—Yo también tengo que poner algunas trampas —le añadió Quintus. Dio un golpecito al arco—. Esto es por si veo un ciervo.
—Regresad antes de que anochezca. —Atia había dado unos cuantos pasos cuando se giró—. ¿Por qué no os lleváis al nuevo esclavo? Creo que se llama Hanno. Mientras trabaja en la cocina está bien que aprenda a buscar setas y cazar venado.
—Me parece buena idea —dijo Aurelia, cuyo rostro se iluminó. A pesar de que ahora Hanno trabajaba en la casa, se había dado cuenta de que tenía muy pocas oportunidades de hablar con él.
—¿Seguro? —preguntó Quintus, molesto—. A lo mejor se escapa.
Atia se echó a reír.
—¿Con los grilletes que lleva? No creo. Además, podéis practicar griego con él. Así aprenderéis algo.
—Sí, madre —masculló Quintus sin mucho entusiasmo.
Atia los dejó con una sonrisa ausente.
Aurelia dio un codazo a Quintus.
—¡No ha sospechado nada!
Quintus hizo una mueca.
—No, pero tenemos que llevarnos al cartaginés.
—¿Y qué más da? Puede llevarnos la bolsa.
—Supongo —reconoció Quintus—. Pues entonces ve a buscarle. No nos entretengamos más.
Al cabo de un rato, seguían uno de los senderos estrechos que discurrían por entre los campos hasta los límites de la finca. Hanno, desconcertado, iba el último arrastrando los pies por culpa de los grilletes. La propuesta de Aurelia de ir a dar un paseo al bosque le había pillado por sorpresa. Aunque el trabajo en la cocina lo mantenía a salvo de Agesandros, Hanno había empezado a echar de menos estar al aire libre. Además añoraba la compañía de Galba, Cingetorix y los demás galos. Julius y el resto de los esclavos domésticos eran amables pero blandos y hacían poco más que cotillear entre ellos. No iba a ver a los galos pero a Hanno le gustaba la idea de coger setas, actividad desconocida en Cartago, y cazar, algo que le gustaba sobremanera. No tendría tiempo de darle vueltas a su situación.
Cuando los dos jóvenes romanos se pararon en un claro Hanno empezó a sospechar. Las setas que Aurelia le había enseñado por el camino crecían en zonas umbrías bajo árboles caídos y había que ser tonto para poner una trampa o esperar encontrar un ciervo en medio de un espacio abierto.
Quintus se le acercó decidido.
—Dame la bolsa —ordenó.
Hanno obedeció. Al cabo de un instante se llevó una buena sorpresa al ver dos espadas de madera que caían en la tierra blanda. ¡Cielos, cuánto tiempo había transcurrido desde que empuñara un arma! Cuando Quintus lanzó uno de los
gladii
a Aurelia todavía no era consciente de lo que pasaba.
—Duelen como el Hades si te dan un golpe pero no es probable que acabes destripada.
Aurelia movió la hoja a un lado y a otro un par de veces.
—Parece muy aparatoso.
—Pesa el doble que una espada de verdad, para fortalecerte. —Quintus vio que fruncía el ceño—. No tenemos por qué hacerlo.
—Sí, sí que tenemos que hacerlo —replicó ella—. Enséñame a empuñar este armatoste como es debido.
Quintus obedeció sonriente y le sujetó la muñeca para movérsela lentamente en el aire.
—Como ya sabes, está hecha para tocar y dar estocadas. Pero también corta, y así es como la empleamos en la caballería.
—¿No deberíamos tener también escudos?
Quintus se rio.
—Por supuesto. Pero creo que mamá se habría dado cuenta de lo que estábamos tramando. Déjame un par de días. Los traeré aquí yo solo un día por la tarde cuando se baña.
Quintus empezó a enseñar a Aurelia cómo empujar el
gladius
hacia delante.
—Mantén los pies juntos cuando te mueves. Es importante que no te estires más de la cuenta.
Al cabo de un rato, Hanno empezó a aburrirse. Le habría encantado ocupar el lugar de Aurelia, pero era inviable. Lanzó una mirada a la cesta casi vacía y tosió para llamar la atención de los jóvenes romanos.
Quintus se dio la vuelta con el ceño fruncido.
—¿Qué?
—No hemos encontrado muchas setas por el camino. ¿Voy a buscar más?
Quintus asintió sorprendido.
—Muy bien. No te alejes demasiado y ni se te ocurra intentar huir.
Aurelia se mostró más agradecida.
—Gracias.
Hanno los dejó a lo suyo. Buscó por el borde del claro pero no encontró setas. Sin que Quintus y Aurelia lo vieran se adentró en la maleza. El sonido de sus voces le llegaba amortiguado y luego se perdió. La luz del sol se filtraba por entre las copas de los árboles e iluminaba zonas irregulares del suelo del bosque. De todos modos, el ambiente estaba cargado. La presencia de Hanno hacía que los pájaros pasaran de una rama a otra y emitieran sus llamadas de alarma. Enseguida se sintió como la única persona del mundo. Se sentía libre. Justo entonces los grilletes que llevaba hicieron un ruido y se dio de bruces con la realidad. Hanno soltó una maldición. Aunque intentara correr, no llegaría lejos. En cuanto avisaran a Agesandros, enviaría a los perros de caza detrás de él. Le seguirían el rastro enseguida. Y por supuesto estaba en deuda con Quintus. Hanno suspiró y retomó la búsqueda.
Estuvo de suerte. Al cabo de un cuarto de hora, regresó al claro con la cesta llena.
Aurelia fue la primera en verlo.
—¡Buen trabajo! —exclamó, acercándosele corriendo—. Esas setas finas con el sombrero plano están deliciosas cuando se fríen. Tendrás que probarlas.
Hanno hizo una mueca.
—Gracias.
Quintus echó un vistazo a la cesta pero no hizo ningún comentario.
—Te echo una carrera hasta el arroyo —instó a Aurelia—. Podemos refrescarnos antes de regresar.
Con una risita, Aurelia corrió hacia el extremo del claro, desde donde se oía el murmullo del agua.
—¡Eh! —exclamó Quintus—. ¡Eso es trampa! —Aurelia no respondió y él corrió tras ella.
Hanno los miraba con nostalgia, recordando los buenos momentos pasados con Suniaton. Sin embargo, al cabo de un instante se fijó en las dos espadas de madera que estaban en el suelo, cerca de él. Sin pensárselo dos veces, Hanno se acercó y cogió un
gladius
. Tal como había dicho Aurelia, resultaba incómoda de manejar pero a Hanno le daba igual. Agarró la empuñadura con fuerza y dio varias estocadas. Lo más natural era que se imaginara clavándosela en el vientre a Agesandros.
—¿Qué estás haciendo?
Hanno se llevó un susto de muerte. Al girarse vio a Quintus, empapado, que lo observaba con una gran suspicacia.
—Nada —masculló.
—A los esclavos no se les permite utilizar armas de filo. ¡Suéltala!
Hanno dejó caer el
gladius
a regañadientes.
Quintus lo recogió.
—Seguro que estabas pensando en matarnos a todos mientras dormimos —dijo con dureza.
—Nunca haría tal cosa —protestó Hanno. «Agesandros es otra cosa, por supuesto», pensó—. Me has salvado la vida dos veces. Nunca lo olvidaré.
Quintus se quedó anonadado.
—Te compré para llevarle la contraria a Agesandros. Con respecto a cuando te estaba dando una paliza… en fin… herir gravemente a un esclavo supone una gran pérdida de dinero.
—Puede ser —masculló Hanno—. Pero si no fuera por ti, ahora mismo estaría muerto.
Quintus se encogió de hombros.
—No te hagas ilusiones de devolverme el favor. ¡No hay demasiados peligros por aquí! —Señaló la bolsa—. Cógela. He visto un buen sitio en la orilla para poner una trampa.
Hanno se encorvó para que Quintus no le viera la cara de enfado y obedeció. «Malditos sean él y su arrogancia —pensó—. Debería huir.» Pero su orgullo no se lo permitía. Una deuda era una deuda.
Quintus y Aurelia se las apañaron para ir tres veces más al claro antes de que Fabricius regresara al cabo de una semana. Atia se había quedado tan complacida con la cesta de setas que Quintus insistió en que Hanno les acompañara a él y a su hermana en cada ocasión. Hanno obedeció gustoso. Aurelia era amable y la actitud de Quintus hacía él había cambiado ligeramente. No podía decirse que fuera cariñoso, pero había dejado de ser tan déspota. Hanno no sabía si se debía a la revelación de que estaba en deuda con él.
Aunque la vuelta de Fabricius supuso el fin de las excursiones secretas, Hanno se alegró al saber que su amo iba a regresar pronto a Roma. Mientras servía la comida a la familia escuchaba a hurtadillas acerca de que en el Senado los debates sobre Aníbal eran constantes y que algunas facciones eran partidarias de negociar con Cartago y otras exigían una declaración de guerra inmediata.
—Esto despierta mucho más interés que la hija casadera de un noble rural —le reveló Fabricius a Atia.
Aurelia apenas fue capaz de disimular su alegría, pero su madre hizo una mueca.
—¿No has encontrado a nadie adecuado?
—He encontrado a muchos —repuso Fabricius con tono tranquilizador—. Pero necesito más tiempo, eso es todo.
—Quiero conocer a los mejores candidatos —dijo Atia—. Puedo escribir a las madres que estén vivas. Concertar un encuentro.
Fabricius asintió.
—Buena idea.
«Espero que se alargue una eternidad —suplicó Aurelia—. Así podré practicar con Quintus.» Había sido un placer descubrir que manejar una espada no le costaba nada. Ardía en deseos de seguir practicando mientras pudiera.
Sin embargo, la reacción de su hermano era todo lo contrario.
—¿Cuánto tiempo estarás fuera? —preguntó abatido.
—No lo sé seguro. A lo mejor semanas. Pero para la Saturnalia seguro que estoy de vuelta.
Quintus se quedó horrorizado.
—¡Pero si faltan meses!
—No es el fin del mundo —dijo Fabricius, dándole una palmada en el hombro—. De todos modos, la próxima primavera empezarás la formación militar.
Quintus estaba a punto de seguir protestando pero Atia intervino.
—Los asuntos de tu padre son mucho más importantes que tus ganas de practicar con un
gladius
. Confórmate con que esté aquí ahora.
Quintus guardó silencio a regañadientes.
Sus padres juntaron la cabeza y se enfrascaron en una conversación privada.
«Probablemente estén hablando de sus posibles maridos», pensó Aurelia enfurecida. Dio una patada a Quintus por debajo de la mesa y le dijo moviendo los labios:
—Así podremos ir al claro más a menudo.
Cuando él enarcó las cejas, se lo repitió y le lanzó una espada imaginaria.
Al final Quintus la entendió y adoptó una expresión más alegre.
Hanno esperaba que Quintus y Aurelia lo llevaran con ellos. Agesandros no podía hacerle nada mientras estaba con ellos. Además, disfrutaba de las salidas.
—¿Sigues creyendo que es buena idea? —preguntó Atia cuando los niños ya no estaban.
Fabricius hizo una mueca.
—¿A qué te refieres?
—Has dicho que a ningún hombre que sea un buen partido le interesa encontrar esposa en estos momentos.
—¿Y pues?
—Pues a lo mejor tendríamos que dejarlo para dentro de seis meses o un año.
Fabricius frunció más el ceño.
—¿Y qué ganamos con eso? No me digas que te lo estás repensando…
—Yo…
—¡Es eso!
—¿Te acuerdas del motivo por el que nos casamos, Fabricius? —preguntó con ternura.
Una expresión de culpa asomó a su rostro.
—Por supuesto que sí.
—Entonces ¿tanto te extraña que me cueste pensar en obligar a Aurelia a casarse con un hombre en contra de su voluntad?
—A mí también me cuesta —objetó—. Pero ya sabes por qué lo hago.
Atia exhaló un suspiro.
—Intento que nuestra familia prospere. No puedo conseguirlo con la gran deuda que pende sobre nuestras cabezas.
—Podrías pedirle ayuda a Martialis.
—Le debo miles de didracmas a un prestamista de Capua, ¡pero tengo mi orgullo! —replicó.
—Martialis no te menospreciaría por ello.
—¡Me da igual! ¡No sería capaz de volverle a mirar a la cara!
—¡Cualquiera diría que te has gastado el dinero apostando en las carreras de cuadrigas! Necesitaste el dinero por culpa de la terrible sequía que hubo hace dos años. No deberías avergonzarte de decirle que no tuvimos cosecha que vender.
—Martialis no es agricultor —dijo Fabricius pesadamente—. Lo entendería si mis problemas fueran por culpa de las propiedades, pero esto…
—Podrías intentarlo —masculló Atia—. Al fin y al cabo, es tu amigo más antiguo.
—La persona menos recomendada para pedirle dinero es un amigo. No pienso hacerlo. —Le clavó la mirada—. Si no queremos quedarnos sin la finca en años venideros, la única posibilidad es casar a Aurelia con alguien de una familia rica. Esa certeza es lo único que hará que el prestamista nos deje tranquilos.
—Puede ser, pero no hará aparecer el dinero por arte de magia.
—No, pero con el favor de los dioses, obtendré un mayor reconocimiento en esta guerra que en la pasada. Cuando termine, conseguiré un puesto de juez local.
—¿Y si no lo consigues?
Fabricius parpadeó.
—Le tocará el turno a Quintus. Con el auspicio adecuado, podría llegar al rango de tribuno. El sueldo anual de ese cargo hará que nuestra deuda parezca una gota de agua en el océano. —Se inclinó hacia ella y la besó con seguridad—. ¿Lo ves? Lo tengo todo planeado.
Atia no tuvo coraje para protestar más. No podía obligar a Fabricius a acudir a Martialis ni tampoco se le ocurría otra estrategia. Sonrió con valentía intentando no pensar en una alternativa sino en otra posibilidad.
¿Y si Fabricius no regresaba de la guerra? ¿Y si Quintus nunca llegaba a ser tribuno?
A lo largo de las semanas siguientes, los hermanos adoptaron la costumbre de ir al claro. Atia, contenta por el flujo constante de setas, avellanas y algún que otro ciervo abatido con las flechas de Quintus, no protestaba. Como Aurelia había dado el mérito de su botín a Hanno, se le permitía que los acompañara. Para sorpresa de Hanno, la habilidad de Aurelia con el
gladius
mejoraba poco a poco y Quintus había empezado a enseñarle a usar el escudo. Poco después, llevó con él dos espadas de verdad.
—Son para que te hagas a la idea de cómo es utilizar las de verdad —dijo mientras le tendía una a Aurelia—. No quiero nada falso.
Hanno observó la hoja larga y contorneada que Aurelia tenía en la mano con un placer descarado. No difería demasiado del arma que él había tenido en Cartago.
Quintus advirtió su interés y frunció el ceño.