tono de urgencia y la expresión ansiosa de Bodesmun eran tan obvios que había que ser imbécil para no fijarse en ellos. No obstante, el viejo no contestó inmediatamente sino que cerró los ojos.

A Malchus cada segundo que pasaba le parecía una eternidad. Apretó los puños para contenerse y no agarrar al hombre por el cuello.

Bodesmun fue el primero que perdió la paciencia.

—¿Y bien?

El anciano abrió los ojos.

—Sí que los vi, sí. Un tipo alto y otro más bajo y robusto. Bien vestidos, como dicen. Suelen salir con frecuencia. Una pareja agradable.

Malchus y Bodesmun se intercambiaron una mirada llena de esperanza y temor.

—¿Cuándo los vio por última vez?

La expresión del anciano se tornó cautelosa.

—No estoy seguro.

Malchus sabía cuándo le mentían. Le embargó una oleada de temor. El hombre solo podía tener un motivo para ocultarles la verdad.

—Díganoslo —ordenó—. No le causará ningún perjuicio. Lo juro.

El anciano observó el rostro de Malchus unos instantes.

—Os creo. —Respiró hondo antes de empezar a hablar—: Cuando el viento aumentó considerablemente, vi que se avecinaba una tormenta. Rápidamente recogí la red en el barco y me dirigí a la Choma. Todo el mundo hacía lo mismo. O eso me pareció. Cuando estuve en tierra firme, vi que un esquife seguía encima de los bancos de atunes. Supe que era la embarcación de los jóvenes por la forma. Al comienzo me imaginé que eran víctimas de la avaricia y que intentaban pescar más, pero cuando lo perdí de vista, me di cuenta de que estaba equivocado.

—¿Por qué? —preguntó Bodesmun con voz ahogada.

—La barca parecía vacía. Me pregunté si se habían caído por la borda y ahogado. Parecía improbable porque entonces el mar no estaba tan embravecido. —El anciano frunció el ceño—. Llegué a la conclusión de que estaban dormidos. Ajenos a las inclemencias del tiempo.

—¿Por quién nos ha tomado? —gritó Malchus—. Uno dormitando, quizá, ¿pero los dos?

El anciano se amilanó ante la ira de Malchus pero Bodesmun le puso una mano en el brazo para que se contuviera.

—Es una posibilidad.

Malchus se giró hacia Bodesmun con los ojos desorbitados.

—¿Eh?

—He notado la falta de un buen vino de mi bodega.

Malchus le dedicó una mirada vacía.

—No lo entiendo.

—Probablemente la culpa sea de Suniaton —reveló Bodesmun entristecido—. Deben de haberse bebido el vino y luego quedarse dormidos.

—Cuando se empezó a levantar viento, ni siquiera se dieron cuenta —susurró Malchus horrorizado.

A Bodesmun se le llenaron los ojos de lágrimas.

—¿O sea que fueron arrastrados a alta mar? —masculló Malchus con incredulidad—. Usted es mayor. Entiendo que no se arriesgara, pero ¿esos? —Señaló enfurecido a los pescadores más jóvenes—. ¿Por qué no ayudaron?

El anciano recobró la voz una vez más.

—Deduzco que eran sus hijos, ¿no?

La angustia pudo más que la ira y Malchus asintió.

Los ojos del otro se llenaron de un pesar no sanado.

—Perdí a mi único hijo en el mar hace diez años. Es la voluntad de los dioses. —Se produjo una corta pausa—. Las normas de supervivencia son básicas. Cuando se desata una tormenta, cada uno va a lo suyo. Incluso así es probable morir. ¿Por qué iban esos hombres a arriesgar su vida por dos jóvenes que apenas conocían? De ser así, probablemente Melcart se habría cobrado más cadáveres para su reino. —Se quedó callado.

Una parte de Malchus deseaba crucificar a todo aquel que tenía delante, pero sabía que era inútil. Volvió a mirar al anciano y le sorprendió su actitud tranquila. Toda su deferencia se había esfumado. Malchus volvió a mirarlo fijamente y entendió por qué. ¿De qué servirían las amenazas en ese caso? El hombre había perdido a su único hijo. Sintió que le había dado una lección de humildad. Por lo menos a él le quedaban Safo y Bostar.

Bodesmun sollozaba en silencio sacudiendo los hombros.

—Dos muertes son suficientes —reconoció Malchus exhalando un fuerte suspiro—. Le agradezco su tiempo. —Se puso a rebuscar en el monedero.

—No necesito cobrar nada —declaró el hombre con solemnidad—. No se puede poner precio a una noticia tan funesta.

Malchus se marchó mascullando su agradecimiento. Apenas era consciente de que Bodesmun sollozaba detrás de él. Aunque guardaba la compostura, Malchus estaba desgarrado por el dolor. Se había planteado la posibilidad de perder un hijo —quizá más— en la inminente guerra contra Roma, pero no antes y con tanta facilidad. ¿Acaso la muerte de Arishat no había bastado como tragedia inesperada en la vida? Por lo menos había podido despedirse de ella. Con Hanno ni siquiera había tenido esa posibilidad.

Qué crueldad tan grande y qué sinsentido.

Transcurrieron varios días. A los amigos los retenían en el castillo de proa y apenas les daban comida para sobrevivir: cortezas de pan duro, unas cuantas cucharadas de gachas de mijo frío y las últimas gotas salobres de agua procedente de una calabaza de arcilla. Les quitaban las ataduras dos veces al día durante un rato para que estiraran los músculos agarrotados de los brazos y la parte superior de la espalda. Enseguida se acostumbraron a hacer sus necesidades en esos momentos, porque en otras situaciones los guardias se reían de sus peticiones de ayuda. En una ocasión, Hanno, preso de la desesperación, se había visto obligado a defecar encima.

Por suerte, Varsaco no tenía permitido acercarse a ellos, aunque a menudo les lanzaba miradas asesinas. A Hanno le satisfizo ver que el capataz cojeó durante varios días. Aparte de asegurarse de que Hanno se recuperaba de las heridas, el egipcio los ignoraba, e incluso trasladó sus mantas a la base del mástil. Por curioso que parezca, en cierto modo Hanno se enorgullecía de aquella clara muestra de su valor. La soledad también brindaba infinidad de ocasiones a la pareja para hablar. Se pasaban el día urdiendo planes para escapar. Claro está que ambos sabían que sus fantasías no eran más que un intento de levantarse el ánimo.

El birreme alcanzó la costa accidentada de Sicilia y fueron más allá de las poblaciones amuralladas de Heraclea, Acragas y Camarina. Se mantenían a una distancia prudencial de la costa para evitar cualquier trirreme romano o siciliano. El egipcio se aseguró de que vieran el monte Ecnomo, desde cuya cima los cartagineses habían sufrido una de las mayores derrotas frente a los romanos. Como es natural, Hanno había oído la historia infinidad de veces. El hecho de navegar por las mismas aguas en las que tantos de sus compatriotas habían perdido la vida hacía casi cuarenta años le llenó de una rabia irrefrenable: en parte en contra del egipcio por su versión lasciva de la historia, pero sobre todo contra los romanos, por lo que le habían hecho a Cartago. El
corvus
, un puente levadizo con clavos suspendido desde un poste en cada trirreme enemigo, había sido un invento ingenioso. En cuanto caía encima de las cubiertas de los barcos cartagineses, permitía el abordaje de infinidad de legionarios, que luchaban igual que si estuvieran en tierra. En un día especialmente cruento, Cartago había perdido casi cien barcos y su armada nunca se había recuperado de tamaño golpe.

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