Por fin los hermanos intercambiaron una mirada complacida, aunque solo duró unos segundos.
Malchus ya se había alejado varios pasos.
—Venid, Aníbal quiere que todo el mundo vea el sacrificio.
Los hermanos le siguieron.
El verde prado en el que habían acampado los cartagineses proporcionaba un merecido respiro a los hombres y a los animales antes de la dura aventura que les aguardaba. Además, era un buen lugar para que Aníbal se dirigiera a sus tropas, como hiciera en Cartago Nova antes de partir. A pesar de que sus efectivos actuales eran considerablemente inferiores a los de entonces, seguían siendo demasiados soldados como para que todos pudieran presenciar la ofrenda que iba a realizar su general a los dioses, por lo que se había ordenado a los comandantes de cada unidad que llevaran a la ceremonia a una veintena de sus hombres.
Pasaron junto a los apestosos honderos baleáricos, vestidos con pieles de animales; los númidas de tez oscura que lucían bucles grasientos en el cabello, y los fornidos
scutarii
y
caetrati
, que con sus tradicionales cascos con flecos y túnicas con franjas rojas, estaban de pie con los brazos cruzados. A su lado se encontraba Alete con veinte de sus lanceros libios, y varios grupos de galos con el torso descubierto y adornos de oro en el cuello y los brazos contemplaban a los asistentes con desdén.
Ante los soldados se erigía una robusta plataforma de madera sobre la que se había improvisado un altar de piedras, delante del cual había una cincuentena de guardaespaldas de Aníbal. Una rampa conducía al altar, junto al que había atado un gran toro negro que bramaba nervioso. Seis sacerdotes esperaban al lado del animal. Malchus se detuvo a una docena de pasos de los adivinos. Bostar sintió un escalofrío: estos hombres tenían en sus huesudas manos el poder de levantar o hundir la moral del ejército. Observó la misma preocupación que él sentía en las caras de los soldados. Apenas nadie hablaba y el ambiente era tenso. Bostar miró a Safo, cuya expresión era como leer un libro abierto. Su hermano se sentía igual, o peor. Bostar suspiró. A pesar de la alegría de los últimos días, la inmensidad de las montañas había mermado los ánimos. Solo una persona podía alentarles: Aníbal.
Poco después el general en persona subió la rampa corriendo como si fuera el último trecho de una carrera. Fue aclamado con vítores entusiastas. Su casco y coraza de bronce habían sido pulidos hasta que brillaron como una estrella rutilante. En la mano derecha llevaba su espada
falcata
, que resplandecía peligrosamente, y en la izquierda, un magnífico escudo con la imagen de un león rugiendo. Sin mediar palabra, Aníbal se acercó al extremo de la plataforma, alzó el brazo para que todos le vieran la espada y dejó que las tropas se centraran en ella antes de señalar a sus espaldas.
—Después de tanto tiempo, por fin están aquí: ¡los Alpes! —exclamó Aníbal—. Nos encontramos a las puertas del enemigo, listos para el ascenso. Sin embargo, veo preocupación en vuestros rostros, miedo e incluso cansancio. —Los ojos del general fueron de soldado en soldado, pero ninguno se atrevió a sostenerle la mirada—. Después de la brutal campaña de Iberia y de cruzar el Rhodanus, ¿qué son los Alpes? —inquirió—. ¿Acaso son algo más que unas montañas muy altas? —Aníbal hizo una pausa y miró inquisitivo a su alrededor mientras sus palabras eran traducidas—. ¿Qué me decís?
Bostar estaba preocupado. Por muy ciertas que fueran las palabras de Aníbal, pocos parecían estar convencidos.
—¡No, señor! —respondió Malchus en voz bien alta—. ¡No son más que un montón de roca y hielo!
Aníbal hizo una mueca de satisfacción.
—¡Así es! Pueden ser escaladas por aquellos que tengan la fuerza y la voluntad para ello. Además, no seremos los primeros en acometerlas. Los galos que conquistaron Roma las cruzaron por este mismo paso, ¿no es cierto?
Hubo otra pausa mientras los intérpretes hacían su trabajo. Finalmente, se oyó un murmullo de asentimiento.
—Y, sin embargo, ¿habéis perdido la esperanza de llegar a Roma? ¡Pues permitidme que os diga que los galos cruzaron estas montañas con mujeres y niños! ¿No podemos hacer lo mismo nosotros, que somos soldados y solo cargamos con nuestras armas? —Aníbal levantó de nuevo la espada, esta vez con un gesto amenazador—. ¡Confesad que sois menos valerosos que los romanos, a quienes hemos vencido en numerosas ocasiones en el pasado, o atreveos a marchar conmigo hasta las llanuras que se extienden entre el río Tíber y Roma! ¡Allí encontraréis mayores riquezas de las que podáis imaginar! ¡Habrá botín, esclavos y gloria para todos!
Malchus esperó a que las palabras del general fueran traducidas al galo, íbero y numidio y, cuando oyó el murmullo de aprobación que recorría las tropas, alzó el puño y gritó:
—¡Aníbal! ¡Aníbal!
Bostar le imitó rápidamente, pero se dio cuenta de que Safo tardaba en hacer lo propio.
Avergonzados por las palabras de su general, los soldados vociferaron su aprobación. Los galos corearon su adhesión con sus voces profundas, los libios cantaron y los númidas ulularon con sonidos agudos. La cacofonía de sus voces llenó el ambiente, rebotó contra las imponentes paredes de roca y ascendió hasta el cielo. El toro, espantado, tiró en vano de la cuerda que le sujetaba la cabeza, pero nadie le prestó atención, pues todas las miradas estaban puestas en Aníbal.
—¡Anoche tuve un sueño! —gritó.
El clamor acalló de inmediato y fue sustituido por un silencio expectante.
—Me encontraba en tierra extranjera, en un lugar lleno de granjas y grandes pueblos. Deambulé durante muchas horas, perdido y sin amigos, hasta que se me apareció un fantasma. —Aníbal asintió mientras se transmitían sus palabras y los supersticiosos soldados intercambiaban miradas nerviosas—. Era un hombre joven y apuesto que vestía una sencilla túnica griega y emanaba un aura etérea. Cuando le pregunté quién era, se rio y se ofreció a guiarme, con la condición de que no mirara atrás. Titubeé, pero acepté su propuesta.
Aníbal tenía a todos en vilo, incluso a los sacerdotes. Los soldados hacían señales de protección contra el diablo y frotaban sus amuletos de la suerte. A Bostar le latía el corazón con fuerza.
—Caminamos a lo largo de un kilómetro y medio y, de pronto, se oyó un ruido estruendoso detrás de nosotros —prosiguió Aníbal—. Intenté no girarme para ver qué era, pero el sonido era cada vez más fuerte y no pude evitarlo. Me di la vuelta y quedé aterrorizado ante lo que vieron mis ojos. Una serpiente enorme nos seguía e iba aplastando cada árbol y arbusto que encontraba a su paso. Unas nubes negras cubrían el cielo y caían relámpagos. Me quedé paralizado por el miedo —explicó Aníbal antes de hacer una pausa.
—¿Y qué pasó después, señor? —preguntó uno de los libios de Alete—. ¡Continuad!
La muchedumbre se hizo eco de sus palabras. También Bostar le instó a continuar. Visiones como esta —porque seguro que esto era lo que había tenido Aníbal— podían marcar el futuro de un hombre, para bien o para mal, y Bostar temía que el sueño de Aníbal fuera lo segundo.
Safo era incapaz de disipar la inquietud que sentía.
—Se lo está inventando para que le sigamos por esas malditas montañas —protestó.
Bostar lo miró incrédulo.
—Él jamás haría tal cosa.
Los celos de Safo hacia su hermano aumentaron.
—¿Ah, no? ¿Con todo lo que está en juego?
—¡Déjalo ya! ¡Enfurecerás a los dioses! —exclamó Bostar.
Asustado ante sus propias palabras, Safo miró hacia otro lado.
—Callad —susurró Malchus—, todavía hay más.
—El joven me tiró del brazo y me dijo que no tuviera miedo —prosiguió Aníbal—. Le pregunté por el significado de la serpiente y me lo dijo. ¿Queréis saber lo que me respondió?
Una breve pausa.
—¡SÍ! —gritaron los soldados con más fuerza que nunca.
—¡Es la devastación que sufrirá Roma en manos de mi ejército! —exclamó Aníbal triunfante—. ¡Los dioses están de nuestro lado!
—¡Hurra! —Bostar se emocionó tanto que tomó por los hombros a Safo y le dio un abrazo. Su hermano se puso tenso al principio, pero al final le devolvió el gesto con rigidez. El entusiasmo colectivo era contagioso. Incluso Malchus había cambiado su sempiterna expresión solemne por una amplia sonrisa.
—¡A-NÍ-BAL! ¡A-NÍ-BAL! ¡A-NÍ-BAL! —corearon los soldados exultantes.
Mientras las tropas chillaban extasiadas, Aníbal hizo un gesto a los sacerdotes. Con la ayuda de una docena de
scutarii
, arrastraron al toro, que no dejaba de bramar, por la rampa hasta delante del altar. Aníbal se puso a su lado. De pronto cesaron los aplausos y volvieron las miradas de preocupación. El éxito no estaba garantizado todavía. El sacrificio también debía dar buenos presagios. Bostar se dio cuenta de que apretaba los puños de los nervios.
—¡Oh, gran Melcart, acepta el sacrificio de este magnífico animal como muestra de nuestra fe! —entonó el alto sacerdote, un hombre mayor de barba gris y mejillas carnosas. Sus compañeros repitieron sus palabras. El sacerdote se cubrió la cabeza con la capucha y tomó una daga larga. El toro tenía la cabeza estirada hacia delante. Sin más dilación, el sacerdote extendió el brazo, echó la cabeza del toro hacia atrás y le cortó el cuello con gran fuerza. La sangre salió a borbotones de la herida y le mojó los pies. El animal se desplomó sobre la plataforma sacudiendo las patas y los
scutarii
fueron apartados. Rápidamente, el hombre mayor se arrodilló entre las patas delanteras y traseras del toro y, con trazos seguros, cortó la piel y los músculos abdominales hasta que los largos intestinos humeantes quedaron a la vista. El sacerdote apenas les echó un vistazo y, con la daga todavía en la mano, introdujo ambos brazos en la cavidad abdominal.
—Por ahora no ha visto nada malo; eso es bueno —susurró Bostar.
«Seguramente esté todo amañado», pensó Safo amargamente, pero no se atrevió a decirlo en voz alta.
Al cabo de un momento, el hombre mayor se acercó a Aníbal. Tenía los brazos cubiertos de sangre hasta los hombros y la parte delantera de la túnica manchada de rojo. Sostenía un bulto brillante de color púrpura en las manos.
—El hígado del animal, señor —le dijo con seriedad.
—¿Y qué dice? —preguntó Aníbal con voz ligeramente temblorosa.
—Ahora lo veremos —respondió el sacerdote estudiando el órgano.
—¡Te lo dije! —Bostar dio un codazo a Safo—. Hasta Aníbal se siente inquieto.
Safo observó a Aníbal, que tenía la cara contraída por la preocupación. Si su general estaba fingiendo, era muy buen actor. De pronto, sintió un nudo en la garganta: ¿cómo había podido cuestionar el sueño de Aníbal? No había mejor manera de despertar la ira de los dioses que diciendo lo que había dicho. Sin embargo, Bostar era incapaz de meter la pata. Safo sintió que le invadía un gran rencor.
—Está muy claro —declaró el sacerdote en voz alta.
Todos los presentes estiraron el cuello para oír mejor.
—El paso por las montañas será difícil, pero no imposible. El ejército descenderá sobre la Galia Cisalpina en compañía de muchos aliados. Las legiones que vengan a nuestro encuentro serán sacudidas como los árboles en una tormenta de invierno. ¡Nos aguarda la victoria!
—¡Victoria! ¡Victoria! ¡Victoria! —corearon los soldados.
Aníbal levantó las manos para pedir silencio y dio un paso adelante.
—Ya os he explicado mi sueño y habéis oído los augurios. Ahora, ¿me seguiréis por los Alpes?
Las tropas dieron un paso adelante vociferando su aceptación.
Entre ellos se encontraban Malchus y Bostar, ambos exultantes. Safo les siguió, tratando de convencerse a sí mismo de que todo iría bien, pero el miedo y malestar que sentía en su interior le indicaba todo lo contrario.
Al cabo de cuatro días, Safo comenzó a preguntarse si sus dudas no habían sido infundadas. Aunque los alóbroges habían opuesto cierta resistencia, Aníbal los había aplastado sin miramientos. La vida en las montañas seguía la misma rutina que habían tenido durante meses: se despertaban al alba, levantaban el campamento, tomaban un desayuno frío, reunían a los hombres, tomaban posiciones a la cabeza de la enorme columna y seguían la marcha hacia el este. Safo se sentía inmensamente orgulloso de que Aníbal hubiera elegido a su unidad para liderar al ejército. «Que se fastidie Bostar», pensó. La falange de su hermano marchaba detrás de la suya, mientras que Malchus y sus soldados estaban en la retaguardia, a más de dieciséis kilómetros de distancia por el pedregoso camino.
Safo tenía una gran responsabilidad, pues debía detectar cualquier peligro potencial para las tropas. Por enésima vez esa mañana, elevó la vista hacia las altas montañas que rodeaban el valle en el que se hallaban. Nada. Intimidados por el ataque a su campamento y la incautación de sus provisiones, los alóbroges se habían desvanecido entre las rocas.
—No me sorprende, malditos cobardes —dijo Safo. Escupió con desdén.
—¡Señor! —gritó uno de los guías, un guerrero de la tribu de los insubres—. ¡Mire!
Safo distinguió, para su gran sorpresa, la silueta de varios hombres a lo lejos. ¿De dónde demonios habían salido? Levantó el brazo.
—¡Alto!
La orden empezó a transmitirse de fila en fila. Safo apretó la mandíbula nervioso. Había detenido la marcha de todo el ejército, pero no podía hacer otra cosa. Cualquier persona que se encontraran en el camino era su enemigo hasta que se demostrara lo contrario.
—¿Cree que debemos acudir a su encuentro, señor? —preguntó un oficial.
—Ni en broma. Podría ser una trampa —respondió Safo—. Dejemos que se acerquen ellos.
—¿Y si no lo hacen, señor?
—Lo harán. ¿Por qué crees si no que estas ratas han salido de sus agujeros?
Safo estaba en lo cierto. Los desconocidos se aproximaron a la columna. Eran unos veinte soldados de aspecto típicamente galo: de complexión fuerte, con cabello largo y bigote. Algunos vestían túnicas, pero muchos iban con el torso descubierto bajo las capas de lana. Los pantalones anchos eran omnipresentes y algunos llevaban casco, pero solo un puñado cota de malla. Todos iban armados con unos grandes escudos ovalados y espadas o lanzas. Curiosamente, los hombres que iban al frente llevaban ramas de sauce.
—¿Vendrán estos perros en son de paz? —preguntó Safo.
—Sí, señor, creo que son voconcios —respondió el guía—. Enemigos de los alóbroges —añadió al ver la expresión perpleja de Safo.