Aníbal. Enemigo de Roma (42 page)

Read Aníbal. Enemigo de Roma Online

Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: Aníbal. Enemigo de Roma
7.11Mb size Format: txt, pdf, ePub

La corazonada de Fabricius de enviar una patrulla de reconocimiento resultó ser una decisión muy acertada. Llevaban una hora cabalgando cuando uno de los jinetes de la avanzadilla regresó al galope y se detuvo junto a Fabricius y Clearco, que cabalgaban juntos.

—¿Qué noticias traes? —preguntó Fabricius con el corazón en vilo.

—Hemos avistado a un grupo de númidas, señor. A unos tres kilómetros de aquí.

Fabricius se quedó inmóvil. Guardaba muy mal recuerdo de sus batallas contra los jinetes africanos de armamento ligero.

—¿Os han visto?

El jinete esbozó una amplia sonrisa.

—No, señor. Pudimos ocultarnos detrás de una arboleda.

Fabricius suspiró aliviado. Su misión no había sido descubierta, por el momento.

—¿Cuántos son?

—Unos trescientos en total, señor.

—¿Alguna noticia más?

—El decurión me pidió que le dijera que hay un bosquecillo a un kilómetro y medio de aquí que es ideal para tender una emboscada. Si aligeran el paso, podrán llegar antes que los númidas.

A Fabricius se le secó la boca. Publio le había ordenado que evitara una confrontación a toda costa, pero ¿cómo podía hacerlo en esta situación? Dejar pasar a la caballería enemiga y continuar con la misión podría poner en peligro a su patrulla, que podría ser atacada por la retaguardia. Consciente de que todas las miradas estaban puestas en él, Fabricius cerró los ojos.

—¿Trescientos hombres, dices?

—Sí, señor.

Fabricius tomó una decisión. Ellos eran cuatrocientos cincuenta y fuertes. No sería demasiado difícil.

Abrió los ojos y se llevó la mano a la espada, contento de ver que Clearco asentía con fuerza.

—¡Rápido! ¡Llévanos al bosquecillo!

Al poco rato, Fabricius se encontraba en una posición inmejorable desde la que divisaba el estrecho sendero por el que habían venido. Gracias a una inteligente sugerencia de Clearco, toda la patrulla cabalgó colina arriba hasta desaparecer de la vista mucho antes de llegar al grupo de árboles. Así podían asaltar a los númidas mucho antes de que descubrieran las huellas que los delataban, o al menos eso esperaba.

A Fabricius le sabía mal no haber tenido tiempo de camuflarse mejor y diseñar algún plan para evitar que los númidas se replegaran, pero no había sido posible y habían dejado su suerte en manos de los dioses. Miró a su alrededor y vio en las caras de los jinetes la misma tensión que intuía en la suya.

La razón era muy simple: pronto avistarían las primeras tropas cartaginesas que perpetraban un acto de agresión contra Roma desde hacía más de veinte años, y el enemigo ni tan solo se encontraba en Sicilia, su coto de caza habitual. Lo impensable había sucedido y Fabricius todavía intentaba asimilarlo. Aníbal se encontraba en la Galia ¡y se dirigía a Italia! «Tranquilo», se dijo. Lo más importante en esos momentos era que, si él y sus hombres no tenían suerte, los númidas podían descubrirles y huir antes de iniciar la emboscada.

El siguiente cuarto de hora fue eterno. Con la mirada puesta en el punto en que el sendero se adentraba en el bosquecillo, trató de ignorar el tintineo de los arneses de los caballos y el canto de los pájaros en las ramas situadas sobre su cabeza, pero era imposible controlar todos los sonidos. Un caballo dio una coz en el suelo y un jinete tosió, lo que le valió una reprimenda mascullada del oficial más cercano y una mirada matadora de Fabricius que, al volver su atención al sendero, detectó movimiento. Fabricius parpadeó. Señaló con el dedo.

—¡Chitón! —Siseó a ambos lados. La impaciencia de sus hombres se palpaba en el ambiente.

Por sorprendente que pudiera parecer, la patrulla de reconocimiento de los númidas estaba formada por dos hombres que cabalgaban a corta distancia del cuerpo principal de soldados.

Su aspecto no difería del de los jinetes contra los que luchó en Sicilia: de tez oscura, ágiles y atléticos, los númidas cabalgaban a pelo sobre pequeños caballos. Sus túnicas de anchas sisas iban sujetas por el hombro y ceñidas con un cinturón. Llevaban jabalinas y escudos circulares sin tachones. Sin prestar atención a los posibles peligros del camino, los jinetes iban charlando, lo cual no era de extrañar si se tenía en cuenta que todo parecía desierto a su alrededor, pensó Fabricius encantado. Él había cometido errores similares en el pasado, pero había tenido la gran fortuna de salir indemne.

Los númidas continuaron cabalgando sin echar ni siquiera un vistazo a las colinas donde se ocultaban los romanos y los masiliotas. Fabricius contuvo la respiración contando la distancia: ochenta pasos y luego cincuenta… Las primeras filas de númidas se internaron en el bosque. A Fabricius le vinieron imágenes de la guerra en Sicilia. Aunque no parecieran gran cosa, los númidas eran unos de los mejores jinetes del mundo. Sublimes sobre el caballo, eran imbatibles en escaramuzas y en tácticas de provocación. Y sabía por experiencia que eran letales cuando perseguían al enemigo derrotado.

Todavía era demasiado pronto para dar la orden de ataque, ya que era necesario que el máximo número de jinetes se adentrara en el bosque, donde quedarían atrapados por los árboles, pero el riesgo de ser descubiertos aumentaba a cada momento que pasaba. Fabricius tenía un nudo en el estómago, pero permaneció inmóvil. Sin embargo, cuando dos tercios de la patrulla ya se encontraban en el bosque y sus hombres estaban a punto de romper filas y él apenas podía aguantar más la presión, decidió atacar.

—¡A la carga! —ordenó mientras cabalgaba ladera abajo—. ¡Por Roma!

Le siguieron doscientos cincuenta soldados exaltados. Acto seguido, Clearco y sus masiliotas aparecieron en el otro lado del sendero aullando a pleno pulmón.

Fabricius disfrutó con la mirada de incredulidad de los númidas, que estaban acostumbrados a ser quienes tendían emboscadas a los demás, y no viceversa. Tomados por sorpresa, inferiores en número y atacados desde arriba, decidieron huir de inmediato. Durante unos instantes reinó una confusión absoluta. Algunos de los jinetes de la retaguardia se batieron en retirada, pero la mayoría quedaron atrapados por los árboles. Los caballos recularon aterrorizados y los hombres se gritaban órdenes contradictorias. Solo algún jinete se preparó para luchar, pero el resto solo deseaba escapar. Fabricius estaba exultante, habían avanzado hasta llegar a treinta pasos del enemigo sin sufrir ni una baja y las cosas solo podían mejorar: por muy habilidosos que fueran sobre sus caballos, los númidas no eran buenos en el combate cuerpo a cuerpo.

—¡Preparad las lanzas! —ordenó Fabricius—. ¡Matad a tantos como podáis!

Con un rugido feroz, sus hombres se prestaron a obedecerle.

Los supervivientes númidas echaban miradas temerosas por encima del hombro mientras huían a toda velocidad. Fabricius echó un vistazo a los cuerpos que yacían en el suelo y calculó que un centenar de númidas había muerto o resultado herido en la emboscada inicial. Las bajas romanas y masiliotas debían de ascender a la mitad de las enemigas. Dadas las circunstancias, era un resultado más que satisfactorio. Fabricius divisó a Clearco y le instó a acercarse con urgencia.

—Debemos seguirles. No podemos perderles la pista o no podremos calcular los efectivos de Aníbal.

Clearco asintió.

—¿Qué hacemos con los heridos, señor?

—Pueden arreglárselas solos. Les recogeremos a la vuelta.

—Muy bien, señor. —El masiliota se dio media vuelta para transmitir la orden.

—Clearco.

—¿Señor?

—No quiero que haya más enfrentamientos con el enemigo. Continuar con la lucha podría ser catastrófico, sobre todo si nos topamos con más fuerzas cartaginesas. Nuestra misión es mucho más importante que matar a unos cuantos númidas más. ¿Lo has entendido?

Los dientes de Clearco relucieron a la luz del sol.

—Claro, señor. Publio nos espera.

De inmediato todos los soldados que no estaban heridos formaron filas y se dispusieron a partir. Sin mirar atrás, Fabricius y Clearco fueron en pos de los númidas, esta vez sin avanzadilla. Cabalgaron a toda velocidad, en filas de cuatro, con la certeza de que era muy poco probable que los asustados jinetes enemigos se volvieran a atacarles. No tardaron en avistar el último de los supervivientes africanos, que gritó asustado al verles. Fabricius ordenó a sus hombres que ralentizaran la marcha y suspiró aliviado cuando le obedecieron sin rechistar. Muchas derrotas se debían a la falta de disciplina.

Siguieron a los númidas por el sendero sinuoso durante unos cinco kilómetros. El terreno llano facilitó la persecución. Fabricius no tenía ni idea de a cuánta distancia se encontraba el Rhodanus, pero cuando se aproximaban a una colina baja y pedregosa desde la cual se dominaban los alrededores, Clearco se le acercó y le dijo:

—El río se encuentra al otro lado de esta colina, señor.

Al oír sus palabras, Fabricius levantó la mano.

—¡Alto!

Cuando sus hombres hubieron cumplido la orden, se dirigió al masiliota.

—Subamos a la colina, pero solo tú y yo.

Clearco le miró sorprendido.

—¿Está seguro, señor? Podría haber centinelas enemigos.

—¡Habrán salido corriendo detrás de los númidas! —respondió Fabricius convencido—. Y cuando regresemos, quiero que los hombres estén listos para salir, no agazapados junto a un camino estrecho.

Clearco parpadeó y, acto seguido, esbozó una sonrisa maliciosa.

—Supongo que tanto valen dos hombres que doscientos en contra de todo un ejército.

—¡Así me gusta! —exclamó Fabricius riendo y dándose una palmada en el muslo antes de volverse al decurión que tenía más cerca—. Diles a los hombres que descansen. Vamos a echar un vistazo al otro lado de la colina, pero quiero que estéis preparados para partir de inmediato cuando volvamos.

—¡Sí, señor!

Fabricius lideró el camino. Se sorprendió al descubrir que se sentía más nervioso de lo que había estado en muchos años. Jamás habría imaginado que él sería el primer romano en divisar al ejército de Aníbal, pero allí estaba.

De camino a la cima encontraron pruebas evidentes de un puesto de guardia abandonado: una hoguera de piedra con ceniza humeante y esterillas que todavía tenían la forma de los cuerpos que habían descansado sobre ellas. Desmontaron y ataron a los caballos antes de subir al pico. Fabricius se tumbó en el suelo de forma instintiva. Lo primero que le llamó la atención al asomarse por el borde de la colina fue el grupo de númidas que cabalgaba ladera abajo, detrás de los cuales corrían unos doce hombres: los centinelas del puesto de guardia abandonado. Fabricius empezó a sonreír satisfecho, pero cuando divisó la escena que se extendía más allá de los jinetes, se quedó boquiabierto.

A media distancia brillaba la ancha banda de agua del Rhodanus y, a unos cien pasos de la orilla, comenzaban las hileras de tiendas enemigas, que se extendían más allá de lo que alcanzaba la vista. Fabricius estaba acostumbrado a campamentos de legionarios de entre cinco mil y diez mil hombres, pero el que se desplegaba ante sus ojos era mucho mayor, aunque mucho menos organizado. Su tamaño era más del doble que el de un ejército consular, que estaba formado por unos veinte mil hombres.

—No exagerabas. ¡Es un ejército inmenso! —murmuró a Clearco—. Publio debería haber actuado al recibir tu información. Hubiéramos pillado a estos bastardos durmiendo.

El masiliota escuchó sus palabras complacido.

Fabricius escudriñó el campamento anotando mentalmente todo lo que veía. Aníbal contaba con más jinetes que una fuerza romana de tamaño comparable, lo cual le preocupaba. Había pocas cosas que fueran más importantes que la cantidad de caballos de los que uno disponía. También avistó los aliados incondicionales de los cartagineses: los lanceros y escaramuzadores libios, los honderos baleáricos y los jinetes íberos y númidas. Sobre todo abundaban los soldados de infantería, especialmente
scutarii
y
caetrati
. En último lugar, pero no por ello menos importante, estaban los elefantes: los arietes andantes que tanto habían aterrorizado a los romanos en el pasado. Unas veinte de esas bestias ya habían cruzado el río.

—¡Por todos los dioses! —susurró Fabricius maravillado—. En nombre de Júpiter, ¿cómo han logrado traerlos hasta aquí?

Clearco le tocó el brazo y señaló hacia la orilla:

—Con eso.

Fabricius contempló las dos enormes barcazas de madera que eran arrastradas por barcos de remos a la otra orilla, donde les esperaban unos doce o más elefantes para ser trasladados al otro lado. Ante ellos, un enorme embarcadero formado por una doble línea de plataformas cuadradas se adentraba unos sesenta pasos en las rápidas aguas. Decenas de cuerdas y cables sujetaban el artilugio a los árboles situados río arriba. Fabricius sacudió la cabeza ante tamaña obra de ingeniería.

—He oído decir que los elefantes son criaturas inteligentes. ¿Cómo puede ser que caminen sin más sobre un trozo de madera flotante?

Clearco aguzó la vista.

—Veo una capa de tierra encima de la plataforma. Me imagino que así consiguen que parezca tierra firme.

—¡Qué listos son estos cabrones! Guían a los elefantes por el embarcadero hasta las balsas y después cortan los amarres y reman hasta el otro lado del río.

Fascinado, Fabricius observó cómo un
mahout
guiaba lentamente a un elefante por la pasarela. Incluso a tanta distancia era fácil adivinar que el animal no estaba nada contento con la situación, como corroboraban sus constantes barritos de protesta. Cuando había recorrido un tercio de la plataforma, se paró en seco. Para animarle a seguir, un grupo de hombres comenzó a gritar y a tocar tambores y platillos detrás de él, pero en vez de continuar hacia la balsa amarrada en el extremo del embarcadero, el animal saltó al agua. Su desafortunado
mahout
soltó un grito y desapareció de la vista. Fabricius cerró los ojos. «Qué manera tan horrible de morir», pensó. Cuando volvió a mirar, el elefante estaba cruzando el río a nado. Fabricius lo observó absorto. Nunca había visto nada igual.

De repente, Clearco le tiró del brazo.

—Los númidas ya han dado la voz de alarma, señor.

Fabricius divisó a los africanos en el extremo del campamento. Algunos señalaban hacia la colina y más allá. El viento transportó sus gritos de rabia hasta sus oídos. Fabricius sonrió feliz.

—Es hora de marcharse. Publio querrá estar al tanto de las noticias, tanto de las buenas como de las malas.

Other books

Memorias de una vaca by Bernardo Atxaga
The Princess and the Pauper by Alexandra Benedict
The Alpha Won't Be Denied by Georgette St. Clair
Fields of Home by Marita Conlon-Mckenna
Shotgun Wedding: A Bad Boy Mafia Romance by Natasha Tanner, Ali Piedmont
Blood, Body and Mind by Barton, Kathi S.
The Wives of Henry Oades by Johanna Moran